martes, 20 de abril de 2010

¿Milagro?

I
Si te contara cuántas pesadillas me han atormentado durante estos veinticinco años.
Si te contara…
He tenido momentos en los que al temor de dormir, sólo lo ha superado el temor de volver a despertar. Porque al menos en sueños de vez en cuando te tengo.
Si en alguna de tus apariciones te dignaras contarme en dónde te dejaron. Porque esa incertidumbre de no saber de ti, de no tener un lugar para llevarte flores, de no poder regar tus restos con mis lágrimas, es como un filoso cuchillo que constantemente hurga en mi corazón. Aunque por otro lado, me alienta la esperanza de que tal vez vuelvas. Por eso todos los días sacudo el cuarto, veo que tu ropa esté bien planchada, me baño y me perfumo. Hasta preparo los frijolitos que tanto te gustaban y consigo tortillas frescas. Porque quiero que cuando vuelvas encuentres tu ropa limpia, tu cuarto limpio, a tu esposa limpia.
Cada noche me siento en el viejo sofá que escuchó nuestros sueños de paz e igualdad y paso las horas con la mirada fija en la puerta, repitiéndome que ese Dios que tanto alaban no puede ser tan cruel. Que si me permitió salvar la vida fue para estar acá esperándote. Si estoy equivocada ¿Por qué no me lo dices? ¿Por qué sigues viniendo en sueños a alimentar esa ilusión de volverte a ver? ¿O será que vienes, pero huyes espantado al ver lo que queda de mí? Porque tú sigues conservándote joven, lleno de vida, pero de mí sólo queda el espectro de un alma que comenzó a extinguirse aquel día que no regresaste. Evito los espejos pues reflejan una imagen arrugada, de cabellos encanecidos y mirada marchita. Me hacen saborear lo amargo de mis lágrimas y preguntarme ¿en dónde se quedó mi juventud? La respuesta es obvia. Se esfumó en visitas a la morgue, en la búsqueda de cementerios clandestinos, en marchas de protesta exigiendo tu aparición.
Hace un par de años vi tu foto en un documento que bautizaron como el Archivo Militar. Era de tu carné de la U. Ese 300 puesto a mano debajo de tus datos y fechado 29-11-82 ¿Tendrá el significado que le atribuyen? Los del ejército niegan que sea un documento oficial -no está en papel membretado- dicen. ¡Cómo no! ¿Desde cuando la descripción de sus crímenes, las desapariciones y ejecuciones clandestinas, ha quedado en papel membretado?
Mi amado Tonito estoy cansada de rogar, de buscar, de esperarte, de llorar por ti. ¡Llevo tantos años con esta carga! Perdóname. De todo corazón te ruego que me perdones. No todos los días me siento así. Cuando me agarra la depre, quisiera correr al puente y volar a tu encuentro. Pero me detiene el pensar que tal vez hoy sea ese día que he ansiado por más de veinticinco años y que debo estar acá para recibirte de vuelta. Si no es así. ¿Para que me dejaron vivir? ¿Por qué, habiendo tantas personas llenas de fe, me escogieron a mí, una atea confundida? Y digo confundida porque ya ni creo, ni dejo de creer.
Hay días en que mi razón se doblega. Entonces voy a la iglesia. Abro mi corazón. Muestro mis heridas y busco sanación en la fe. En otros mi frustración es tan grande que le digo a ese Dios, que tan indiferente se muestra a mis súplicas -¿Sabes qué? ¡Andate al diablo con esa tu diz que infinita misericordia!- (así como lo oyes, aunque suene ridículo).
Tonito, mi Negro. Sin querer desanimarte, te confieso que aquí nada ha cambiado. Los ricos se han hecho más ricos. La pobreza es una plaga. Cada día somos más los contagiados y no hay forma de curarla. A los políticos sólo les interesa el poder para llenarse los bolsillos. Nos morimos de hambre. Y no sólo nos falta comida, también estamos hambrientos de justicia. No vayas a ofenderte pero ¿De qué sirvió el sacrificio de tantos soñadores como tú? ¿De qué sirvió el que se derramara tanta sangre inocente? ¿Para qué te perdí? ¿Para qué?
Has de estar harto de mis lamentaciones. Sé que no es la mejor manera de lograr que regreses. Discúlpame. Tengo mucho dolor y resentimiento dentro. Dicen que me paso hablando sola. ¿Y qué quieren que haga si la soledad es mi única compañía? Cuando no apareces prefiero hablar a solas. Es mejor eso a que se me peguen los labios. Así, cuando regreses, podré decirte esas lindas palabras que todos los días ensayo para darte la bienvenida:
“Mi negro…
Ay Dios, con tantas cosas que he estado pensando, se me olvidó el resto.

II
De los destartalados buses salían mares de gente que se dirigían a los edificios, cuadrados y de color ladrillo, de la Ciudad Universitaria. El sol caía tras los volcanes. Las tinieblas devoraban al firmamento de vívido azul. Eran los inicios de los ochenta. Profesores y alumnos de la Universidad Nacional engrosaban a diario la lista de mártires del oscurantismo, pero ni así se detenía el empuje de esa juventud ávida de conocimientos y repleta de sueños que a diario acudía a las aulas.
Antonio y Clara caminaban tomados de las manos entre la multitud.
Antonio era un joven delgado, moreno y de intensa mirada. Uno de tantos idealistas que luchaba por implantar un sistema en el que todos tuvieran las mismas oportunidades. Su familia vivía en el altiplano. Él había emigrado a la capital para estudiar leyes. Lo movía el sueño de poder defenderlos algún día de los despojos que padecían a manos de los terratenientes. Había buscado trabajo en una fábrica de calzado y tras cinco años de esfuerzos, le habían elegido secretario general del sindicato.
La chispeante mirada de los rasgados ojos de Clara cautivaba. La nariz aguileña y el mentón definido revelaban la firmeza de su carácter. Su cabello azabache danzaba con el viento. Tenía esa bronceada tez que da un toque exótico a las gitanas. Su padre, un maestro y líder sindical, había pasado por la cárcel más de una vez. –Ha sido por necio. Quien lo manda estarse metiendo en líos de organizar a la gente- refunfuñaba doña Refugio, su madre. Clara estudiaba leyes motivada por el deseo de defender a esa legión de trabajadores -Que nunca pasarán de zope a gavilán, como ha sucedido con tu padre- afirmaba con resignación doña Refugio.
El destino los ubicó en la misma aula. Un amigo mutuo los presentó. Al poco tiempo descubrieron que sus pensamientos y sus cuerpos se complementaban a la perfección.
Era 1982 y un general con la mente trastornada por ideas apocalípticas se había apoderado del mando. Cada domingo inculcaba moralistas discursos en las cabezas de los citadinos.
Sus tropas no sólo arrasaban el altiplano. La morgue rebosaba de cadáveres con señales de tortura y el tiro de gracia. La prensa callaba.
El Cardenal amonestaba a los miembros del clero que denunciaban las atrocidades. Él era un maestro en el arte de congraciarse tanto con la oligarquía como con los militares. De una forma u otra hacia suya la legendaria expresión de aquel defensor de la fe cuando liquidaban a los cátaros centurias atrás:
-Mátenlos a todos, que Dios escogerá a los suyos.

III
“Un día me comentó que iría a los festejos del patrono de su pueblo. Temiendo por su seguridad, intenté disuadirle. Como no cambió de opinión, le supliqué
-Déjame acompañarte
-Mi amor, me pides algo imposible. Allá ni siquiera tenemos un lugar para hospedarte.
-Podría quedarme en tu casa
-Mis padres serían los primeros en oponerse. Recuerda que ellos no saben que vivimos juntos. En el pueblo hablarían mal de nosotros. Quédate tranquila. Sólo será una semana.
En la estación, bajo una densa cortina de agua, nos dimos un último beso.
Era el 21 de noviembre de 1982. Fecha que jamás la olvidaré.
El día convenido llegué a la estación a esperar su regreso.
Estuve allí al siguiente, al siguiente y al siguiente…
Al cabo de dos semanas, sintiendo que me volvía loca, decidí ir a buscarlo. No llegué lejos. El ejército había cercado el área. Esperé en un pueblo cercano hasta que trasladaron sus operaciones a otro sitio. Pasé días acosando a los vecinos con mis preguntas. La sola mención de aquel pueblo les sellaba los labios. Algunos, con el terror reflejado en el rostro, rompieron su mutismo para decirme que ni intentara subir al sitio en donde había estado emplazado. Un anciano me aclaró la razón.
-Los pintos acabaron con todo. Como acostumbran hacerlo, dejaron el área en poder de los patrulleros civiles. Seño, si esos desgraciados la agarran, lo mejor que puede pasarle es que la maten…
Regresé a la ciudad con el corazón roto y movida por un propósito. Trabajaría para que el crimen no quedara impune. Mi vía crucis continuó al enterarme que nunca había llegado a su pueblo. Unos testigos me contaron que lo bajaron en un retén del ejército a la salida de la ciudad y lo subieron a culatazos a un camión. A mi amado Tono, lo agarraron el 21 y fue “300” el 29… ¿Qué le harían durante esos nueve días?
Confirmé que navegaba en aguas turbulentas cuando comencé a recibir amenazas. Eso, lejos de amedrentarme, me dio ánimos para seguir en la lucha. Cada nota, cada llamada anónima, eran buenos indicios. Significaba que mi investigación iba por buen camino.
Una tarde, saliendo de la universidad, escuché el rechinido producido por un frenazo. Como en cámara lenta observé la panel blanca que se detenía frente a mí. Tres hombres con las caras cubiertas se apearon. Sin darme tiempo a reaccionar comenzaron a golpearme y me arrastraron dentro. Me taparon la cara con un trapo y perdí el sentido.
Desperté en un oscuro y frío lugar. Estaba tirada sobre un colchón de paja. Cada parte del cuerpo me dolía de una manera que jamás imaginé. Mi ropa interior había desaparecido. Sentía las caderas desencajadas. Un líquido viscoso y de olor desagradable resbalaba por mis piernas. Al comprender lo sucedido me puse a llorar.
Ignoro cuánto tiempo había pasado cuando la puerta de la celda se abrió y entró un joven como de mi edad. En su uniforme resaltaba el distintivo de kaibil. Su amabilidad me desconcertó.
-Señorita, lamento lo que le sucedió. Quiero ayudarla, pero ayúdeme usted también. Si habla, le doy mi palabra que esta misma tarde estará de vuelta en su casa.
Quería que confesara quiénes eran los cómplices de Tono. Que diera nombres, direcciones, lugares de trabajo. Dijo que muchos compañeros habían aceptado colaborar. Sabía que de mi decisión dependería si liberaba los demonios del infierno contra mí o contra otros. Así que me mordí los labios y me preparé para lo por venir.
Setenta y dos horas después la resistencia de mi cuerpo había llegado a su límite. Había perdido la cuenta de las veces que me habían violado. Me habían quebrado la nariz. Había perdido varios dientes. La hinchazón de los párpados me impedía ver. Mis senos estaban cubiertos de mordidas y pellizcos. En mis extremidades tenía incontables huellas de quemaduras provocadas por cigarrillos. Me habían arrancado las uñas y dislocado los dedos de una mano.
El cuarto día me encontró desnuda, tirada temblando en un rincón de la celda. Anhelando, más que nada, la pronta llegada de la muerte. Esa tarde ninguno se apareció. Estaba segura que tenía las horas contadas. Así que aproveché el tiempo para ponerme en paz con Dios. (No me avergüenza confesar que ya sin esperanza de nada, estaba dispuesta a creer en Él).
Estaba tan débil que me desmayaba constantemente y perdía el hilo de mis oraciones.
Supongo que él entró en uno de mis desvanecimientos. Cuando recobré la conciencia, estaba de rodillas a mi lado. Oraba en un idioma desconocido con sus manos sobre mi cabeza. La oscuridad y mis ojos hinchados me impedían distinguir su semblante. Ignoraba quien era, pero de algo estaba segura. Él no era una de esas bestias disfrazadas de hombres que me habían estado martirizando. Rompí a llorar y me apoyé en su pecho. Pasó el resto de la noche reconfortándome, limpiando mis heridas y dándome de beber. Con las primeras luces del alba anunció que debía marcharse. Le supliqué que se quedara.
-No temas, mientras yo esté por acá esa gente te dejará en paz. Te ruego que los perdones. Como dijo nuestro Padre Celestial ellos “no saben lo que hacen”. Rézale a nuestra Madre, ella te protegerá.
Me entregó su rosario.
Mi primera reacción, al estar de nuevo sola, fue que había sufrido una alucinación. Pero el rosario que apretaba en mi mano y el bienestar que me iba invadiendo, evidenciaban lo contrario.
El quinto día lo pasé rezando. Mis captores siguieron sin aparecer.
Regresó al caer la noche. Esta vez pude verlo mejor. Vestía una sotana de inmaculada blancura. Los rasgos de su cara me eran familiares, sin embargo no me atreví a preguntarle quién era. Le noté fatigado. Con su extraño acento me comentó que había tenido un día muy atareado. A pesar de su agotamiento, rezamos toda la noche. A la mañana siguiente, antes de partir, tomó mis manos y me hizo una extraña petición.
-Clara, hazme un favor. Prométeme que guardarás silencio sobre esto. Tu corazón te dirá cuando podrás contarlo.
Ese día me liberaron. Hasta hoy nadie ha podido aclararme quién dio la orden.
Antes de soltarme en el basurero de la zona 3 me advirtieron
-Mirá hija de cien mil putas, si apreciás tu vida, dejá de meterte en babosadas.

IV
El dos de abril del año dos mil cinco, junto al mundo lamenté la muerte de Juan Pablo II. Mentiría si dijera que aquella lejana experiencia me volvió religiosa. Pero reconozco que ese gran hombre dejó el legado de una vida dedicada a luchar por la libertad y la dignidad de hombres y mujeres, sin importar su raza, lugar de nacimiento o religión.
Luego de profundas reflexiones concluí que había llegado el momento de revelar mi secreto. Porque, aunque resulte difícil de creer, estoy convencida que fue ese santo varón quien estuvo consolándome las noches del 6 y 7 de marzo de 1983 cuando visitaba mi país.”

Perdona que se me escapen las lágrimas cada vez que leo esto. Lo escribí hace años. Lo tengo guardado en un sobre junto con el rosario. Cuando me agarra la depre lo leo y me pregunto ¿Será que realmente viví esto? ¿Por qué? ¿Para qué?
Mi Negro, qué lindo sería que retornaras esta noche y me dijeras
-Amor ¡yo soy la respuesta!

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