Verano del sesenta y ocho. En la penumbra de la sacristía el sacerdote, moreno y de contextura atlética, se despojaba de sus ornamentos cuando una lastimera voz interrumpió sus reflexiones.
-Padre Efraín, por favor ayúdeme.
Aguzó la vista y distinguió a una joven a punto de desfallecer, recostada contra el marco de la puerta, que apretaba un bulto contra su pecho. Sin pérdida de tiempo se le acercó.
-Hija por Dios, siéntate. ¿Quieres un poco de agua? ¿Qué te pasa?
Ella, con palabras entrecortadas por el llanto, le reveló su tragedia.
-Mi esposo nos abandonó... estoy sola y sin un centavo... llevo tres días sin comer... no tengo donde dormir... mi niño... le ruego que se apiade de nosotros...
-¿Cómo te llamas?
-Lucía, padre.
-No puedo ofrecerte mucho. Si me ayudas con los oficios de la casa, al menos tendrás techo y comida para ti y el bebé.
En menos de cuarenta días, la demacrada mujer que había tocado la puerta de la sacristía, experimentó una increíble transformación.
Lucía irradiaba ahora una inquietante hermosura.
Cada tarde preparaba baños de agua caliente y hojas de eucalipto que aliviaban los pies del sacerdote luego de sus extenuantes caminatas. Efraín sentía un indescriptible placer al tumbarse en el diván, cerrar los ojos y disfrutar la energía reparadora que le trasmitían las manos de Lucía.
Sólo un asunto turbaba la armonía entre los dos. Él constantemente le recriminaba su falta de devoción.
-¿Por qué no asistes a misa? ¿Por qué nunca te veo rezando en la iglesia?
Cuando esto sucedía, ella apartaba la mirada y lo ignoraba.
Con el paso de los meses, con una mezcla de inquietud y temor, él comprendió que su reprimida masculinidad luchaba por manifestarse. Más de una vez, en sus fantasías nocturnas, había sentido cómo iba descubriendo las sinuosidades del voluptuoso cuerpo que yacía en su lecho y despertaba con una húmeda sensación entre las piernas. Los baños en los pies se convirtieron en un tormento. Bastaba con que bajara la vista para alimentar sus ansias ante el lujurioso agasajo que se le ofrecía, apenas cubierto por pronunciados escotes. Buscó en las duchas heladas y la penitencia, una manera de enfriar su pasión, pero todo fue en vano. Ella seguía llegando en sueños a convidarle de su amor.
Comenzaba a clarear. El estridente sonido del teléfono le hizo saltar de la cama. Medio dormido contestó.
-Habla el padre Espósito.
-Padrecito, soy Carolina. Creo que llegó la hora. Mi madre se nos va. Venga pronto por favor.
Corrió al baño. La sorpresa que le aguardaba detrás de la puerta lo dejó paralizado, enmudecido, idiotizado. Hasta se olvidó de respirar.
Lucía ofrecía un magnífico espectáculo saliendo de la ducha.
Ella sonrió. Él, temblando, musitó una disculpa y se retiró.
A partir de ese momento le fue imposible alejar de su mente ese cuerpo joven, esa resplandeciente piel morena, esas magníficas curvas que le invitaban a ser exploradas y sobre todo, esa sonrisa irreverente. Esa muda invitación a más.
(Sabía que estaba siendo tentado y evaluó mal su capacidad de resistencia. Pensó que redoblando sus oraciones y con ayunos más rigurosos podría sobreponerse a la prueba. No se atrevió a tomar una resolución lógica y radical, echarla de la casa. Cuando esa idea cruzaba por su cabeza, recordaba cómo la había conocido y se confesaba incapaz de asumir la responsabilidad de lanzarla de nuevo a sufrir privaciones.)
Una mañana, cuarenta días después, él no bajó a desayunar. Lucía tocó la puerta. Al no recibir respuesta, solicitó ayuda para derribarla. Lo encontraron desplomado sobre su mesa de trabajo. El médico le ordenó reposo y buena alimentación. Lucía cumplió con devoción el encargo.
En una límpida tarde, armonizada por el trinar de los cenzontles, él percibió su presencia. Abrió los ojos. Ella estaba, como aquella primera vez, reclinada contra el marco de la puerta. Pero ahora, los rayos del sol que la acariciaban iban revelando sus encantos, apenas ocultos bajo su vestido blanco y traslúcido. Con una mezcla de sorpresa y excitación observó que comenzaba a soltarse los listones del corpiño. Momentos más tarde el vestido a sus pies formaba un gigantesco capullo del que ella emergía en espléndida desnudez. Avanzó hacia él, grácil, como flotando, con una insinuante sonrisa dibujada en su rostro. Llegó a su lado y le tendió los brazos.
-Amado mío. Llevo tanto tiempo ansiando este momento.
Pasaron los siguientes meses disfrutando de su intimidad. El embelesado Efraín imaginaba que era un colibrí, porque al penetrar en la flor que le brindaba su néctar, recobraba energías y alimentaba sus ansias de volver por más.
Un día, al regresar de sus visitas a enfermos, le sorprendió su gesto de preocupación.
-Efraín, tenemos que hablar.
Se sentaron a la mesa. Ella con mano temblorosa le entregó un papel. Apenas alcanzó a leer “Resultado de la prueba de embarazo: Positiva”. Al igual que en aquel primer encuentro, ella soltó el llanto. Él la tomó entre sus brazos.
-Cálmate mi amor. Una vida nueva es una bendición de Dios. Controla tus temores. Verás que encontraremos una salida.
En efecto, una prima aceptó recibirla en su casa sin pedir mayores explicaciones.
El ritual se repetía cada mañana. En la soledad de la iglesia, Efraín Espósito, de rodillas, conversaba con Dios.
-Dios mío, imploro tu infinita misericordia porque fui débil al llamado de la carne. En mi ceguera arrastré conmigo a personas inocentes. Por favor perdónales. Dame otra oportunidad. Señor, no soy digno que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…
Pasados siete meses, su prima le envió un telegrama “Lucía tuvo una niña. Ambas están sin novedad.”
La extraña mujer de exótica belleza regresó dos años después. El padre Efraín se volvió blanco de las habladurías del barrio.
(Se necesitaba ser ciego o idiota para no reparar en el parecido de la niña con él.)
Otro detalle llamó la atención del vecindario. Ella regresó sin el niño. Lucía les explicó que el padre se lo había arrebatado al enterarse su nueva maternidad.
Una tarde, cuando la niña tenía cinco años, Efraín regresaba de visitar enfermos y la encontró muy seria. Sus rasgados ojitos delataban que había estado llorando.
-¿Qué pasa mi amor?
Ella extendió su manita y le entregó una nota.
“Efraín: Muchas gracias por el tiempo que compartimos. Siempre lo recordaré con cariño. Te encargo a nuestra hija. Por favor no trates de encontrarme. Cuídate.
Lucía.”
El padre Espósito literalmente removió cielo y tierra para encontrarla. Luego de siete meses de infructuosa búsqueda se resignó. Era evidente que la había perdido para siempre.
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