sábado, 24 de abril de 2010

Así comenzó el Mesianismo (Capítulo 41)

El olor a alcohol saturaba el ambiente. Ernesto Lagos estaba tirado sobre la alfombra de un espacioso apartamento en Madrid. Tenía la cara embarrada de vómito y se agitaba en las convulsiones de la intoxicación. Mientras lloraba como un niño repetía en interminable letanía.
-¡Soy el presidente! El pueblo me ama y me necesita. ¡Soy el presidente! El pueblo me ama y me necesita. ¡Soy el presidente! El pueblo me ama y me necesita. ¡Soy el presidente! El pueblo me ama y me necesita. ¡Soy el presidente! El pueblo me ama y me necesita. ¡Soy el presidente! El pueblo me ama y me necesita. ¡Soy el presidente!...
Al tratar de incorporarse las fuerzas le fallaron. Se quedó sentado, meciéndose, con la mirada ausente y la sonrisa idiota de quien ha perdido el control sobre su mente. Al cabo de unos minutos se tomó la cabeza y retomó a sus lamentos.
-¿Por qué fui tan cobarde? La presidencia era mía. Traicioné a mi gente por unas monedas. Soy un nuevo Judas, y como él, no merezco seguir viviendo.

(Los expertos coincidían en su diagnóstico: La autoestima del general estaba por los suelos. Para escapar del vicio necesitaba recuperarla. Lo preocupante era que ya mostraba síntomas de daños irreversibles en el cerebro: pérdida de la memoria, alucinaciones y frecuentes accesos de depresión.)

No solo estaba acabando con su vida sino con la de Elena, su esposa. La única persona con quien compartía su infierno. El general se aferraba a doña Elena con la misma desesperación de un náufrago al único trozo de madera que encuentra flotando en el océano.
Un día, sin previo aviso, dos jóvenes vestidos de negro pidieron hablar con doña Elena. La abordaron con mucho tacto.
-Señora, sabemos el problema que usted y su esposo tienen. Estamos seguros que podemos ayudarles. Sólo le pedimos un minuto para hablar con don Ernesto.
-Jóvenes, en este momento no puedo permitirlo. Mi esposo está muy mal.
La negativa no los desalentó. Continuaron llegando. Su paciencia se vio recompensada cuando doña Elena les permitió reunirse con él. Al franquearles el paso les pidió.
-Les agradezco en el alma su interés. Sólo les suplico que sean breves.
Lagos estaba sobre la cama. Se veía pálido y demacrado. Los jóvenes le tomaron las manos y dijeron una oración. Luego comenzaron a hablarle.
-Don Ernesto. Dios espera que sus hijos se arrepientan de sus pecados y acepten su palabra. Humíllese ante el Altísimo y reconozca que para su poder no hay imposibles.
Al principio se resistió a escucharles. Ellos perseveraron.
Después de varias sesiones fue descubriendo a un Dios que desconocía. Un guía autoritario e implacable ante la desobediencia. Un poderoso ser que se complacía al ver cómo se derramaba la sangre de sus enemigos. Un Dios veleidoso que otorgaba a los caudillos de sus ejércitos, el derecho de vida o muerte para someter a los incrédulos.
Ernesto percibió un nuevo derrotero en su vida.

El escape que le proporcionaba el licor fue perdiendo su encanto ante la perspectiva de contar con la adoración de su pueblo.
Cada día al acostarse renovaba esos propósitos.
-Oh Señor. Te agradezco la oportunidad que me das de servirte y de mostrarles a los infieles el poder de Tu gloria. Te suplico Tu infinita fuerza para que este tu humilde siervo cumpla con su destino.
Y entre sueños musitaba sin parar.
-¡Soy el presidente! El pueblo me ama y me necesita. ¡Soy el presidente! El pueblo me ama y me necesita. ¡Soy el presidente! El pueblo me ama y me necesita. ¡Soy el presidente!...
Mientras una plácida sonrisa iluminaba su rostro.

Nueve meses después un terremoto asoló a Guate-lamala. Una voz le anunció entre sueños “La furia del Señor ha comenzado a castigar a los impíos. Regresa a tu tierra. Ha llegado el momento de difundir el mensaje.”

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