Luego de tomar un delicioso desayuno típico en Samborns, decidimos con Marlene dirigirnos al Zócalo. Como todos los domingos, el paso hacia el centro por la Reforma está cerrado. Cientos de mexicanos aprovechan para pasear en bicicleta. Es una sensación extraña. Falta el bullicio de las cinco filas de carros deslizándose de manera ininterrumpida por la extensa alfombra de asfalto.
El sol comienza a causar sus estragos y luego de comprar las entradas para Mamma Mía, la convenzo que tomemos un taxi. Detenemos uno casi frente al edificio en el que algunos sindicalistas reclaman que el actual gobierno está entregando el país a las potencias extranjeras. Esas carpas son parte del paisaje urbano del Distrito Federal. Me pregunto ¿alguien los tomará en cuenta o se habrá convertido en una manera alternativa de holgar? A mí los taxistas, al igual que los chinos, me parecen todos iguales. Mentiría si al subir al Nissan reparé en el hombre que lo conducía. Sólo recuerdo esos rasgos morenos, como otros miles que a diario se han cruzado en nuestro camino, que desafiando el paso de los siglos y de los cruces de sangre, nos recuerdan que ellos controlaban estas tierras mucho antes que aquellos hombres barbados atracaran en Veracruz.
Me dejo llevar por la inveterada costumbre de conversar con ellos. Aunque ya me sé los libretos: Si son jóvenes, son artistas a la espera de una oportunidad, casi siempre herederos de familias acomodadas venidas a menos; los mayores en cambio, sueltan la lengua para quejarse del político de turno. Menuda sorpresa estaba por llevarme. Este hombre anónimo, conduciendo su humilde coche, conserva la calma a pesar de la vorágine que se forma por el cierre de la Reforma. Parco de palabra, parece ver más allá de los problemas cotidianos compartiendo una visión positiva de la vida y su esperanza en el ser humano. Encerrados en esa jaula de acero que se mueve lentamente, esperamos cada vez con mayores ansias cada una de sus palabras. Llegamos a una calle que varios jóvenes la han vuelto su morada. Nada diferente a los de nuestro país. ¿Qué los llevó a ese estado? Mentiría si alguna vez no me he dejado llevar por el pensamiento de que mejor sería si no estuvieran allí porque ¿de qué sirven? Sus esqueléticas figuras, sus miradas perdidas, que reflejan las neuronas calcinadas por la droga, me recuerdan las películas de zombies, muertos en vida, sin posible redención. El taxista, que parece leer mis pensamientos comenta
-Mucha gente los desprecia. Algunos no los consideran ya humanos. Sin embargo ellos no se meten con nadie, no le hacen daño a nadie, al contrario. Los he visto compartir lo poco que consiguen para comer o para protegerse de la intemperie. Si una anciana necesita ayuda para cruzar la calle o para que le lleven los bolsos, ellos lo harán. Un peso que se les de, los hace felices. Incluso los he visto cuidar a perros atropellados ante la indiferencia del resto de la gente.
Sus palabras van marcándome como un hierro candente. El taxista no lanza una sola palabra de reproche contra nadie. El taxista no juzga. El taxista ve con ojos de amor todo lo que le rodea. El taxista me está dando una inmensa lección. El silencio nos envuelve. No se necesita más.
Bajamos. El taxi se pierde entre el bullicio. Caminamos unas cuadras y llegamos al majestuoso Zócalo. El sol brilla. Las campanas de la catedral invitan a la misa de 12 del domingo de ramos del año del bicentenario de la independencia. Entramos a la catedral erigida sobre los restos del Templo Mayor. No importa en quien creas o qué. Algo mágico vibra en el lugar. Algo que me traslada a aquel momento, dos mil años atrás, cuando aquel humilde carpintero que veía con ojos de amor todo lo que le rodeaba y que estaba destinado a cambiar el mundo, decidió entrar a Jerusalén montado en un borrico para que se cumpliera la promesa de nuestra salvación. Mi corazón se detiene. Inmerso en esa multitud que eleva sus ojos al Cielo para adorar a su Creador caigo de rodillas mientras digo ¡Gracias Señor por enviarme a tu Mensajero del taxi!
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