Fue amor a primera vista.
Ella cayó rendida ante la profundidad de aquellos ojos tan oscuros como las noches en el altiplano de su tierra natal, su luminosa sonrisa y esa seguridad en si mismo que muchos consideraban engreimiento.
Fabio estaba en el umbral de los treinta años. Su privilegiada inteligencia, aunada a una increíble mezcla de suerte y audacia, le habían llevado a consejero “senior” en la multinacional para la que trabajaba. Era un mimado del destino que contaba con un sexto sentido para sacar provecho de los inexplicables vaivenes de la bolsa. Su ascendencia italiana le daba un particular encanto. Cultivaba su cuerpo a la par de su intelecto y sus admiradoras se contaban por decenas. Poseía un penthouse en el East Side, cerca del Met, y acostumbraba frecuentar algunos bares de los alrededores en donde encontraba particular deleite escuchando los caprichosos acordes del jazz.
Ella y otras amigas disfrutaban sus vacaciones en Nueva York. Era la hija consentida de un general con considerable fortuna. De su madre (una famosa vedette, llegada de exóticas tierras, para quien la fidelidad no era una de sus virtudes y que tras una década de drenar las riquezas del General, lo había abandonado, escapándose con un capitán treinta años menor) había heredado aquella enigmática belleza de dorada cabellera, ojos que recordaban el cielo de su país y la grácil figura que justificaban el sobrenombre con el que la conocían desde niña: Barbie.
En cuanto se vieron, sintieron el dulce flechazo de Cupido y se volvieron inseparables.
Para consolidar su conquista él bajó a ese país, con un nombre difícil de pronunciar, ubicado en el ombligo de América, y del que un mes antes ni siquiera sabía de su existencia. Con una mezcla de repugnancia y sarcasmo observó su folclore. Le parecieron exóticos sus paisajes con abundantes volcanes y lagos, pero no lograba entender cómo podían ser tan atrasados que ni siquiera tenían un McDonald’s en cada poblado. Aceptó casarse en esa tranquila ciudad que se enorgullecía por haber detenido el tiempo, reteniendo en cada rincón rastros de su pasado colonial.
Su futuro suegro le pareció ridículo. Por más esfuerzos que el general hacía por parecer un potentado, no lograba ocultar su rusticidad. El viejo militar lo recibió con los brazos abiertos. Fabio representaba la culminación de sus sueños: ¡Su niña estaba por casarse con un ejecutivo que gozaba de elevada posición en la capital del mundo!
Con el primogénito del general y futuro cuñado, el teniente coronel Benítez, surgió, desde el primer instante, una mutua antipatía. Como dicen por aquellas tierras, no hubo química entre ellos.
Luego de la fastuosa ceremonia, partieron de luna de miel por el Mediterráneo y regresaron a vivir a Manhattan.
Apenas habían pasado seis meses y el gusanito de la infidelidad comenzó a corroerle. Era algo difícil de explicar. Él tenía lo que cualquier hombre hubiera podido ambicionar: una esposa bellísima que a la vez era una amante de ensueño que satisfacía todos sus deseos y a quien le sobraba el dinero. Sin embargo sentía la imperiosa necesidad de conquistar, ansiaba el reto por la única satisfacción de saberse vencedor.
Ella no parecía sospechar. Su trabajo le exigía atender largas sesiones, sobre todo cuando les visitaban importantes inversionistas del exterior. Aunque en realidad no eran tantos como Fabio le contaba.
Cuando llegó septiembre y el insoportable calor comenzó a ceder su lugar a las refrescantes brisas otoñales, su hermano llegó a visitarla.
(Pocos conocían el tenebroso pasado que se ocultaba tras las numerosas condecoraciones que adornaban el uniforme del coronel Benitez. Aunque la guerra en su país había oficialmente concluido, sus habilidades continuaban siendo valoradas para neutralizar a los activistas que reclamaban por los abusos cometidos en contra los campesinos del altiplano. Así como años antes lo había hecho en la selva, Benítez seguía siendo muy eficaz en las labores de búsqueda y eliminación, ahora en un nuevo escenario de combate, la jungla urbana).
Al comprobar que ella tenía con quien entretenerse, Fabio dedicó más tiempo a Melissa, una voluptuosa mulata dominicana que con sus ardientes dotes amatorias, no sólo le estaba sorbiendo su esencia sino hasta el sentido común.
La mañana que habían convenido para un nuevo furtivo encuentro, Fabio procuró despedirse sin mostrar su emoción. Estaba en la puerta cuando ella le detuvo.
-Amor, hoy es un buen día para que salgamos los tres. Mira lo que conseguí.
Y le mostró tres boletos para la obra de moda en Broadway. Fabio hizo gala de la más encantadora de sus sonrisas.
-Lástima que me avisas hasta ahora. Hoy nos visitarán aquellos árabes que te conté el otro día, y sinceramente no sé a qué hora quedaré libre.
-Please darling. Ya sé que no te apasiona el relacionarte con mi hermano, pero sólo esta vez, hazlo por mí.
Él alzó los ojos al cielo, consultó su reloj y finalmente contestó.
-Okay, sabes que por ti soy capaz de todo. Vendré por ustedes antes de las siete.
Ella le guiñó un ojo y con una sonrisa picaresca le dijo.
-Gracias amor, más tarde te compensaré por esto.
En el coche le reiteró las órdenes a su secretaria. Estaría incomunicado el resto de la jornada. Luego desconectó el celular. Era el primer paso en ese proceso largamente anhelado de aislarse del mundo. Su BMW enrumbo hacia el acogedor apartamento que había alquilado en Long Island. Su corazón latía de emoción sólo de imaginar lo que estaba por venir.
Ella tomaba café con su hermano cuando escucharon la primera noticia.
Casi de inmediato todas las estaciones pasaron a trasmitir el acontecimiento.
Los habituales semblantes despreocupados de los neoyorkinos desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos.
Ella estuvo a punto de volverse loca al no poder localizarlo. Convenció a su hermano de ir a buscarlo, pero no pudieron vencer al empuje de la marea humana que pugnaba por escapar de allí.
Con el paso de las horas comenzaron a rendirse ante lo inevitable.
Caía la tarde cuando Fabio y Melissa culminaron su apasionada maratón amatoria. Melissa había estado tan complaciente que las horas se le hicieron cortas ante ese desborde de placeres. Salieron abrazados, se dieron los últimos besos y se prometieron que, tal y como lo habían decidido, volarían a Punta Plata la siguiente semana para seguir disfrutándose, así como de las playas y el mar.
Encendió el celular y ante tantas llamadas, decidió responderle.
Del otro lado escuchó su voz angustiada.
-Darling ¿En dónde has estado?
-¿Te está fallando la memoria? Te dije que pasaría todo el día en la oficina. La reunión duró más de lo esperado y hasta ahora estoy saliendo. Espero que ya estés arreglada…
No llegó a terminar. Al otro lado se escuchó un golpe seco. Tras unos segundos escuchó la fría voz de su cuñado
-Espero que tengas una buena explicación a esto, desgraciado- y le colgó.
-Esto me saco por enredarme con una familia de estúpidos- musitó entre dientes -Menos mal que estoy de humor. Hoy nada podría perturbar mi felicidad.-
Para distraerse, encendió la radio. Sin temor a exagerar, él era posiblemente uno de los últimos residentes de la Gran Manzana que se enteraba de lo ocurrido. Su corazón comenzó a latir con violencia, pero contrario a lo sucedido en la mañana, esta vez lo provocaba otra emoción. Un sudor helado iba recorriendo su cuerpo. Sintió que le faltaba el aire. Movió el carro a un costado y por primera vez reparó en el inexplicable vacío que se notaba en el horizonte. El par de conocidas siluetas en dónde supuestamente había pasado el día, simplemente se habían desvanecido. En su lugar, una espesa columna de humo se elevaba hasta el firmamento.
Se despedía el 11 de septiembre de 2001.
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