martes, 13 de abril de 2010

Malquerido

I
“Mis labios jamás pronunciaron la palabra madre y jamás sentí lo que era ser arrullado en sus brazos.
¿Por qué? ¿Por qué a mí?
La falta de respuestas me ha atormentado desde que tengo conciencia de ser.
Desde que tengo conciencia de ser me han obligado a ocultarme en un desesperado intento para que sobreviva al rechazo del que será conocido como mi padre.
Ese mal parido es un verdadero hijo de puta. Obtiene millonadas permitiendo aterrizajes clandestinos en las pistas de sus fincas. Se ha vuelto el amo del pueblo. Su voluntad es ley y sin mayor escrúpulo se deshace de cualquiera que ose atravesarse en su camino. Seré su primogénito. Motivo suficiente para quererme. Sin embargo mi madre recibió una tremenda paliza cuando él se enteró de su embarazo.
Desde que tengo conciencia de ser recuerdo a mi madre llorando.
Dicen que era la muchacha más linda del pueblo. No entiendo cómo cayó en brazos de este desgraciado que desde que tengo conciencia de ser, se ha dirigido a ella como la “maldita puta”. Dicen que esas son malas mujeres. No logro concebir que mi madre sea una de ellas si desde que tengo conciencia de ser la recuerdo visitando el santuario de aquel pueblo lejano para buscar consuelo a los pies de la Virgen de Lourdes.
Tal vez no tendré tiempo para aclarar la situación, tal vez sea mejor así y que sea Él quien juzgue imparcialmente los hechos.”

II
A don Ángel Portocarrero le abundaba lo que la mayoría de hombres ambiciona: fortuna y poder.
Perdidos en la bruma de sus recuerdos habían quedado los tiempos de su niñez cuando, para sobrevivir a las miserias de su orfandad, incursionaba en huertos y graneros. El correr de los tiempos transformó a Angelito en un experto para apropiarse de lo ajeno. Y con la cosecha de bienes emparejó una cosecha de sangre. Antes de cumplir veinticinco ya disfrutaba de lo que muchos llaman las cosas buenas de la vida. Su despiadada gavilla tomó el control del pueblo. Ángel presumía su hombría trayendo llamativas mujeres de la capital. Ninguna de las sencillas muchachas del pueblo había logrado captar su atención hasta que descubrió cómo la adolescencia había transformado a Lupita, la hija de don Diego.
La agraciada Lupita estudiaba en la capital y había llegado al pueblo a pasar sus vacaciones. Sus hermosos ojos rasgados, naricita respingada, carnosos labios y cuerpo bien formado, despertaron de inmediato la codicia de Ángel.
El insólito pretendiente ignoraba que Lupita, a sus veinte años, ya había pasado por el dolor de perder al dueño de su corazón y que sólo sentía rechazo al llamado del amor. Con un agravante más.
A sus treinta y cinco años Ángel constituía una verdadera burla de la naturaleza. La flácida barriga le colgaba de sus cortas piernas. Sobre su cuello de toro se erguía lo que más que cabeza, aparentaba ser una máscara mal acabada, cuyo más destacado atributo era un inmenso labio inferior que casi le ocultaba la barbilla y del que constantemente fluían verdaderos riachuelos de viscosa baba. Unos diminutos ojos negros, como de rata, y una corona de espinosos cabellos, completaban este surrealista mosaico.
Tras seis meses de acoso, el pretendiente consiguió su propósito. La boda fue todo un acontecimiento, aunque la tristeza se reflejaba en la cara de la novia.
Antes del año la novedad cedió paso a la variedad y continuó la exhibición de mujeres venidas de la capital mientras la señora de Portocarrero permanecía recluida en su casa.

III
A sus diecisiete años Luis Escobar había enfrentado la terrible disyuntiva de escoger entre el amor de su vida o el compromiso hecho con Dios. Amaba a Lupita con locura, pero estaba atado a la promesa hecha tiempo atrás cuando su madre desfallecía por los estragos de un cáncer en el estómago.
Hacía seis años el desenlace parecía próximo, cuando una de las vecinas llegó a visitarles llevando un pequeño frasco. –Ésta es agua de Lourdes. Recen por un milagro.- Les dijo.
Al quedarse a solas con ella, Luisito se arrodilló frente a la cama y bañado en llanto, le prometió a Dios y a la Virgen que les dedicaría su vida a cambio de la salvación de su madre. Luego tomó su inerte cabeza y le dio a beber el líquido.
Pocos días más tarde, ante el estupor de los médicos, su madre se recuperó.
Luis estaba en último grado cuando conoció a Lupita y desde el primer momento estuvo seguro que ella estaba destinada a ser la dueña de su corazón. Sin embargo cada vez que veía a su madre, recordaba la promesa que le ligaba al Señor. Llegado el momento, transido de dolor, dejó a su amada para tomar el sendero religioso. Pasaron los años y pareció que el dedicado seminarista había sepultado el recuerdo de la mujer que había ganado su fervor.
El obispo, conociendo la devoción del recién ordenado sacerdote, le envió al Santuario de las Nubes, en donde se veneraba una réplica de la Virgen de Lourdes. Y la providencia se encargó de completar lo que había quedado truncado algún tiempo atrás.
Él no sabía que era ella quien ese día se arrodillaba ante el confesionario.
Ella no sabía que sería él quien escucharía el desahogo de su corazón.
Pero sus almas, estremecidas de júbilo, se reconocieron de inmediato y retoñó con arrebato ese amor que sólo esperaba el regreso de la primavera. Luis se aferró a una esperanza, que esa era una señal de Dios; que Él, en su infinita misericordia, le estaba relevando del juramento hecho ante el lecho de su madre.
Miles de veces Luis le suplicó que no regresara con Ángel. Miles de veces forjaron planes de huída a un lugar remoto en dónde nadie los conociera. Pero todos sus sueños se estrellaban ante una irrefutable realidad. Era imposible que ella escapara de los tentáculos de su marido porque Ángel tenía a su padre como rehén.
De manera que ambos se consolaban con los fugaces y apasionados encuentros que ocurrían al amparo de la Virgen de Lourdes.

IV
Los compinches de Ángel temblaban cuando él se levantaba de mal humor. Él le echaba la culpa a la pesadilla, pero nunca entraba en detalles.
En realidad no se trataba de una pesadilla. Era el indeleble recuerdo de un accidente que había sufrido de joven y que le había marcado para siempre.
(Las manzanas del huerto de don Diego eran famosas en la comarca y Angelito, sin dinero para comprarlas, era uno de sus mayores consumidores. Don Diego, buscando como detener a los depredadores, se hizo de un feroz perro para custodiar su propiedad. Una mañana Ángel, como de costumbre, saltó la cerca para disfrutar de los deliciosos frutos. Tan entretenido estaba que no sintió acercarse al animal. Recibió la dentellada justo entre las piernas. A duras penas logró escapar. Sin embargo, pese al esfuerzo de los médicos, no hubo forma de restituirle su desgarrada masculinidad.)

De manera que las prostitutas de lujo y el matrimonio eran pura pantalla.
La cruda realidad era que Ángel era un impotente que ocultaba su humillante castración tras su fachada de violento machismo.
Se casó con Lupita por venganza. Juró hacerla infeliz para cobrarse la deuda que, según él, don Diego le tenía. Entonces, si su incapacidad de poseer a una mujer era el secreto más comentado del pueblo… ¿Cómo se explicarían los vecinos el milagro de su mujer encinta?
Lupita fue juzgada y sentenciada antes de que se evidenciara su estado.
Por eso mis labios nunca pronunciaron la palabra madre
y nunca sentí lo que era ser arrullado entre sus brazos.
Porque sólo llegue a tomar conciencia de ser.
En una fría noche mi padre, o al menos el que legalmente debió serlo,
puso fin a nuestra historia.
Se convenció que así preservaría su reputación.

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