martes, 13 de diciembre de 2011
El Mejor Regalo
Me encanta frecuentar los bares del viejo centro. No son los de moda, pero allí he encontrado muchas almas deseosas de compartir sus historias. Este diciembre, escuché una que me dejó un imborrable recuerdo.
Era una noche fría, sin alguna celebración especial, por eso las calles estaban vacías. Las luces de la avenida central incomodaban a la multitud de mendigos que buscaban como cobijarse con restos de cajas de cartón bajo las marquesinas de los almacenes.
Había entrado a este lugar y en menos de quince minutos ya estaba arrepentido. No sólo estaba vacío sino que era la tercera vez que escuchaba aquella deprimente canción del Buki “llegó navidad y yo sin ti…” la tonada ideal para hurgar en la herida que me había dejado el abandono de Claudia. Trataba de enfocar mi enésimo shot de tequila cuando sentí que alguien se sentó a mi lado. De reojo observé su perfil aguileño, el pelo agarrado con una cinta de tela típica, la barba de candado y la guitarra que apoyó con cuidado contra la pared. Parecía uno de esos músicos bohemios luego de completar su actuación. Dejándome llevar por el impulso, le invité a un trago, él aceptó sonriente. Para romper el hielo le pregunté que qué hacía y me respondió:
―Vengo de visitar a mi viejo.
A continuación me compartió su historia.
―En realidad, jamás lo conocí. El desapareció, o mejor dicho lo desaparecieron, algunos meses antes que yo naciera. Estamos hablando de los ochenta, cuando reclamar un salario digno representaba una condena a muerte. Conoció a mi madre en la universidad. Su romance floreció al ritmo de la trova de la Negra y Milanés, música que tal vez ya no estaba de moda pero que reflejaba sus sueños de una sociedad más consciente, en donde se respetara la dignidad de cada ser humano y se le diera la oportunidad de vivir en libertad. El “Te quiero” de Benedetti, escrito por mi padre, con trazos firmes en una arrugada hoja de cuaderno, inmortalizó su amor. No se casaron, consideraron que lo suyo trascendía más allá de lo que dijera un papel, por eso llevo su nombre pero no su apellido.
―De él recuerdo la foto que mi madre tenía en la sala, un joven de pelo colocho, al estilo afro que tan de moda estaba entonces, lentes redondos que enmarcaban una mirada soñadora y una sonrisa franca de quien no le debe nada a la vida. Vida que quedó truncada antes que cumpliera veintitrés años. Desde entonces hasta su muerte, ocurrida dos décadas después, mi madre se dedicó a buscarle. Su obstinación nos llevó a soportar amenazas, rechazos, hambre, miedo, pero ella siempre me decía que no descansaría hasta encontrarlo. Sin embargo, guardo dulces recuerdos de la Navidad, siempre se nos cruzó en el camino algún alma caritativa que nos regalaba un tamal o me daban un juguete sin recibir a cambio más que palabras de agradecimiento. Por eso, a pesar de todo, amo a la gente de este país.
―Hará unos ocho años se conoció un documento que llaman el Archivo Militar. Contiene las fotos de cientos de personas, que desparecieron en aquellos tiempos, con información de su supuesta militancia en la insurgencia, la fecha de su captura y su posterior destino. La ficha de papá indica que fue “300” el 29 de junio de 1984. Se llegó a establecer que ese 300 significaba que la víctima había sido ejecutada en esa fecha. Fue un golpe mortal a las esperanzas de mi madre. Al confirmar que él no regresaría con vida, lo único que ansiaba era tener un lugar al que llevarle flores para su cumpleaños. Decía que mientras tanto, ninguno de los dos descansaría en paz. El cáncer no le permitió consumar la tarea, pero yo recogí el estandarte.
―Hace un par de años, la Fundación de Antropología Forense creó un banco de datos de ADN de familiares de desaparecidos. La idea era que ellos tuvieran material contra el que comparar el de los restos que iban encontrando. Este septiembre me llamaron. Las pruebas demostraban, con un 99.997% de seguridad, que habían identificado a mi padre en los que fueron desenterrados dónde estuvo ubicada una base militar en el altiplano. Encontraron los de dos personas en esa fosa clandestina, los dos eran estudiantes universitarios y ambos aparecían en el Archivo con la misma fecha de “300”.
―Al otro compañero la familia lo enterró. En el caso de papá decidí que lo conserven en una urna, junto con la foto de su juventud, la página del Archivo que resume, en cuatro líneas, nuestro calvario de toda una vida y las fotos del sitio en dónde lo localizaron. No creí que fuera justo regresarlo a la tierra y sepultar su historia. La evidencia es contundente. El círculo se cerró, sabemos quienes lo torturaron hasta morir y que tuvieron la desfachatez de enterrarlo en el sitio dónde le arrebataron la vida. Mi padre era un poeta y un soñador, el aspiraba a que todos tuviéramos oportunidades de superarnos, nunca tomó un arma. Su arma era una pluma, por eso le arrebataron la vida. Mi regalo de Navidad, a aquellos que me privaron de sus abrazos en estos días, es el perdón. No creo en la venganza, pero deseo inmortalizar su sacrificio. Tal vez así cobremos conciencia de lo que realmente significa amar y que la felicidad no está en fiestas o regalos, consiste en valorar todo aquello que con dinero no se puede comprar.
martes, 15 de noviembre de 2011
La Reina de la Noche
Una lluviosa tarde de finales de agosto el Flaco estaba de turno, cuando le avisaron que tenía una llamada. Era el Caite, un vecino de la infancia.
―A la puta vos, cómo me costó encontrarte. Disculpá que te llame al trabajo. Sólo quería contarte que tu vieja ya pasó a mejor vida. La están velando en Funeraria López, la que queda al costado del Hospital General. Lo siento mucho mai frend.
El Flaco se quedó de una pieza. El Caite ya había colgado pero él seguía con el auricular pegado al oído, escuchando. Escuchando los latidos acelerados de su corazón. Un torrente de remordimientos aplastaba su pecho impidiéndole respirar. Siempre había considerado a su madre como un estorbo a su estilo de vivir pero ahora, que se había marchado, le invadía una inmensa soledad. Soledad que amenazaba con devorarle, como esos agujeros negros que deambulan por el espacio.
Apenas salió del trabajo echó a andar por las mojadas aceras del viejo centro. Observó a los mendigos, preparando sus lechos de cartones en los pórticos abandonados de aquellos lujosos almacenes que, con el ocaso de la zona, habían migrado a otras más seguras. En cada esquina se veían seductores cuerpos, enfundados en diminutos vestidos de vivos colores, que semejaban exóticas flores nocturnas brotando en ramilletes en la penumbra. La Güera no estaba entre ellos.
―Tal vez está ocupada ―razonó.
―No en balde la conocen como la reina de la noche.
Vagó sin rumbo por horas, finalmente sus pasos le llevaron frente a Funeraria López. El “Consuelo Piedrasanta”, escrito en la hoja de papel pegada a la puerta, confirmaba que adentro estaba su vieja, o lo que la enfermedad hubiera dejado de ella. Se sentó en la acera a esperar. A esperar que el valor regresara a su cuerpo y le brindara su apoyo para entrar. Dieron las once, las doce de la noche… la una de la mañana. La lluvia regresó. El valor no llegaba.
Con el paso del tiempo otra angustia comenzó a inquietarle. Ya tenía dos amonestaciones por llegar tarde, una más y lo echarían del trabajo; su pareja no tenía ingreso fijo y no podía darse ese lujo. Con un profundo suspiro se sacudió como perro callejero luego que lo empapan con una cubeta de agua y se perdió con pasos vacilantes entre la bruma.
Abrió la puerta del cuarto. Su pareja descansaba en la cama y ni se movió. Se tendió con cuidado al lado de la Güera, admirando esas curvas y protuberancias que tan inconfesables placeres le habían proporcionado.
jueves, 27 de octubre de 2011
Testigo Protegido
―Guatemalteco, de treinta y nueve años, comerciante, digamos que casado.
―Sí. Estoy rindiendo esta declaración por mi propia voluntad aunque hasta la saciedad seguiré insistiendo que no estoy ni estuve involucrado en el asunto, yo no me meto con nadie, respeto lo que otros hacen con sus vidas y exijo el mismo respeto. Esa noche estaba solo en la casa. Hace rato que mi mujer y yo no convivimos como un matrimonio normal, todo por culpa de ese maldito que la tiene loca. Les suplico que borren eso, no tiene nada que ver con mi declaración.
― ¿Continuamos? Esa noche, como de costumbre, estaba borracho. Juro que pensé que esos gritos eran fruto de mi imaginación por eso no me asomé a ver qué pasaba.
―Ahora que lo preguntan, sí. Me pareció curioso que llegara ese carro de madrugada y que lo entraran al garaje. También que en los días siguientes sacaran algunos muebles.
―No. A la señora no la había visto en semanas. Ella se relacionaba poco con los vecinos. Si salía a caminar por las mañanas nunca lo noté.
―Mi relación con el esposo siempre fue fría. El tipo es un prepotente. Una vez me armó un gran escándalo porque los carros de unos amigos se parquearon enfrente de su casa. Ni siquiera estaban tapándole la entrada, pero estaba histérico porque decía que nadie podía usar su acera.
― ¿Cómo voy a saber si tenían problemas? Dígame usted ¿qué pareja no los tiene? Si yo tuviera las agallas ya hubiera arreglado lo del tipo que anda con mi mujer por humillarme de esa manera. Pero no soy de esos que solucionan las cosas con violencia, yo evito los problemas y acepto lo que está destinado para mí. Por favor, de nuevo necesito que borren lo anterior.
―Por desgracia me tocó vivir enfrente y terminar involucrado en un lío que no es mío. Suficientes problemas tengo para estar cargando con los de otros.
― ¿Eso es todo? Bueno. Entiendo que no tendré que comparecer ante el juez y que tampoco se mencionará mi nombre. Ese fue el trato.
―Gracias a ustedes. Que pasen un buen día.
―Espero que hayan grabado todo. Vuelvan a retroceder la cinta ¿Se dan cuenta de las pausas y el tono de voz? ¿Observaron cómo le cambiaba la mirada y le temblaban las manos cuando mencionaba el problema que tiene con su esposa? El tipo se preparó para venir con nosotros, pero por momentos el subconsciente lo traicionó. No creo que su declaración nos sirva, pero tengo el presentimiento que si no actuamos, pronto tendremos otro caso que resolver. Este tipo está tramando algo. Yo no me tragué esa actitud de resignación, ni su versión de la borrachera, es un lobo disfrazado de oveja. Quiere quedar fuera de este asunto para seguir con su plan. Domínguez, asigná a un investigador. No me perdonaría que a ella le pasara algo y que nosotros nos quedáramos de brazos cruzados. Rara vez se nos presenta la oportunidad de prevenir un crimen, no la dejemos escapar.
―Vos Ramiro, como cuate te aconsejo algo. No nos metamos en lo que no nos incumbe. Con franqueza voy a decirte algo, siento que estás obsesionado con el asunto y estás viendo micos aparejados por todos lados. Estoy de acuerdo con vos, el testimonio de este imbécil no nos sirve de nada, pero de eso a que él también quiera matar a su mujer, hay un mundo de distancia. Yo hago lo que vos mandés, para eso sos el jefe, pero como están las cosas acá, siento que tus premoniciones nos pueden costar el chance. Acordate que tu mujer está embarazada y vos te has dado demasiado color aquí, si te echan, va a ser bien difícil que consigás chance.
―Tenés razón. Este asunto me está volviendo loco. Gracias vos, no nos metamos en lo que no nos importa. Borren de la cinta todas las alusiones que hizo el testigo sobre su vida personal y al que abra la boca, ya sabe que se las verá conmigo. ¿Ya vieron qué hora es? Tomemos un breik. Los invito a Pollo Campero.
Nadie notó que la grabadora había seguido funcionando.
martes, 18 de octubre de 2011
Mal Sueño
Qué sensación más extraña. Ignoro si estoy dormido o despierto. Apenas reconozco mi barrio, pareciera que un tsunami lo hubiera arrasado. Claro que es una exageración porque estamos alejados del mar. Me cruzo con algunos vecinos pero me ignoran. Caminan ensimismados, con la mirada perdida, como si fueran zombis.
Me faltaba mucho para llegar a casa y subí a un tuc-tuc. Estas motocicletas, a las que se le ha adaptado un asiento doble atrás para llevar pasajeros, son la bendición de los pobres como yo. El piloto ni me preguntó a dónde ir, pareció leerme el pensamiento y comenzó a rodear el cerro.
Conforme nos acercábamos, sentí una inexplicable angustia, tanta que deseaba lanzarme del vehículo, pero un sentimiento extraño me retuvo dentro. El lodo era tan abundante que apenas permitía que avanzáramos, hasta que nos detuvo.
Al fondo observé varios carros de bomberos y mucha gente aglomerada. En donde estaba mi casa se veía un enorme promontorio de piedras y pedazos de árboles. Aún no salía de mi asombro cuando alguien gritó:
― ¡Ayuda! Encontramos a otro.
Muchos corrieron y cavaron afanosamente con improvisadas palas. Yo me acerqué a observar, en ese momento vi a mi esposa llorando, pero había tanta gente que no pude acercarme. Al cabo de unos minutos, sacaron mi cuerpo del fango.
jueves, 29 de septiembre de 2011
La Aventura de mi Madre Pirata
¡Qué difícil es no sucumbir a la piratería! Con el correr de los años, se ha vuelto parte de nuestra vida. Esa tentación es tan irresistible, como la de nuestros primeros antepasados cuando la serpiente les contaba todos los beneficios de comer el fruto prohibido. Ahora podemos disfrutar de música o películas a una fracción de su precio normal, ya no digamos de relojes, camisas de marca o cualquier otro producto que como resultado de su popularidad, se haya ganado el privilegio de ser clonado.
El consumidor sabe que al comprar un producto pirata, se corre el riesgo de no tener la misma calidad que uno original. Sin embargo, en este falso mundo de apariencias, en dónde vales por lo que tienes y no por lo que eres, a pocos importa. ¿Es mejor comprar algo original o la copia pirateada? No quiero que nos sumerjamos en dilemas éticos o legales, tampoco pretendo convencerlos de mi punto de vista. Sólo déjenme que les cuente lo que sucedió medio siglo atrás…
Cuando mi hermano menor nació, por razones que jamás supe, a mamá la despidieron de su trabajo como dependiente en una zapatería. Con el dinero de su indemnización abrió un almacén en la parte de la casa que daba a la primera avenida. En un arranque de inspiración o proyectando un deseo, le puso “Esperanza”.
Era un espacio que en menos de tres metros de ancho, acomodaba un mostrador y una pequeña estantería de madera. Algunas de las despensas Eben Ezer, que ahora abundan, son más ostentosas que nuestro “Esperanza”.
El lugar quedaba en la ruta de acceso al Hospital General y nuestra mercadería servía a quienes visitaban a los recluidos allí: ropa interior “para damas, caballeros y niños” como un poco inspirado pintor plasmó en la pared de la calle, cepillos y pasta de dientes, perfumes, cremas de manos y cuerpo, medias, algunos cosméticos, etc.
Aún no me explico cómo logramos sobrevivir vendiendo eso por casi cuatro años, lo que duró la aventura antes que una inesperada incursión de los ladrones nos precipitara a la bancarrota. Recuerdo que las ventas diarias no pasaban de diez quetzales y muchas veces mamá me enviaba corriendo hasta la séptima avenida a depositarlos íntegros para cubrir un cheque sin fondos que había girado para cancelar facturas vencidas.
Varios años de mi niñez los pasé sentado detrás del mostrador, haciendo mis tareas o leyendo revistas usadas que caían en mis manos, clavando constantemente la mirada en la puerta, mientras le rogaba a Dios que nos enviara a un cliente para que tuviéramos qué comer al día siguiente.
Un día apareció un muchacho que en su mochila llevaba varias latas de crema Nivea. Ignoro qué cuento le metió, el caso es que mamá las compró porque parecían una buena oferta. Unos días después apareció una pareja muy molesta, exigiendo hablar con ella. La muchacha tenía la cara llena de pústulas. ¡Habían sido nuestros primeros clientes de las famosas cremas! Sólo Dios sabe que le habían puesto a esas latas, que en apariencia se veían legítimas.
Luego de muchas súplicas salpicadas por copiosas lágrimas, mi mamá logró calmarlos, y el joven desistió de denunciarla a la policía. Eso sí, tuvimos que devolverles su dinero y tiramos las latas no vendidas.
Pasamos varios días llenos de sobresaltos porque habíamos vendido cuatro latas, nunca supimos que pasó con los otros tres clientes, incluso ahora, cada vez que veo a una anciana con la cara lacerada, me le quedo viendo fijamente en un vano intento de identificar si se trata de alguna de esas clientas estafadas.
Hay momentos que jamás olvido. Al escribir esto, rememoro a mi madre llorando desconsoladamente por el timo que nos hicieron y cada vez que me ofrecen algo pirata, recuerdo la angustia que pasamos en aquellos lejanos días, cuando la vida nos trataba duramente.
martes, 13 de septiembre de 2011
Cadena de Secretos
I
Me crié en un entorno donde los secretos eran parte de la vida. Habían acompañado al abuelo Eduardo siempre y en el caso de papá había otras razones para mantener algunas partes de su vida ocultas.
La existencia del abuelo Eduardo estaba plagada de leyendas. Desde sus humildes inicios trabajando en una plantación propiedad de la United Fruit, su incorporación al grupo que nos liberó de los comunistas a mediados del siglo pasado, las inmensas propiedades que adquirió aprovechando las conexiones que hizo con la gente de la liberación, su casamiento con la hija de un poderoso hacendado, su prematura viudez cuando mi padre nació, su devoción por ese hijo que lo llevó a renunciar a rehacer su vida amorosa, hasta el infortunado accidente del techo que cobró la vida de mi padre y lo dejó a él paralítico.
Todo el mundo le llamaba mayor Solares aunque nunca fue militar, el grado se lo otorgó el gobierno de la liberación por haber colaborado al derrocamiento de Árbenz. De humilde cosechador de banano pasó a ser un respetado terrateniente por cuya casa desfilaban empresarios, militares y políticos. Desde esa época nació la idea de que su hijo David, mi padre, podría ser presidente del país, ya que ese grupo manejaba los hilos de la política del país a su antojo y definía la sucesión en el mando en un plan que abarcaba más de medio siglo.
Esa posibilidad se convirtió en la obsesión del abuelo Eduardo. Imagino que lo veía como la culminación de una vida plagada de éxitos, sin embargo había un requisito no escrito para convertir el sueño en realidad, que papá se graduara en la academia militar. El rechazo de mi padre a la idea, ocasionó frecuentes choques entre ellos. Ante la presión de su padre, él se refugió en la casa de sus abuelos maternos. Sin embargo pudieron más las influencias del abuelo Eduardo.
La estadía de mi padre la academia militar duró hasta que la dirección se enteró que Ana Lucía, mi madre había quedado embarazada. Las influencias del abuelo tenían un límite y prevaleció la aplicación del reglamento. En una cosa concordaron los padres de ella y el abuelo, no era conveniente obligar a los jóvenes a que se casaran. De manera que, sin interrumpir totalmente la relación, cada uno continuó viviendo en su casa.
El día que marcó las vidas de mi familia había llovido mucho. Dicen que mi padre acostumbraba subir al tejado de la casa familiar con la justificación que deseaba ponerse en contacto con el universo. Ellos vivían en una imponente edificación de dos pisos que semejaba ser un castillo de la edad media. El abuelo subió a buscarlo y resbaló debido a la humedad de las tejas. Papá trató de rescatarlo pero no pudo sostenerlo. Al caer se fracturó el cráneo y murió de manera instantánea. El abuelo cayó de espaldas y se rompió la espalda.
Faltaban tres meses para que yo naciera.
A partir de ese día el abuelo Eduardo se apartó del mundo, envejeció siguiendo la misma rutina diaria. La servidumbre lo sacaba a tomar el sol en su silla de ruedas, bien abrigado para prevenir que se enfermara. A cada hora le llevaban una bebida caliente mientras él no hablaba con nadie y se pasaba el día con la mirada perdida hasta que el sueño lo rendía y lo llevaban de vuelta a su dormitorio.
II
Mi relación con abuelo Eduardo fue escasa porque crecí con la familia de mi madre. La gente comentaba el sorprendente parecido que tenía con mi padre, y no sólo era lo físico, a mí tampoco me atraía la milicia. Me llamaban el filósofo porque me atraía la reflexión, encontrarle el sentido a la vida.
Tenía quince años cuando mi madre partió a reunirse con papá y sentí un irresistible llamado de hacerme sacerdote. Mis abuelos maternos respetaron la decisión. Al abuelo Eduardo ni le consulté y casi muere del susto la primera vez que llegué a visitarle vistiendo el hábito. Me miró con el semblante endurecido y se negó a que le diera el acostumbrado beso en la frente, de pronto escondió el rostro entre las manos y rompió a llorar.
―Quiero que se marche. Lo que hizo destruyó la última ilusión que me quedaba.
Pasaron cinco años. Acababa de oficiar misa en la capilla de la cárcel cuando me pidieron que fuera a la casa del abuelo Eduardo ya que reclamaba mi presencia. Al llegar, la mirada de los médicos me dijo más que cualquier palabra, era evidente que sólo esperaban un desenlace fatal.
El abuelo estaba irreconocible. El cáncer lo había devorado hasta que el punto que parecía un costal de huesos recubiertos por una piel apergaminada. De su cuerpo exhalaba un insoportable olor a podredumbre. Al agacharme para darle el beso en la frente me dijo con una voz que sorprendía por su firmeza.
―Pida que nos dejen solos, necesito confesarme.
Cuando todos se retiraron, me senté a la orilla de la cama y le tomé una mano.
III
La alegría por el nacimiento de su padre se vio empañada por la muerte de mi amada. Ese día maldije a ese Dios, que tan ingrato se había portado siempre conmigo y se cobraba con creces cualquier mísera satisfacción que me daba.
Cuando los amigos me propusieron que trabajáramos en el proyecto para que David fuera elegido para la presidencia, lo convertí en la meta de mi vida. Qué lejano estaba que el imbécil fuera tan irresponsable de no controlar el llamado de las hormonas e hiciera mierda el plan que habíamos trazado. No concebía cómo, alguien que llevaba mi sangre me pagara así los sacrificios que había hecho por él. Incluso llegué a preguntarme si realmente él sería mi hijo.
En una tensa reunión celebrada en la oficina del presidente de la cervecería tuve que tragarme la humillación de recibir los reclamos de mis amigos por no haber podido controlarlo. Al salir de allí la sangre me hervía y no hallaba la hora de encarar a tu padre. Recuerdo que había llovido mucho y la servidumbre me dijo que estaba en el techo. Lo encontré sentado cerca de la chimenea, fumando esa yerba que estaba de moda entre los jóvenes y escuchando una endemoniada música que alteraba los sentidos.
Sin mediar palabra comencé a abofetearlo. El ataque lo tomó por sorpresa y retrocedió. En ese momento se resbaló. Me quedé observando cómo era tragado por las tinieblas, por un instante pensé que tal vez era mejor así. Reaccioné cuando escuché el golpe seco de su cuerpo al estrellarse en el jardín, pero ya era tarde. Todo comenzó a girar a mi alrededor, las piernas me temblaban, busqué a tientas un lugar en dónde apoyarme y tú ya sabes el resto.
No me mires así. Necesitaba hacer esta confesión contigo. Suficiente he sufrido en esta vida como para irme a recibir un castigo eterno. No sólo eres mi nieto, eres un ministro de Dios, estás obligado a guardar silencio y a darme la absolución. ¿Qué esperas? Apúrate, has tu trabajo, di qué quieres que rece para que se salve mi alma.
IV
Hay momentos que ponen a prueba nuestra condición humana. El más difícil que he pasado fue cuando escuché la confesión del abuelo. No es cierto que la verdad te haga libre, al contrario, estoy convencido que con malvada premeditación decidió depositar la carga emocional de esa cadena de secretos en mí.
Tuve en mis manos su salvación, o condena eterna, y tomé la decisión que consideré correcta. Nadie sospechó lo qué sucedió. Era obvio que los que estaban allí pensaban que, cuando me encerré con él en la habitación, ya estaba en sus últimos momentos.
miércoles, 7 de septiembre de 2011
Frustrante Venganza
Ya viene de nuevo. No alcanzo a verlo pero siento cómo el aire se enrarece conforme se va acercando. Puedo imaginar la sonrisa maligna dibujada en esa cara que conozco de memoria. Estoy seguro que, como de costumbre, viene dispuesto a atormentarme.
Siempre lo hace de la misma manera. Luego que su padre termina, espera que las luces se apaguen para asomarse y cambia la escena. Yo permanezco inmóvil, pegado al papel, incapacitado de hacer nada.
Hoy su padre me dibujó pescando en una ensenada, sentado sobre una piedra y con los pies hundidos en el agua. Se esmeró mucho con el fondo que le quedó espectacular: el mar y el cielo se funden en una magistral combinación de tonos celestes. Estoy seguro que al verlo se conmoverán como si estuvieran frente a una preciada obra de arte de algún museo y no viendo la caricatura que a diario publican en la Prensa.
El desgraciado no se conformó con borrarme los pies, también dibujó unas mandíbulas aferradas a mis muñones, que ahora están sumergidos en un torbellino de sangre. No me cambió el gesto de la cara y la escena choca por grotesca pues sigo reflejando tranquilidad aunque me están devorando vivo.
No aguanto más y no es dolor, afortunadamente ignoro qué es eso. Es la humillación de estar en manos de estos seres que me usan en sus perversos juegos de cada día.
Dos días después la Prensa publica la noticia.
La policía informó que José Zacarías de 17 años, hijo de Anonymus nuestro caricaturista, fue hallado muerto la mañana de ayer en el taller de su padre. El joven Zacarías tenía ambas piernas cercenadas. “Parecía que un animal se las había arrancado” explicó una fuente que pidió no ser identificada. La imagen de Pirulo, el conocido muñeco que Anonymus usa en sus trabajos, estaba atravesada en el lápiz que el occiso tenía ensartado en uno de los ojos y que le causó la muerte de manera instantánea al perforarle el cerebro.
Las autoridades se encuentran sorprendidas por las extrañas circunstancias del crimen ya que el lugar estaba cerrado por dentro y no se encontraron señales de que alguna puerta o ventana hubiera sido violentada. Anonymus indicó que no ha recibido amenazas, aunque se sospecha que esta acción pudo haber sido una venganza de alguien que se haya sentido aludido por alguno de los sarcásticos señalamientos que caracterizan su trabajo. El Ministerio Público recabó evidencias en la escena del crimen y ha iniciado las investigaciones en busca de los responsables.
Anonymus declaró que con la muerte de su hijo ha perdido la inspiración. Invitamos a nuestros lectores a apreciar por última vez a su personaje, Pirulo, que ha sido testigo de los grandes momentos en la historia contemporánea de nuestro país, en la página 24 de esta edición y en www.laprensadiaria.com.
Miren lo que son las cosas. ¿Cómo se le pudo ocurrir este disparate de emular a la Piedad? Ahora quedaré inmortalizado como una ridícula travestida, observando con tristeza al imbécil de José que yace en mi regazo.
viernes, 2 de septiembre de 2011
Divagaciones teológicas de media noche
Desde pequeño me han fascinado las historias bíblicas. Al principio las creía sin cuestionarlas, con el paso del tiempo comencé a preguntarme qué habría de cierto en ellas o si, como decimos en buen chapín, en el asunto existía “gato encerrado”. A pesar de todo lo que he estudiado, se me hace difícil comprender cómo dios se dejaba llevar por esos arranques de cólera, parecidos a los de mi difunto abuelo, en los que arrasaba con lo que encontrara a su paso. Vale la pena aclarar que mi abuelo era pintor y varias veces lo vi agarrar un viejo cuchillo para destrozar algún lienzo al que le había dedicado incontables horas de creación, sólo porque no le complacía el resultado; pero mi abuelo era falible como cualquier ser humano y su cuadro no era un ser vivo…
Es apasionante analizar, sin prejuicios ni fanatismos, la personalidad -si el término le aplica- del que humildemente se describe como “Yo soy quien soy” y que en el fondo es un dios rencoroso, vengativo, con una insaciable sed de sangre y una autoestima tan baja que requiere constantes pruebas de adoración que rayan lo estúpido, o que acepte imperturbable la libidinosidad de sus mensajeros que bajaban a la tierra a “conocer” doncellas sin que a él le pareciera incorrecto… Mejor paro, no quiero que me caiga un rayo. Me ha costado mucho rehacer mi vida y nunca se sabe si ese viejo loco estará escuchando.
Por fin estoy llegando a la razón de hacer estas reflexiones: es el conocido caso de Adán, Eva, la serpiente y el fruto prohibido. Seamos sinceros, Adán y Eva eran un par de huevones nudistas, sin nada más que hacer que ver al cielo esperando que se apareciera el jefe para conversar con ellos en un lenguaje tan elevado, que no entendían ni jota. En su inocencia ni siquiera se les había ocurrido experimentar con el sexo. Sus necesidades básicas, esencialmente comer y dormir, estaban satisfechas. Obviamente eran vegetarianos porque allí convivían en armonía con todos los animales sin que hubiera comenzado el derramamiento de sangre, Yahve sólo les había impuesto una limitación, que no debían comer los frutos de los árboles del conocimiento y de la vida, y por la mente de ellos jamás cruzó la idea de desobedecerle.
Entra en escena la serpiente quien, con astucia, induce a Eva a probar el famoso fruto. La convence que es una especie de pase para que ella y su compañero sean como dioses. Era una oferta tentadora porque supongo que Adán se pasaba de lo más aburrido: sin sexo, televisión, deportes o amigos con quien irse de farra y todavía faltaba bastante historia para que Noé descubriera el vino. Ella, sin lugares a dónde ir de viaje o de shopping, ha de haber pensado
―Más aburrido que esto no puede ser, así que probemos.
Hagamos una pausa. Si esta fuera una película y como tenemos a Eva totalmente desnuda extendiendo su mano hacia el fruto del árbol, dejaríamos la imagen ligeramente desvanecida por si hubiera menores viéndola. Ella está a punto de precipitar a todos los humanos, al menos se dice así en este rollo, al abismo del pecado original. ¿Se han preguntado en dónde estaba dios? Una bucólica opción es que estaba deshojando una margarita diciendo: ―lo hacen, no lo hacen. Ahora bien, si es tan pilas como los doctos en estos temas afirman, debió saber desde el principio que la mujer nos iba a meter en este lío. Si no lo sabía, entonces nos están viendo cara de pendejos con eso de que él todo lo ve y todo lo sabe. En el texto no fue Adán el que nos involucró en esto, si nos atenemos a la tradición, es palabra de dios, entonces dios fue el primer machista del universo y condenó a las mujeres a la sumisión eterna. Tal vez por eso hay tantas feministas ateas.
Reiniciemos la escena que habíamos dejado en suspenso. Ellos se comieron el fruto, por cierto son cuentos eso que haya sido una manzana, esa es una invención de un pintor de la edad media, y de pronto comenzaron a percibir las cosas de manera diferente. Si Adán era un macho hecho y derecho, más derecho se ha de haber puesto, en este momento ha de haber pensado que dios se había rayado porque su mujer era la más bella del mundo. Por favor no lo juzguen, este pensamiento era en homenaje a Eva. Obviemos que, aunque no hubiera sido muy agraciada, era el único ser bípedo e implume que rondaba por allí, y por favor déjenme con el Adán y Eva de los cuadros del renacimiento, no me hagan pensar en las hembras del planeta de los simios porque se arruina la fantasía.
La biblia dice que, horrorizados al verse desnudos, huyeron a esconderse, ¿se creen ese cuento? Se escondieron para seguir descubriendo esos placeres que su padre celestial les había negado. El viejo mañoso, que todo lo ve, ha de haberse escondido tras las copas de los árboles para presenciar con deleite la primera cópula humana, y si nos tomamos una libertad literaria, ha de haber envidiado a su semejante Zeus, quien en el futuro no se perdería oportunidad para “conocer” a las humanas.
La historia continúa con la expulsión del paraíso, la condena a ganarnos el pan con el sudor de la frente y que Eva y sus descendientes parirían a los hijos con sufrimiento ¿por qué él les habló de parir? Eso confirma que el pícaro dios algo vio. Hasta la pobre serpiente recibió su parte y a partir de ese momento ya sólo pudo arrastrarse por la tierra.
Ahora viene lo bueno. ¿No sería que dios tenía todo “fríamente calculado”? No tiene sentido que dejara a Adán y Eva, castamente encerrados en el paraíso para siempre. Dios, a partir del séptimo día, se tomó un early retirement, como se dice ahora, pero alguien tenía que hacer el trabajo duro. Fuera del paraíso había que poner a producir la tierra y para eso lo mejor que tenía era a este par de haraganes, pero tenía que buscar una excusa para justificar el enviarlos a ocuparse de completar su obra, así que se aprovechó de su inocencia en el incidente del fruto y usó como excusa la desobediencia a las órdenes que había impartido. ¿En dónde quedaba el libre albedrío? Dios, como haría cualquier buen político, ofreció algo que nunca cumplió. Los griegos, que lo entendieron así, armaron tremendas telenovelas -aunque aún no se llamaban de esa manera- en donde los pobres seres humanos eran víctimas del "destino", un nombre apropiado para denominar los desvaríos del desalmado titiritero.
Para él era negocio redondo. Si nos reproducíamos el tendría más admiradores, le harían más sacrificios y habrían más especímenes que eliminar cuando la agarraran las rabietas. Si ellos no hubieran sido expulsados ¿de qué viviríamos la gente como yo? Solo había un pero, él con un inmenso decoro no se había atrevido a tener con los chicos la que luego se convirtió en famosa conversación de los pájaros y las abejas. Sin embargo no tuvo qué preocuparse, siempre aparece alguna serpiente dispuesta a hacer el trabajo sucio.
Siglos después apareció un tal Agustín, chavo nada tonto porque se la dio en grande durante su juventud, no se rían por favor, a muchos nos ha sucedido, y luego tal vez a consecuencia de algún amor no correspondido o algún virusino que le pegó una damisela de poca higiene, decidió renunciar a los placeres carnales, se inventó esto del pecado original y proclamó que el sexo sólo era permitido para procrear. Una proyección dirían mis amigos sicólogos. En su inspiración concluyó que el hijo de carpintero nacido en Belén, era el dios reencarnado que había venido a salvarnos del pecado primigenio. Lo curioso del caso es que quien realmente se inventó al Jesús que actualmente veneramos fue Pablo, un misógino rechazado más, pero eso será materia de otra reunión, si no los he aburrido demasiado y me vuelven a invitar.
¿Ya vieron que tarde es? Les agradezco la invitación. Les ruego me disculpen, debo decir misa mañana temprano y estoy algo mareado. Prométanme que esto quedará entre nosotros o se cagarán en mi carrera, porque tengo el presentimiento que voy en camino de llegar a obispo. Hasta la próxima muchá, por favor avísenme cuando la promoción se reúna de nuevo.
Al escuchar que se cerraba la puerta los que aún estaban despiertos se miraron sorprendidos.
―Qué rollo el de Eduardo, si el montón de mulas que lo van a oír cada domingo supieran lo que en realidad piensa.
Ocurrió cerca del Colegio Americano
El camión se estacionó a dos cuadras del objetivo. Era la parte alta de la calle, desde donde se tenía un panorama completo del área. El obeso Santana, en uniforme de combate y bañado en sudor, consultó su reloj.
― ¿Estás listo? Mirá para allá.
El ronroneo de dos helicópteros de combate, volando en dirección a la casa, rompía la quietud de la mañana. Decenas de soldados surgían de las calles aledañas y rodeaban los accesos. El sonido inconfundible de las orugas de un tanque se escuchaba en la esquina opuesta.
Un altavoz reprodujo la voz del mayor Pérez.
―Señores, están rodeados. Ríndanse y salgan con las manos en alto porque no tienen posibilidad de escapar.
Desde las ventanas de la casa respondieron con ráfagas de ametralladora.
Los soldados intentaron un primer asalto pero fueron rechazados. Rodrigo escuchó que Pérez vociferaba por la radio.
―¡Mierda Santana! ¿Y no que no habría resistencia? Ya perdimos cuatro efectivos. La prensa está cubriendo el evento. Eso no nos conviene.
―Tiene razón mi mayor. Por favor tenga un poco de paciencia. Recuerde que los queremos vivos para sacarles información.
― ¡Cinco minutos! Si en cinco minutos esos malditos no se han rendido, ordenaré que bombardeen la casa.
Al transcurrir el tiempo fijado, el estruendo del cañón del tanque hizo brincar a Rodrigo. Casi de inmediato el muro que rodeaba la casa comenzó a desmoronarse. El siguiente disparo voló la fachada. Con el tercero, el fuego de los defensores cesó. Los soldados corrieron a la edificación que, a punto de derrumbarse, estaba cubierta por una nube de polvo. Los helicópteros concentraron sus disparos en la arboleda de atrás.
Santana se cubrió el rostro con una gorra de lana y le pasó otra a Rodrigo.
―Vení. Tenés que ratificarnos la identidad de Bernardo.
Subieron por los escombros hasta llegar a una losa resquebrajada y manchada de sangre, era lo único que quedaba de la terraza. Dos cadáveres estaban tirados allí. El orificio de bala en la sien, del que salía un hilillo de sangre, no había dañado la belleza en el rostro de esa mujer rubia que varias veces le había hecho perder los sentidos. En una de sus manos, que parecían talladas en marfil, asía el arma con la que se había arrebatado la vida, la otra tomaba la de de un hombre fornido, de espesa barba, al que un cañonazo había arrancado las piernas y cuya mirada había quedado fija en el firmamento.
En el rostro de Rodrigo se dibujó una sonrisa de satisfacción que disimuló debajo de la máscara: Por fin se había vengado de ese desgraciado que le había hecho la vida imposible. Con los ojos fijos en Santana afirmó con la cabeza. Al salir observó cómo varios soldados golpeaban con las culatas de sus armas a un sobreviviente del asalto.
― ¡Andrés! ―gritó sin poder evitarlo. El muchacho levantó el rostro ensangrentado, pero no logró identificar, en el individuo delgado cubierto con una máscara de lana negra, al traidor que los había denunciado al enemigo.
Tres décadas después, Rodrigo seguía recordando ese día cada vez que observaba la cara del otrora mayor Pérez, ofreciendo solucionar los problemas del país con su mano empuñada cubierta en sangre.
sábado, 20 de agosto de 2011
Sicodelia
Vagaba por el bosque siguiendo el inconfundible sonido de un manantial. Llegué al sitio donde brotaba el agua y me entregué al embeleso de observar cómo se depositaba en una poza con una exótica tonalidad esmeralda. Me sumergí hasta la cintura en ella y experimenté una extraña sensación. El agua estaba tibia. En cuestión de segundos los engranajes de mi cerebro se conectaron y brinqué de la cama.
― ¡Maldición! Me volvió a suceder murmuré con enojo mientras corría al baño.
Al traspasar la puerta y encender la luz, no esperaba encontrar a nadie, menos en esta incómoda situación. Me pareció que a ella le sucedió lo mismo, porque se quedó de una pieza. La sincronía había sido tan perfecta que la había pillado en el único lugar en donde no tenía una ruta de escape.
Di un paso hacia adelante y ella tensó las patas. También percibí una ligera vibración en sus antenas. Volteé la cabeza hacia todos lados buscando un arma, pero no localicé nada cerca. Bajé las manos en señal de impotencia, nos encontrábamos en un ridículo empate. Lo único que se me ocurrió fue encararla.
― ¿Qué hacías acá bicho inmundo?
Casi caigo de espaldas cuando escuché su aguda voz.
― ¿Cómo tienes el descaro de presentarte en esas fachas y llamarme inmunda? Ya estás grandecito para seguir orinándote en los pantalones. No me extraña, apuesto que desde pequeño has sido un irresponsable. ¿Te has visto en un espejo? Luces tan descuidado que ninguna muchacha decente te haría caso.
Estaba seguro que no era un sueño. El frío que trasmitían los pantalones empapados era demasiado real. El animal sabía que había hecho la jugada correcta. Ahora era yo el acorralado.
Esos reclamos me recordaban tanto a mi madre que, sin pensarlo dos veces, alcé el pie desnudo y lo dejé caer sobre ella. Sentí como se impregnaba con la sustancia viscosa que brotó de la cucaracha aplastada. El espejo me devolvió la imagen de una bestia peluda, empapada de sangre.
Abrí la llave de la ducha y aguantando el aliento, soporté el impacto del agua helada. Pase casi media hora restregándome el cuerpo con desesperación, aunque sabía que todo sería en vano.
Regresé a la cama pero no pude volver a dormir. Todo por culpa de aquella mujer, que me atormentaba con sus reclamos y que callé para siempre en otro de mis desdichados arrebatos.
jueves, 18 de agosto de 2011
Síndrome preelectoral
Conforme se acerca el 11 de septiembre me agarra la angustia de no poder aislarme del mundo. Por más que busco atajos para llegar al trabajo y manejo con los ojos fijos en el asfalto, es imposible evitar las docenas de caras que, colgadas de los postes de luz o brotando de las escasas áreas verdes de la ciudad, me invitan a darles mi voto.
No digamos si me toca pasar por el Obelisco o la Plaza España un fin de semana. El otro día no sabía si era mejor dárselo, el voto por supuesto, al grupo de señoras que con desgano agitaban sus banderas verdes llevando tras de ellas una marimba de patojos desnutridos, o a las porristas que con cada salto mostraban sus tanguitas naranjas con una diminuta mano empuñada, justo en donde se unen las piernas. A la fecha aún sigue esa contienda entre conciencia y hormonas.
A mis cincuenta y pico me fascinan las cancioncitas. “No te preocupes mi vida, ya vienen tiempos mejores…” es, para mí, la que se lleva el Grammy electoral chapín. Aunque digan que es el anuncio más cholero, como un día afirmó con sapiencia un letrado profesor de la Marroquín.
También confieso que me encantó la novela de la Doña. Todo el mundo hablaba del tema; que si el amor por la patria era más grande que el que se siente por un hombre, digo… Que nos invadirían hordas de menesterosos para vengarse en caso no la inscribieran; que si ella quedaba como presidenta no hubiera habido necesidad de esperar al 21 de diciembre del 2012 para que esta mierda se acabara; que la Corte no consideró su triste papel de madre soltera con cuatro hijos y le privó su derecho de ganarse la vida. Que ella, cual nueva Evita, era la única a quien le preocupaban los pobres, como su pobre hermana que cada semana mandaba paquetes de dólares a Panamá.
Siendo realista, esta campaña ha demostrado que muchos candidatos tienen una provisión de recursos sin fin para saturarnos con sus fotos y canciones y cómo dicen los gringos, en inglés por supuesto, “no hay almuerzo gratis” ni siquiera en los comedores solidarios. Quien haya puesto la plata, va a exigir un retorno. Algo he aprendido de mis amigos marroquinianos, ¿adivinen quien va a pagar esto?
Al final tenemos una decena de abnegados hombres y mujeres dispuestos a sacrificarse por nuestro bienestar. A menos de un mes del famoso 11 de septiembre, por culpa de toda esta parafernalia de rótulos, anuncios, canciones y tanguitas no tengo idea de quién tendrá un plan concreto para salvarnos, si es que podemos salvarnos.
Porque para mano dura me basta con la de mi jefe; para tener un veterano académico que a los cinco minutos ya olvidó lo que acaba de decir, me bastaba con mi padre, para promesas disparatadas o que me visen mi pasaporte al Paraíso, me basta con Cash Luna, aunque prefiero verlo en la tele para que no me saque el diezmo.
No soporto más esta invasión publicitaria, así que votaré dejándome llevar por mi sexto sentido, aplicando la sabia fórmula del tin-marín. Quien quita que, si en ese justo momento, una de las candidatas me guiña el ojo desde la papeleta, haga brotar el recuerdo de aquella chica que, con cien libras menos y a la vista del lago más bello del mundo, me hizo hombre y muestre mi agradecimiento con una tierna equis sobre su nobeleado rostro.
Sin embargo me aterroriza lo que pasará dentro de cuatro años cuando, más viejo y a causa del Alzheimer, ya ni recuerde por que es importante dirigir la atención hacia el símbolo que lleven las porristas en la tanga, justo en donde se unen sus piernas.
miércoles, 3 de agosto de 2011
6060 AÑOS
Seis mil sesenta años es casi el tiempo que, según los judíos, ha transcurrido desde aquellos fabulosos seis días cuando a “alguien” se le ocurrió la descabellada idea de poblar la tierra con esta especie de mierda. Si fue Abba o Yahvé, que me perdone, no pudo escoger una peor manera de demostrar su inefabilidad.
Porque los humanos hemos, desde siempre, hecho honor a nuestro mítico padre Caín y con una pasión digna de mejor causa, hemos dedicado ímprobos esfuerzos para acabar con nuestros hermanos, en el más aberrante de los casos, argumentando que lo hacemos en nombre del Dios del Amor.
Hemos preferido ponernos una venda en los ojos, caminar con una hipócrita sonrisa en los labios buscando no ensuciarnos los pies con los arroyos de sangre que brotan de los caídos ¡y luego clamamos al cielo reclamando que sus frutos son amargos y escasos!
Las noticias informan que cuatro acusados de la masacre de las Cuatro Erres fueron condenados a seis mil sesenta años de cárcel. Treinta años por cada uno de los doscientos un campesinos masacrados un infame siete de diciembre de mil novecientos ochenta y dos. Veo a algunos asistentes al fallo aplaudiendo y no me alegro.
No me alegro porque ni aunque retrocediéramos el reloj del tiempo hasta ese momento en que nuestro creador decidió insuflarnos la vida “a su imagen y semejanza”, podría corregirse el error de origen. Porque cada vida segada es un lucero menos que resplandece en el camino de nuestra salvación y cada vez son menos los que nos guían hacia allá. Ni siquiera sé si serán suficientes para encontrar la salida o si, como ocurrió con Sísifo, estaremos condenados a vagar eternamente perdidos en este laberinto de terror al que llamamos vida.
Por otro lado me pregunto, ¿fueron Carías y los otros tres condenados los culpables? Se dice que el hecho lo cometieron ochenta asesinos que fueron traídos de otra base con instrucciones específicas de encontrar unas armas que habían sido robadas por la guerrilla. El teniente Carías no tenía ni veinticinco años cuando, ciegamente poseído por la creencia que estaba salvando a la patria, irrigó la tierra con sangre de hombres, mujeres, ancianos y niños cuyo único pecado era ser pobres e indígenas.
Por ser el jefe, quien robó las míseras pertenencias de esa gente, su sentencia será de 6066 años. El triple seis me recuerda la marca de la bestia. Pero ¿quién fue más bestia, el que planeo o el que ejecutó? ¿Quiénes fueron los que, desde su escritorio en el Palacio Nacional o cómodamente refugiados en México, movieron las piezas de este estúpido juego de ajedrez hasta dejar a ese grupo de campesinos a merced de los depredadores?
Ayer la portada de uno de los diarios mostraba al general López Fuentes, en camilla, llegando a los tribunales. Qué lástima me dio. Lástima porque en su terror a comparecer ante nuestro remedo de justicia, no vacila en pisotear su dignidad de soldado y apela a nuestros sentimientos de piedad. Ese pobre ancianito fue el creador del Victoria 82, el plan orquestado para arrasar la tierra de nuestros antepasados. ¿No es una aceptación tácita de culpabilidad el que ahora alegue locura para no ser juzgado? ¿No está reconociendo que estaba en su sano juicio cuando concibió la idea de arrebatar el agua al pez, empleando la táctica de tierra arrasada?
Dos candidatos y sus seguidores niegan que haya habido genocidio. Un vende patria, en su afán por congraciarse con aquellos que le dan de comer, niega que acá hayan muerto cientos de miles de personas. Ante declaraciones tan cínicas me pellizco para confirmar que no estoy soñando. Deseo asegurarme que los testimonios, las fosas, las fotografías y tanta evidencia, que la madre tierra vomita hastiada, no son fantasías creadas por otros, atormentados como yo, para justificar nuestros complejos y mancillar el honor de nuestro glorioso ejército, que gallardamente derramó su sangre en defensa de la democracia y la libertad.
Cuánta razón tenía el poeta cubano que escribió las estrofas originales del himno de esta Guate-la-mala que disfruta devorando a sus hijos: “Tinta en sangre tu hermosa bandera, de mortaja al audaz servirá”. Porque aquí, desde hace muchos siglos, la audacia de pedir justicia y un trato digno se ha pagado con la vida.
Yahvé, ya me cansé de buscarte para que me aclares tantas dudas. Imagino que estás ocupado en temas más importantes, como convencer a los congresistas del Imperio para que amplíen su margen de deuda y así se rescate este maravilloso paraíso en dónde miles mueren a diario de hambre y la fabricación de armas es un jugoso negocio. Por eso busqué consuelo en ti, hoja de papel. Perdóname por mancillar tu pureza con la oscuridad de mis pensamientos.
Hoy dejaré mi casa con el disfraz de siempre. Volveré a ser un engranaje más en ésta maquinaria de indiferencia que me garantiza el sustento… siempre y cuando agache la cabeza, me porte bien y siga calladito.
Amén.
sábado, 16 de julio de 2011
Made in 1968
Los cálculos coincidían, en mil novecientos sesenta y ocho daría inicio el cambio. La juventud en diferentes partes del mundo hizo oír su voz de protesta, las fuerzas represivas arremetieron contra los movimientos con inusitada violencia. La lucha entre el bien y el mal abarcaba todo el globo. Sin embargo, Guate-la-mala parecía estar dentro de una burbuja. Acá la vida seguía igual.
En la penumbra de la sacristía de la Capilla del Calvario, un sacerdote moreno, de ojos rasgados y contextura atlética, se despojaba de sus ornamentos, cuando una lastimera voz interrumpió sus reflexiones.
―Padre Efraín, por favor ayúdeme.
Él aguzó la vista y distinguió a una joven, que a punto de desfallecer, estaba recostada contra el marco de la puerta mientras apretaba un bulto contra su pecho. Sin pérdida de tiempo se le acercó.
―Hija por Dios, siéntate. ¿Quieres un poco de agua? ¿Qué te pasa?
Ella, con palabras entrecortadas por el llanto, le reveló su tragedia.
―Mi esposo nos abandonó... estoy sola y sin un centavo... llevo tres días sin comer... no tengo donde dormir... mi niño... le ruego que se apiade de nosotros...
―¿Cómo te llamas?
―Lucía, padre.
Sin pensarlo dos veces, replicó:
―Acá no podemos ofrecerte mucho. Pero si me ayudas con los oficios de la casa, al menos tendrás techo y comida para ti y el bebé.
En menos de cuarenta días, la demacrada mujer que tocó la puerta de la sacristía, había experimentado una increíble transformación. Lucía irradiaba ahora una inquietante hermosura.
En su afán por mostrarle su agradecimiento, cada tarde preparaba baños de agua caliente con hojas de eucalipto para aliviar la hinchazón de los pies del sacerdote, luego de sus extenuantes caminatas. Efraín se tumbaba en el diván, cerraba los ojos y disfrutaba la energía reparadora que le trasmitían las manos de Lucía.
Sólo un asunto turbaba la armonía entre los dos. Él constantemente le recriminaba su falta de devoción.
― ¿Por qué no asistes a misa? ¿Por qué nunca te veo rezando en la iglesia?
Cuando esto sucedía, ella apartaba la mirada y lo ignoraba.
Con el paso de los meses, con una mezcla de inquietud y temor, él comprendió que su reprimida masculinidad luchaba por manifestarse. Más de una vez, en sus fantasías nocturnas, había sentido cómo iba descubriendo las sinuosidades del voluptuoso cuerpo que yacía en su lecho, que aunque no mostraba la cara, pocas dudas dejaba sobre su identidad. Cuando sucedía eso, él despertaba con una húmeda sensación entre las piernas.
Los baños en los pies se convirtieron en un tormento. Bastaba con que bajara la vista para alimentar sus ansias ante el voluptuoso agasajo que se le ofrecía, apenas cubierto por pronunciados escotes. Buscó en las duchas heladas y la penitencia una manera de enfriar su pasión, pero todo fue en vano. Ella seguía llegando en sueños a convidarle de su amor.
Comenzaba a clarear. El estridente sonido del teléfono le hizo saltar de la cama. Medio dormido contestó.
―Habla el padre Hernández.
―Padrecito, soy Carolina. Creo que llegó la hora. Mamá se nos va. Venga pronto por favor.
Él corrió al baño. Al abrir la puerta, la sorpresa lo dejó paralizado, enmudecido, idiotizado. Hasta se olvidó de respirar ante el magnífico espectáculo que ofrecía Lucía saliendo de la ducha.
Ella sonrió. Él, temblando, musitó una disculpa y se retiró.
A partir de ese momento le fue imposible alejar de su mente ese cuerpo joven, esa resplandeciente piel morena, esas magníficas curvas que le invitaban a ser exploradas y sobre todo, esa sonrisa irreverente. Esa muda invitación a más.
(Sabía que estaba siendo tentado y evaluó mal su capacidad de resistencia. Pensó que redoblando sus oraciones y con ayunos más rigurosos, podría sobreponerse a la prueba. No se atrevió a tomar una resolución más radical, echarla de la casa. Cuando esa idea cruzaba por su cabeza, recordaba cómo la había conocido y se confesaba incapaz de asumir la responsabilidad de lanzarla de nuevo a sufrir privaciones.)
Cuarenta días después él no bajó a desayunar. Lucía tocó con insistencia la puerta. Al no recibir respuesta, solicitó ayuda para derribarla. Lo encontraron desplomado sobre su mesa de trabajo. El médico ordenó reposo y buena alimentación. Lucía cumplió con devoción el encargo.
En una límpida tarde, armonizada por el trinar de los cenzontles, él percibió su presencia. Al abrir los ojos la observó, como aquella primera vez, reclinada contra el marco de la puerta, pero ahora los rayos del sol, que la acariciaban, iban revelando sus encantos apenas ocultos bajo su vestido blanco y traslúcido. Con una mezcla de sorpresa y excitación observó cómo comenzaba a soltarse los listones del corpiño. Momentos más tarde el vestido formaba un gigantesco capullo a sus pies. Capullo del que ella emergía en espléndida desnudez. Avanzó hacia él grácil, como flotando, con una insinuante sonrisa dibujada en su rostro. Llegó a su lado y le tendió los brazos.
―Amado mío. Llevo tanto tiempo ansiando este momento.
Pasaron los siguientes meses disfrutando de su intimidad. Un día, al regresar de sus visitas a enfermos, ella le sorprendió su gesto de preocupación.
―Efraín, tenemos que hablar.
Se sentaron a la mesa. Ella con mano temblorosa le entregó un papel. Él apenas alcanzó a leer “Resultado de la prueba de embarazo: Positiva”. Al igual que en aquel primer encuentro, ella soltó el llanto. Efraín la tomó entre sus brazos.
―Cálmate mi amor. Una vida nueva es una bendición de Dios. Controla tus temores. Verás que encontraremos una salida.
En efecto, una prima aceptó recibirla en su casa sin pedir mayores explicaciones.
El ritual se repetía cada mañana. En la soledad de la iglesia Efraín Hernández, de rodillas, conversaba con Dios.
―Dios mío, imploro tu infinita misericordia porque fui débil al llamado de la carne. En mi ceguera arrastré conmigo a personas inocentes. Por favor perdónales. Dame otra oportunidad. Señor, no soy digno que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…
Pasados siete meses, su prima le envió un telegrama “Lucía tuvo una niña. Ambas están sin novedad.”
La extraña mujer de exótica belleza regresó dos años después y el padre Efraín se volvió blanco de las habladurías del barrio. Se necesitaba ser ciego o idiota para no reparar en el parecido de la niña con él.
Otro detalle llamó la atención del vecindario. Ella regresó sin el niño. Lucía explicaba que el padre se lo había arrebatado al enterarse de su nueva maternidad.
Una tarde, cuando la niña tenía cinco años, Efraín regresaba de visitar enfermos y la encontró muy seria. Sus rasgados ojitos delataban que había estado llorando.
― ¿Qué pasa mi amor?
Ella extendió la manita y le entregó una nota.
“Efraín: Muchas gracias por el tiempo que compartimos. Siempre lo recordaré con cariño. Te encargo a nuestra hija. Por favor no trates de encontrarme. Cuídate.
Lucía.”
El padre Espósito literalmente removió cielo y tierra para encontrarla. Luego de siete meses de infructuosa búsqueda se resignó. Era evidente que la había perdido para siempre.
Cuando esa niña nacida en 1969 se vio involucrada en el asesinato del Obispo, pocos repararon en los detalles de su nacimiento. Pocos repararon que, en Guate-la-Mala, las fuerzas oscuras habían logrado un punto a su favor.
jueves, 14 de julio de 2011
LA MALDICIÓN DE CAÍN
David nunca pensó que agradecería tanto el esfuerzo de ese veterano Jeep, que lo conducía por estrechos desfiladeros a la orilla de profundos precipicios. La niebla, que cubría el lugar, tomaba formas fantasmagóricas en tanto un intenso frío se colaba dentro. Mientras conducía, David recordaba la conversación que había tenido con el general Colindres.
“Teniente ustedes, las nuevas generaciones, ni idea tienen de lo que a nosotros nos tocó vivir. Ningún entrenamiento nos había preparado para las experiencias que pasamos. Nos enfrentábamos a un enemigo que no daba la cara. Nunca sabíamos bajo qué disfraz se escondía o dónde iba a aparecer. Pasábamos los días sometidos a una terrible tensión. Cualquier desconocido podía ser un adversario dispuesto a liquidarnos. Comprenderá que en tales circunstancias, era inevitable que a más de alguno se le fuera la mano. Debo aclararle que el ejército, como institución, nunca avaló los contados excesos que se dieron de nuestra parte. Fueron decisiones tomadas por algunos individuos como consecuencia de las circunstancias a las que se enfrentaban. Sin embargo, a causa de ello, han montado una leyenda que el enemigo ha usado para atacarnos.”
Luego de meses de intensa búsqueda abrigaba una esperanza, que ahora si estuviera tras la pista correcta. Un contacto le había referido con el padre Falla, un conocido antropólogo que había dedicado su vida a desenterrar el secreto mejor guardado de Guate-la-mala: las masacres en la selva perpetradas por el ejército antes de la firma de la paz. Cuando calculó que se acercaba a su destino, repasó las recomendaciones del contacto.
“Usted ha tenido la dicha de ignorar muchas cosas que ocurrieron durante la guerra. Sin embargo él, que las vivió en carne propia, está convencido que el ejército es el principal responsable de las matanzas. Le comenté que usted es militar. No se sorprenda si le recibe con reservas. Le recomiendo que sea paciente. Use su buen juicio y plantéele sus dudas en el momento indicado.”
Cuatro indígenas de mirada desconfiada le esperaban en el punto de encuentro. Luego de comprobar su identidad, le pidieron que los siguiera. Caminaron por más de dos horas entre la selva, guiándose únicamente por la luz de la luna. Finalmente llegaron a una sencilla choza. Falla rondaba los setenta años. La luminosa mirada de sus ojos contrastaba con sus cabellos y barba totalmente blancos. Aprovechando la luz de varios candiles se encontraba clasificando lo que, a primera vista parecían miles de papeles. Contrario a lo que David esperaba, lo recibió como a un viejo amigo.
―Bienvenido hijo. Que el Señor sea contigo. Estoy seguro que Él ha guiado tus pasos. Espero que acá encuentres lo que has estado buscando.
David decidió obviar los rodeos.
―Padre, le agradezco que haya aceptado recibirme. Antes de continuar es importante que sepa algo. Soy hijo del general Eduardo Solares. Mi padre estuvo destacado en la cordillera por el lado del Ixil.
Un mal disimulado destello de sorpresa se reflejó en la mirada del sacerdote.
―Estoy tratando de averiguar qué ocurrió allá en las fechas en que nació el que, hasta hace poco, consideraba mi hermano.
Seguidamente le resumió la extraña historia. Sus recuerdos de dieciséis años atrás, el día que su padre y el bebé aparecieron en su casa. Los rumores que circulaban sobre su origen. El resultado de las pruebas de ADN que a escondidas había sacado. Su infructuosa búsqueda de otras pistas. Falla tomaba notas mientras escuchaba. Cuando David concluyó, le comentó.
―Creo que puedo ayudarte, pero necesitaré tiempo.
Durante los siguientes meses, David acudió varias veces a los llamados de Falla. Siguiendo sus indicaciones logró ubicar los restos de cuatro poblados, pero no encontró indicios que le ayudaran a descifrar el misterio.
Era obvio que una tempestad de muerte y destrucción había arrasado esas tierras. Más que los restos, que con el transcurso del tiempo habían vuelto a ser reclamados por la selva, era el temor que leía en los ojos de la gente de las localidades cercanas, y que los enmudecía al verle uniformado, lo que le convenció que el terror de aquellos años aún no había sido olvidado.
* * * * *
David anhelaba que ese nuevo viaje al altiplano contribuyera al logro de su objetivo. Cada vez se le complicaba más justificar el lento avance de su investigación. Ignoraba la razón, pero cuando se dirigía hacia allá, volvía a recordar al general Colindres, su inmensa barriga, sus enrojecidos ojos, casi perdidos entre las bolsas que los rodeaban, que hacían difícil imaginar cómo había sido de joven, elaborando argumentos para convencerle:
“Trate de imaginarse en plena selva, encabezando una patrulla. De pronto se topa con los restos de un poblado, de esos que la guerrilla arrasaba cuando la gente se negaba a apoyarles. Siente el insoportable olor a muerte. Mira los perros disputándose los cadáveres con los zopilotes. De pronto escucha que de un rancho medio quemado sale lo que aparenta ser el llanto de un recién nacido. Entra allá y encuentra un bebé que milagrosamente sobrevivió a la matanza. ¿Usted que habría hecho?”
Encontró a Falla oficiando misa en un claro de la selva. En ese instante reflexionó que para encontrar a Dios no se necesitaban lujosas iglesias o imágenes recubiertas de oro y piedras preciosas. Dios estaba allí, manifestándose en esa arboleda bañada de luz, en el armonioso gorjeo de los pájaros, en el dulce murmullo del riachuelo que corría por las cercanías.
Al concluir la ceremonia, el sacerdote se acercó a saludarle.
―David, alabada sea la Providencia que guió tus pasos hasta aquí. Te suplico que nos acompañes mañana y seas testigo de lo que encontremos. Déjame explicarte. Hace ocho días un grupo de investigadores localizó los restos de un poblado llamado Chanaj. Entre los vecinos corre un rumor. Que algo diabólico ocurrió cuando lo destruyeron. Dicen que el lugar está embrujado y que por allí rondan las almas de los ajusticiados. Para complicarnos más las cosas, el alcalde de la región nos ha estado acosando. Se trata de un acaudalado terrateniente llamado Pedro Coyoy. Sabemos que es un ex PAC, sospecho que alguna razón ha de tener para querer obstruir nuestra investigación. A diario se presenta, acompañado de hombres armados, a preguntar qué estamos haciendo.
―No se preocupe padre, pueden contar conmigo.
La caminata hasta el valle en donde estuvo situado Chanaj les tomó más de ocho horas. Como llegaron a su destino cuando el sol estaba ocultándose, decidieron descansar e iniciar el trabajo al amanecer. David no lograba conciliar el sueño y prefirió sentarse bajo la ceiba que dominaba el lugar.
Un estallido de luces detrás de una colina cercana interrumpió sus pensamientos. Semejaban diminutas estrellas de movimientos erráticos que violentaban la oscuridad de la noche. Varias veces el enjambre de luciérnagas revoloteó sobre él. Como insistían en retornar a la colina, David decidió seguirlas.
Llegó a una explanada cubierta de maleza. En su extremo más lejano se levantaba un montículo. Las luciérnagas, que volaban en la cima, le rodearon cuando trepó hasta allí. Su frenético aleteo le obligó a cerrar los ojos. Segundos después unas ráfagas de viento las arrastraron consigo. David observó a su alrededor. Contrario a lo que sus sentidos indicaban, experimentaba una extraña sensación, que no estaba solo. Un quejido prolongado brotaba de la tierra. Intentó moverse pero un escalofrío lo sacudió cuando sintió que unas manos invisibles le sujetaban los pies. El viento transportaba sonidos parecidos a una emisión de radio con muchísima estática. Poco a poco comenzó a diferenciarlos... semejaban llantos, disparos, gritos de terror, fuego devorando madera...
Temblando en medio de la oscuridad musitó una oración.
― ¡Dios mío! Estoy aquí porque tú lo has querido. Pongo mi vida en tus manos. Que se haga tu voluntad. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Al pronunciar la última palabra un silencio, tan denso como las tinieblas que le rodeaban, se apoderó del lugar. Retornó al campamento, a punto de desfallecer, sintiendo los violentos latidos de su corazón. No pegó los ojos en el resto de la noche. Al despuntar el alba comentó el suceso con el resto de expedicionarios.
―Llévanos allá.
El montículo parecía un tumor maligno emergiendo de la faz de la tierra.
―Eso no parece natural. Veamos que hay allí. ―dijo Falla.
Comenzaron a cavar. Pronto hallaron una masa de restos destruidos por el fuego. Al seguir profundizando encontraron osamentas casi completas.
―Fueron los primeros ajusticiados. Por eso el fuego no los llegó a consumir ―comentó uno de los expertos.
―La ropa tiene el diseño que se usaba en Chanaj ―dijo otro.
David examinó los cascabillos y esquirlas que recogieron.
―Son las municiones que el ejército utilizaba en esa época ―confirmó sin mover los labios.
Luego de una semana los forenses estimaron que habían localizado los restos de entre cien y ciento cuarenta masacrados. Antes de retirarse, Falla celebró un oficio religioso suplicando a Dios por el eterno descanso de las almas de los caídos.
* * * * *
David inició el retorno a la capital abrumado por sus pensamientos. Por buscar respuesta a las interrogantes que planteaba la llegada de Guayo a su familia, había descubierto la puerta al inframundo del terror provocado por miembros del ejército en décadas pasadas. Las dudas se clavaban como dagas ardientes en su corazón. ¿Qué papel habría jugado su difunto padre en esto? Además ¿Cómo era posible que las autoridades negaran algo tan evidente?
Conducía a baja velocidad entre la neblina. Las luces del Jeep apenas iluminaban algunos metros por delante. De repente divisó una persona parada a la orilla. Parecía esperar que alguien se ofreciera a llevarlo. David se detuvo.
El hombre vestía un atuendo típico de la región, y tal vez por el intenso frío, se tapaba la cara con un trapo. Subió al asiento de atrás. Por el retrovisor David sólo alcanzaba a divisar el brillo de sus ojos fijos en él. Comenzaron a descender una pronunciada pendiente, en vano pisó David el pedal de los frenos porque el vehículo inició una carrera sin control.
En ese momento el pasajero se quitó el trapo que le cubría el rostro. David alcanzó a ver que tenía la cara desfigurada, como si alguien se la hubiera deshecho a golpes. Además, una horrenda quemadura abarcaba la mitad de la superficie.
Con una voz que parecía venir de ultratumba, el desconocido le dijo:
―Dentro de poco volverás a ver al Caín de tu padre. Dile que las cuentas han quedado saldadas. Era su hijo a cambio del mío.
sábado, 9 de julio de 2011
Confesiones a un cantor y su guitarra
Viví mi juventud en los setentas. De esa época me queda el recuerdo de haber conocido el amor, el dolor de no ser correspondido y la pérdida de algunos amigos. Mi país comenzaba a desangrarse y nosotros, los universitarios de entonces, inconscientes herederos de aquellos inmortales que paralizaron al mundo en el 68, nos vimos forzados a enfrentar una dura decisión: luchar -y seguramente morir- por nuestros ideales o hacernos a un lado y callar. Decidí sacrificar mis sueños y buscar un camino para asegurarme el sustento.
Han pasado casi cuarenta años. Tal vez el remordimiento de no haber tenido el valor de decir ¡presente! cuando mi pueblo lo demandaba, es el que me ha abierto el corazón para, por medio de las palabras, expresar lo que no me atreví a hacer de otra manera. ¿Qué otros recuerdos me quedan? La música. La música de mi época alentaba ilusiones, pintaba idílicos sueños de un mundo ideal, en donde todos viviríamos en paz, con las mismas oportunidades y disfrutando las riquezas de la tierra, a las que Dios no ha dado derecho, sin distingos de ninguna clase. Hay canciones que llevo tatuadas en el alma, como aquella que hablaba de haber tenido un sueño, en el que todo el mundo gozaba de libertad. A través de la música conocí cómo vivía triste la gente en las casas de cartón y también que no éramos de aquí, ni de allá…
Nunca te conocí Facundo, incluso recuerdo que pensé, cuando supe que regresabas a Guatemala, ¿será que aún irán a escucharte? Ya estás viejo y enfermo ¿por qué no te quedas en casa? Mi admirado viejo y enfermo trovador, acabas de lanzar tu último suspiro en mi tierra. Moriste acribillado a sangre fría sin un motivo aparente, ignoro que tramaba la mente siniestra que planeó el ataque. ¿Acallar al mensajero de la paz y el amor para que la paz y el amor huyan definitivamente de Guatemala? ¿Poner a Guatemala bajo los reflectores del mundo para que nadie quiera poner un pie acá? ¿Poner la guinda en este pastel hecho de terror y sangre que es el postre del día a día en este, otrora, bello país?
Facundo, ya visaste tu pasaje de regreso y en el más allá has de estar viéndonos, tan incrédulo, como nosotros nos sentimos al escuchar la noticia de tu muerte. Preguntándote si las palabras que dijiste al pisar este ensangrentado suelo, se convirtieron en un presagio “Creo que esta será la última vez que vendré a Guatemala”.
He buscado en google las fotos de cuando tuviste que abandonar tu tierra porque eras incómodo para el sistema: barbudo, con el pelo largo y tu inseparable guitarra. Esa guitarra que hoy se ha quedado viuda y que jamás volverá a sentir las caricias de tus manos. Y con un inexplicable dolor que no encuentra una puerta de escape, quiero confesarte que te admiraré siempre porque hasta el último día, viejo y enfermo, fuiste fiel a tus ideas y seguías, como algunos insensibles pensaban, arando en el mar, trasmitiéndonos esos mensajes hechos para sacudir las conciencias. Te fuiste, pero no todo está dicho. No todo está hecho.
Tú decías que no hay que desperdiciar el tiempo, pero hoy decidí bajarme del mundo, dejar que siga girando en su loca carrera que le lleva a la destrucción. Porque hoy es día de llorar, y no sólo es por ti, también es por mí, por la cobardía de mi juventud y por la vergüenza de tener que decir que soy de este país en dónde hoy te hicieron callar. Te callaron en tu vida terrenal y te transformaron en leyenda.
sábado, 4 de junio de 2011
Aquella noche tras la palmera
I
El momento más difícil en la vida es cuando debes despedir a tu madre. Me refiero a que nunca volverás a verla.
Juro que cuando me enteré, ofrecí mi vida a cambio de la de ella. Al fin y al cabo, si hubieran puesto nuestras almas en la balanza de la justicia, el peso de mis faltas me hubiera arrojado irremediablemente al infierno. Pero todo fue en vano. Era obvio que nada podía hacer para impedir lo inevitable.
Estaba durmiendo la borrachera en aquel cuartucho al que pomposamente llamaba mi hogar, cuando escuché que mi hermana Isabel casi botaba la puerta. Pensé para mis adentros “Sólo por algo importante vendría a buscarme”. Era inconcebible que la esposa de un millonario vagara por este tugurio en busca de la oveja descarriada de la familia.
-¡Arturo! ¡Arturo! Desgraciado, abre la puerta. Mamá quiere despedirse de ti.
Me metí a la ducha. No quería que ella se llevara una imagen tan lamentable de su hijo menor. Con la boca seca y sintiendo aún que el mundo había perdido su eje, llegué al hospital. Qué desagradable es visitar estos lugares. Esperaba que sólo fuera por esta vez.
Toqué la puerta de la habitación. Isabel me abrió. No hubo necesidad que dijera mucho. Sus ojos llorosos contrastaban con la mirada de odio que me dirigió.
-Ustedes tienen mucho que hablar así que los dejaré solos -dijo antes de retirarse.
Mamá estaba irreconocible. Parecía una momia viviente con la apergaminada piel pegada, literalmente, a los huesos. Sus ojos habían perdido ese brillo que siempre los caracterizó. Extendió una mano y se aferró a mi brazo. Me sorprendió que lo hiciera con tanta fuerza.
-¿Recuerdas aquella noche? Dijo. -Júrame que jamás contarás lo que pasó.
Dos días después veía como su féretro era tragado por la tierra. Al lado estaba una lápida con el nombre de quien había sido su marido: el coronel Arturo Solares.
Busqué consuelo en la bebida. Aunque deseaba ahogar los remordimientos, no lo logré. Tirado en la acera, veía cómo los fantasmas de mis malas acciones me rodeaban, repitiendo en interminables letanías lo que había hecho para crearlos.
II
Desde pequeño sufría una extraña pesadilla. Era de noche, sin embargo las llamaradas de los ranchos incendiados iluminaban el lugar. Al fondo se escuchaban alaridos, ráfagas y explosiones. Yo estaba en el suelo cuando veía que papá se acercaba. Él me miraba con odio mientras colocaba el cañón de su arma entre mis ojos. No había forma de escapar pues estaba atrapado bajo el cuerpo inerte de una mujer.
A veces, al despertar, descubría que había mojado las sábanas, lo que avivaba la ira de papá, sobre todo cuando él estaba borracho. El recuerdo de las palizas que me daba hizo que, al crecer, el subconsciente me hiciera reaccionar con la suficiente anticipación para correr al baño.
Tendría unos nueve años. Impactado por lo vívido de la pesadilla, venía de regreso del baño cuando escuché murmullos en la sala. La curiosidad me dominó y me acerqué procurando no hacer ruido. Me oculté detrás de la palmera que estaba sembrada en una gran maceta a la entrada. La lámpara del fondo estaba encendida y proyectaba las siluetas de mis padres contra la pared.
-Dicen que por medio del ADN pueden saber si Arturo es en realidad hijo mío. -Murmuraba papá escondiendo la cara entre las manos.
-Si descubren lo que hice en la montaña…
El hombre severo que yo temía se había desvanecido. Ahora parecía un niño a punto de romper a llorar.
Mamá, con rostro inexpresivo, lo interrumpió.
-Si llega a suceder, mantén tu versión que los guerrilleros destruyeron el pueblo y que, cuando ustedes llegaron, lo encontraste abandonado en un rancho. Hazlo por nosotros. No concibo que, por uno como él, vayas a ponernos en riesgo a todos. Siempre voy a repetírtelo. No sólo fuiste un estúpido al desobedecer la orden de no dejar testigos, sino por haberlo traído aquí.
En ese momento sentí la mirada de mi madre. Me había descubierto. Volé a encerrarme a mi cuarto. Temblaba esperando que ella llegara. Pero no lo hizo. Es más, nunca se refirió al tema, aunque su fría mirada me ordenaba callar.
III
Mi vida con la familia Solares fue un tormento. Por eso me escapé de ellos apenas cumplí quince años.
Cuando Isabel se casó, contrató a un investigador privado para que me localizara. Ella nunca quiso verme, pero me mandaba dinero para que no me viera obligado a prostituirme con esos viejos degenerados a quienes atraía con mi figura infantil, y parando el culo, cuando sus carros se aproximaban a la que consideraba mi esquina en el viejo centro de la ciudad.
Como un año antes de la muerte de mamá, con el dinero venía una nota.
-Papá no logró sobreponerse al pasado, se suicidó la semana pasada. Espero que ahora estés feliz. Él te salvó la vida y tú arruinaste la suya.
Luego le llegó el turno a mamá. Ahora que ambos se han marchado, siento un tormento peor que cuando viví con ellos. Estoy seguro que, por el resto de mis días, arrastraré la culpa de haberles arruinado la existencia.
Porque yo no debí haber quedado vivo cuando mi padre incursionó en aquel poblado donde nací. Me trajeron a la ciudad, y me criaron como hijo suyo, sin que yo lo pidiera. Los escuché tras la palmera porque me había levantado al baño para no mojar las sábanas.
Mi paso por el mundo desencadenó una cadena de horrores y gente inocente sufrió por ello.
Sólo me queda pedirles perdón por todo el daño que causé. Perdón papá, perdón mamá, perdón hermana. Llegó el momento de cerrar el círculo.
La noche es ideal. Ha llovido y la niebla dificulta la visión. Acá en la autopista los carros pasan a alta velocidad. Allí viene un camión.
Espero que no duela mucho.
sábado, 28 de mayo de 2011
El Talismán
El marido de Rocío fue uno más en esa interminable lista de pilotos que cayeron asesinados por negarse a pagar la extorsión. Dos tipos, con la cara irreconocible por los tatuajes, le metieron varios tiros en una soleada mañana de mayo. Rocío, que llevaba a Luisito en brazos, observó el crimen tres filas de asientos atrás. Al día siguiente la foto de ella, abrazando desconsolada el cuerpo de su marido, acaparó las portadas de los diarios.
Las vecinas le aconsejaron huir de la colonia.
-Esos malditos saben que usted los vio y van a venir a buscarla. No lo haga por usted sino por su niño, él merece una oportunidad de vivir.
Una soleada mañana el vivaracho Luisito, que para entonces tenía cuatro años, se soltó de la mano de su mamá y echó a correr. Al voltear a verla, chocó contra una extraña mujer.
Delfina era una anciana solitaria que había establecido sus dominios en el ático de la vivienda en dónde se hospedaban Rocío y su pequeño. De afilado rostro, ganchuda nariz y largas greñas, tenía una bien ganada fama de bruja. Numerosas mujeres de caras angustiadas, pasaban horas sentadas en los incómodos bancos de madera colocados alrededor del patio, esperando el momento de consultarle sus pesares. Cada sábado, al despuntar el alba, salía a un lugar desconocido. Regresaba al atardecer trayendo consigo bolsas repletas de raras hierbas.
Entre los vecinos se rumoraba que poseía una fortuna, porque cobraba con joyas los trabajos que realizaba para recuperar maridos y novios infieles.
Los ojos de la anciana se concentraron en un punto indefinido sobre la cabeza del niño y sin quitar la vista de allí, se dirigió a la mamá.
-Querida, percibo algo extraño en el aura de tu hijo ¿Me permites leerle la mano?
Aunque dudó por un momento, Rocío no se atrevió a negarse.
-Claro doña Delfina, hágame el favor.
La anciana la examinó con cuidado y luego le confió.
-Tu hijo está destinado a ser un líder. Pero un gran peligro amenazará su vida. Debemos hacer algo o no llegará a viejo. Permíteme…
Hurgó en su morral y sacando una extraña medalla, que colgaba de una cadena de plata, se la entregó con una mueca que trataba de ser una sonrisa.
-Toma esto. Cuida que siempre lo lleve puesto, así nada le pasará.
Cuando Rocío intentó abrir su bolso, Delfina la detuvo con un gesto de enojo.
-Ni se te ocurra. No hay dinero en el mundo que pueda pagar lo que vale este talismán.
Tres meses después de ese encuentro, hallaron a Delfina muerta en su estudio. El desorden que las autoridades encontraron en el lugar y las quince puñaladas que tenía en el pecho, convencieron al más escéptico de los investigadores, que no había tenido una muerte natural.
Luis maneja ahora un autobús, como lo hacía su padre veinte años atrás. Cada mañana, antes de ir a trabajar, se pone el talismán y sale con la esperanza que ese sea el día en que se cumpla la predicción de Delfina.
viernes, 27 de mayo de 2011
Agua Bendita
-¡Doña Chonita! ¿Ya se enteró? Dicen que la seño Maruca volvió a caminar.
-Eso es imposible Juanita. Ella se hizo trizas la espalda al caerse del caballo.
-Le juro por Dios que es cierto.
-Mirá chula. Si seguís hablando tonterías, me la vas a pagar. No hay que estar jugando con el dolor ajeno.
La jovencita, delgada, morena y con una trenza que le llega casi a la cintura, sin disimular el gesto de angustia, se persigna varias veces.
-Por favor créame. Dicen que hasta el cura ha asegurado que es un milagro.
La patrona, obesa como barrica de roble, sonríe mientras degusta la humeante taza de chocolate.
-A ver decime. ¿Cómo le hizo?
-Dicen que ella soñó que la virgen le ordenaba bañarse en el nacimiento que queda abajo, por la quebrada. La llevaron allá y bastó que rezara siete aves marías bajo la caída de agua, para que la fuerza volviera a sus piernas.
El jolgorio de los pájaros anuncia que pronto el sol aparecerá tras las montañas. Una mujer delgada, morena, con una trenza que le llega casi a la cintura, baja la quebrada con pasos inseguros. Con frecuencia dirige la mirada al cielo, mientras une las manos y repite una plegaria:
-Virgencita, te lo ruego, volveme a poner apretada, como cuando era virgen, para que el Pancho sienta sabroso al hacerme el amor y no se le ocurra buscar a otras.
Al día siguiente, la gente se aglomera para observar el paso del féretro por la calle principal de la aldea, que luce adornada con cordones de pino y manzanilla. Detrás va Pancho, arrastrando los pasos y con la mirada perdida.
Un recién llegado pregunta a una anciana en silla de ruedas qué fue lo que sucedió.
La Maruca, enjugando sus lágrimas, refunfuña en voz baja:
-Dicen que una manada de coyotes la atacó mientras se bañaba en el nacimiento que queda por la quebrada. El marido escuchó los gritos. Todavía alcanzó a verla viva. Antes de partir, ella le contó la razón por la que estaba allí. Patoja estúpida, ¿cómo pudo creerse ese cuento que inventaron para el día de los inocentes?
domingo, 22 de mayo de 2011
El Festín
Juan Chej era un muchacho de unos veinte años, delgado, moreno, que apenas hablaba el español. Era de esas personas que nunca miran a los ojos y por lo tanto es difícil saber cuándo hablan con la verdad. Me preguntaba si él sería la persona indicada para darme pistas del desaparecido. Le indiqué que mi clienta, la viuda de don Jorge Suarez, quería averiguar qué había sido de su esposo. Ella no buscaba venganza, sólo deseaba localizar sus restos para que él descansara en paz. Presentía que iba por buen camino, sin embargo el muchacho no soltaba una palabra.
-Mirá Juan, no tenemos nada contra vos o con tu tío. Mi clienta está dispuesta a darles suficiente dinero para que se vayan de aquí y busquen un lugar más tranquilo para vivir. Nadie va a saber jamás lo que ustedes hablaron. Creeme, nadie los acusará. Al contrario, ésta es la oportunidad que tienen para lavar sus conciencias de eso.
Juan comenzó a temblar, el llanto se apoderó de él. Con medias palabras me contó lo sucedido.
* * * * *
José Chej se hizo cargo de su sobrino cuando el ejército mató a sus padres durante la guerra. José poseía un terreno bastante grande que quedaba a más de ocho horas de camino entre la montaña. En el lugar habían encontrado los restos de una antigua iglesia edificada en tiempos de la colonia.
Desde pequeño, a Juan le encantaba explorar esas ruinas. Así descubrió la entrada secreta a unos calabozos subterráneos. El lugar era húmedo, oscuro, se había convertido en nido de murciélagos y de inmensas ratas negras.
Cuando Juan tenía dieciseis años, los sorprendió la visita de un grupo de hombres fuertemente armados. Era la primera vez que Juan veía un vehículo como el que les transportaba, le pareció increíble que existiera una máquina capaz de llegar hasta donde ellos vivían. Los hombres trataron con respeto a José, le dijeron que iban a botar los árboles que estaban en el valle, al pie de sus terrenos, porque necesitaban construir una pista de aterrizaje, que su intención no era molestarlo y que le pagarían una suma mensual por mantener la pista limpia. También le pidieron que les avisara si gente extraña llegaba por allá. Le dieron un teléfono y un número para llamarlos. Su tío aceptó.
A Juan le fascinaba ver cómo aterrizaban las avionetas. Si era de noche lo hacían guiándose por las luces de los vehículos que se estacionaban en los bordes de la pista. Las descargaban y, en menos de media hora, se perdían de nuevo en el firmamento. Uno de ellos, al que llamaban el Mexicano, llegaba con frecuencia a visitarlos. Era el responsable de tener todo en orden. Aunque su aspecto intimidaba, se portaba amable con ellos, incluso llevaba dulces o juguetes a Juan. Una vez le confesó que tenía un hijo de la misma edad y que tenía años de no verlo. Cuando Juan le contó su descubrimiento en la iglesia, el Mexicano le pidió que se la enseñara.
-Pinches curas- recuerda Juan que dijo. -Ve tú a saber qué hacían aquí. Esto da miedo manito. Vámonos antes que las ánimas nos comiencen a perseguir.
Una tarde el Charro llegó con varios secuaces. Traían con ellos a un tipo con los ojos vendados. El “señor” venía herido de un hombro y estaba casi inconsciente.
-Juanito- dijo el Charro. -Vamos a encerrar a este güero en aquel hoyo que me mostraste.
Luego de tirarlo en una celda, atravesaron un candado en la reja. El Charro instruyó a Juan:
-Quiero que lo alimentes y para que no se nos muera, con cada comida dale estas pastillas, una es para el dolor, la otra para prevenir una infección.
-No se preocupe don Pepe, esto será sólo por unos días. Cuando termine la negociación, lo vendremos a traer. -Dijo el Mexicano para calmar al tío.
Cinco días después el Charro apareció con cara de pocos amigos.
-Esta mierda no está funcionando. La vieja es más terca que una mula -recuerda Juan que dijo maldiciendo. Antes de bajar al calabozo, con dos de sus hombres, dijo a Juan:
-No te quiero cerca. Ándate para otro lado.
Al rato subieron con algo envuelto en un trapo y llamó al muchacho.
-Hazme un favor Juanito. Cuidá al señor. Tuvo un accidente. Lávale la herida. Échale esto para que no se infecte. Voy a dejarte una copia de la llave del candado para que puedas entrar, pero cuidado, no se te vaya a escapar. Eso me pondría muy enojado Juanito.
A pesar del tono amistoso, a Juan se le erizó la piel. Esa tarde bajó. El señor estaba desmayado. Le lavó la mano cercenada. Luego le echó el ungüento y lo vendó con un trapo limpio. Los siguientes días fueron complicados. El prisionero era presa de una fiebre incontrolable. Finalmente su tío logró controlarla usando unas hierbas.
La macabra historia se repitió una semana después. Esta vez fue la oreja. Juan se sentía aterrorizado al ir descubriendo la verdadera personalidad del hombre que le llevaba dulces y juguetes.
Juan se colaba en el subterráneo y se sentaba en la oscuridad de las gradas a observar ese hombre, alto, de ojos claros y pelo rubio que comía poco y pasaba casi todo el tiempo perdido en sus pensamientos. A veces lanzaba unos alaridos que estremecían. Juan se preguntaba, con la morbosidad de los adolescentes, ¿qué le cortaría el Charro la próxima vez que viniera?
Dos semanas después, a José le avisaron que esa tarde llegaría una avioneta. Era la temporada de lluvia y no hacían vuelos nocturnos. Como en otras ocasiones, desenterraron los bidones de gasolina para reaprovisionarla y los pusieron al extremo de la pista. Recogieron las ramas y piedras que estuvieran ensuciándola y se sentaron detrás de una arboleda a esperar. Al mediodía apareció la gente del Charro, esta vez él no llegó. Casi a las cinco la avioneta realizó un aterrizaje perfecto. Los hombres iniciaron la descarga. Estaban afanados en eso cuando de detrás de un cerro apareció un helicóptero. El trepidar del fuego de las ametralladoras de ambos bandos hizo que José y Juan salieran corriendo. Las fuerzas rivales habían rodeado el lugar. Tío y sobrino subían por la montaña, aferrándose a las raíces, resbalando continuamente, mientras escuchaban el zumbido de las balas disparadas en los alrededores. De pronto Juan escuchó un gemido y vio caer a su tío. Una bala le había atravesado la cabeza.
Juan estuvo escondido en la montaña por más de una semana. Vio cómo los soldados incendiaban la que había sido su casa, lo que avivó el recuerdo de cuando había perdido a sus padres. Por fin, cuando se animó a bajar, lo hizo con infinitas precauciones. En la pista habían quedado las huellas del combate. Estaban la avioneta y varios vehículos quemados, había manchas de sangre, pero ni un solo cadáver.
De pronto recordó al señor en el calabozo. Cuando bajaba a buscarlo, un insoportable hedor le hizo retroceder. Sólo alcanzó a describirme las inmensas ratas negras, entregadas a un incontrolable frenesí dentro del calabozo.
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