viernes, 2 de septiembre de 2011
Ocurrió cerca del Colegio Americano
El camión se estacionó a dos cuadras del objetivo. Era la parte alta de la calle, desde donde se tenía un panorama completo del área. El obeso Santana, en uniforme de combate y bañado en sudor, consultó su reloj.
― ¿Estás listo? Mirá para allá.
El ronroneo de dos helicópteros de combate, volando en dirección a la casa, rompía la quietud de la mañana. Decenas de soldados surgían de las calles aledañas y rodeaban los accesos. El sonido inconfundible de las orugas de un tanque se escuchaba en la esquina opuesta.
Un altavoz reprodujo la voz del mayor Pérez.
―Señores, están rodeados. Ríndanse y salgan con las manos en alto porque no tienen posibilidad de escapar.
Desde las ventanas de la casa respondieron con ráfagas de ametralladora.
Los soldados intentaron un primer asalto pero fueron rechazados. Rodrigo escuchó que Pérez vociferaba por la radio.
―¡Mierda Santana! ¿Y no que no habría resistencia? Ya perdimos cuatro efectivos. La prensa está cubriendo el evento. Eso no nos conviene.
―Tiene razón mi mayor. Por favor tenga un poco de paciencia. Recuerde que los queremos vivos para sacarles información.
― ¡Cinco minutos! Si en cinco minutos esos malditos no se han rendido, ordenaré que bombardeen la casa.
Al transcurrir el tiempo fijado, el estruendo del cañón del tanque hizo brincar a Rodrigo. Casi de inmediato el muro que rodeaba la casa comenzó a desmoronarse. El siguiente disparo voló la fachada. Con el tercero, el fuego de los defensores cesó. Los soldados corrieron a la edificación que, a punto de derrumbarse, estaba cubierta por una nube de polvo. Los helicópteros concentraron sus disparos en la arboleda de atrás.
Santana se cubrió el rostro con una gorra de lana y le pasó otra a Rodrigo.
―Vení. Tenés que ratificarnos la identidad de Bernardo.
Subieron por los escombros hasta llegar a una losa resquebrajada y manchada de sangre, era lo único que quedaba de la terraza. Dos cadáveres estaban tirados allí. El orificio de bala en la sien, del que salía un hilillo de sangre, no había dañado la belleza en el rostro de esa mujer rubia que varias veces le había hecho perder los sentidos. En una de sus manos, que parecían talladas en marfil, asía el arma con la que se había arrebatado la vida, la otra tomaba la de de un hombre fornido, de espesa barba, al que un cañonazo había arrancado las piernas y cuya mirada había quedado fija en el firmamento.
En el rostro de Rodrigo se dibujó una sonrisa de satisfacción que disimuló debajo de la máscara: Por fin se había vengado de ese desgraciado que le había hecho la vida imposible. Con los ojos fijos en Santana afirmó con la cabeza. Al salir observó cómo varios soldados golpeaban con las culatas de sus armas a un sobreviviente del asalto.
― ¡Andrés! ―gritó sin poder evitarlo. El muchacho levantó el rostro ensangrentado, pero no logró identificar, en el individuo delgado cubierto con una máscara de lana negra, al traidor que los había denunciado al enemigo.
Tres décadas después, Rodrigo seguía recordando ese día cada vez que observaba la cara del otrora mayor Pérez, ofreciendo solucionar los problemas del país con su mano empuñada cubierta en sangre.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario