sábado, 16 de julio de 2011

Made in 1968



Los cálculos coincidían, en mil novecientos sesenta y ocho daría inicio el cambio. La juventud en diferentes partes del mundo hizo oír su voz de protesta, las fuerzas represivas arremetieron contra los movimientos con inusitada violencia. La lucha entre el bien y el mal abarcaba todo el globo. Sin embargo, Guate-la-mala parecía estar dentro de una burbuja. Acá la vida seguía igual.

En la penumbra de la sacristía de la Capilla del Calvario, un sacerdote moreno, de ojos rasgados y contextura atlética, se despojaba de sus ornamentos, cuando una lastimera voz interrumpió sus reflexiones.

―Padre Efraín, por favor ayúdeme.

Él aguzó la vista y distinguió a una joven, que a punto de desfallecer, estaba recostada contra el marco de la puerta mientras apretaba un bulto contra su pecho. Sin pérdida de tiempo se le acercó.

―Hija por Dios, siéntate. ¿Quieres un poco de agua? ¿Qué te pasa?

Ella, con palabras entrecortadas por el llanto, le reveló su tragedia.

―Mi esposo nos abandonó... estoy sola y sin un centavo... llevo tres días sin comer... no tengo donde dormir... mi niño... le ruego que se apiade de nosotros...

―¿Cómo te llamas?

―Lucía, padre.

Sin pensarlo dos veces, replicó:

―Acá no podemos ofrecerte mucho. Pero si me ayudas con los oficios de la casa, al menos tendrás techo y comida para ti y el bebé.

En menos de cuarenta días, la demacrada mujer que tocó la puerta de la sacristía, había experimentado una increíble transformación. Lucía irradiaba ahora una inquietante hermosura.

En su afán por mostrarle su agradecimiento, cada tarde preparaba baños de agua caliente con hojas de eucalipto para aliviar la hinchazón de los pies del sacerdote, luego de sus extenuantes caminatas. Efraín se tumbaba en el diván, cerraba los ojos y disfrutaba la energía reparadora que le trasmitían las manos de Lucía.
Sólo un asunto turbaba la armonía entre los dos. Él constantemente le recriminaba su falta de devoción.

― ¿Por qué no asistes a misa? ¿Por qué nunca te veo rezando en la iglesia?

Cuando esto sucedía, ella apartaba la mirada y lo ignoraba.

Con el paso de los meses, con una mezcla de inquietud y temor, él comprendió que su reprimida masculinidad luchaba por manifestarse. Más de una vez, en sus fantasías nocturnas, había sentido cómo iba descubriendo las sinuosidades del voluptuoso cuerpo que yacía en su lecho, que aunque no mostraba la cara, pocas dudas dejaba sobre su identidad. Cuando sucedía eso, él despertaba con una húmeda sensación entre las piernas.

Los baños en los pies se convirtieron en un tormento. Bastaba con que bajara la vista para alimentar sus ansias ante el voluptuoso agasajo que se le ofrecía, apenas cubierto por pronunciados escotes. Buscó en las duchas heladas y la penitencia una manera de enfriar su pasión, pero todo fue en vano. Ella seguía llegando en sueños a convidarle de su amor.

Comenzaba a clarear. El estridente sonido del teléfono le hizo saltar de la cama. Medio dormido contestó.

―Habla el padre Hernández.

―Padrecito, soy Carolina. Creo que llegó la hora. Mamá se nos va. Venga pronto por favor.

Él corrió al baño. Al abrir la puerta, la sorpresa lo dejó paralizado, enmudecido, idiotizado. Hasta se olvidó de respirar ante el magnífico espectáculo que ofrecía Lucía saliendo de la ducha.

Ella sonrió. Él, temblando, musitó una disculpa y se retiró.

A partir de ese momento le fue imposible alejar de su mente ese cuerpo joven, esa resplandeciente piel morena, esas magníficas curvas que le invitaban a ser exploradas y sobre todo, esa sonrisa irreverente. Esa muda invitación a más.

(Sabía que estaba siendo tentado y evaluó mal su capacidad de resistencia. Pensó que redoblando sus oraciones y con ayunos más rigurosos, podría sobreponerse a la prueba. No se atrevió a tomar una resolución más radical, echarla de la casa. Cuando esa idea cruzaba por su cabeza, recordaba cómo la había conocido y se confesaba incapaz de asumir la responsabilidad de lanzarla de nuevo a sufrir privaciones.)

Cuarenta días después él no bajó a desayunar. Lucía tocó con insistencia la puerta. Al no recibir respuesta, solicitó ayuda para derribarla. Lo encontraron desplomado sobre su mesa de trabajo. El médico ordenó reposo y buena alimentación. Lucía cumplió con devoción el encargo.

En una límpida tarde, armonizada por el trinar de los cenzontles, él percibió su presencia. Al abrir los ojos la observó, como aquella primera vez, reclinada contra el marco de la puerta, pero ahora los rayos del sol, que la acariciaban, iban revelando sus encantos apenas ocultos bajo su vestido blanco y traslúcido. Con una mezcla de sorpresa y excitación observó cómo comenzaba a soltarse los listones del corpiño. Momentos más tarde el vestido formaba un gigantesco capullo a sus pies. Capullo del que ella emergía en espléndida desnudez. Avanzó hacia él grácil, como flotando, con una insinuante sonrisa dibujada en su rostro. Llegó a su lado y le tendió los brazos.

―Amado mío. Llevo tanto tiempo ansiando este momento.

Pasaron los siguientes meses disfrutando de su intimidad. Un día, al regresar de sus visitas a enfermos, ella le sorprendió su gesto de preocupación.

―Efraín, tenemos que hablar.

Se sentaron a la mesa. Ella con mano temblorosa le entregó un papel. Él apenas alcanzó a leer “Resultado de la prueba de embarazo: Positiva”. Al igual que en aquel primer encuentro, ella soltó el llanto. Efraín la tomó entre sus brazos.

―Cálmate mi amor. Una vida nueva es una bendición de Dios. Controla tus temores. Verás que encontraremos una salida.

En efecto, una prima aceptó recibirla en su casa sin pedir mayores explicaciones.

El ritual se repetía cada mañana. En la soledad de la iglesia Efraín Hernández, de rodillas, conversaba con Dios.

―Dios mío, imploro tu infinita misericordia porque fui débil al llamado de la carne. En mi ceguera arrastré conmigo a personas inocentes. Por favor perdónales. Dame otra oportunidad. Señor, no soy digno que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…

Pasados siete meses, su prima le envió un telegrama “Lucía tuvo una niña. Ambas están sin novedad.”

La extraña mujer de exótica belleza regresó dos años después y el padre Efraín se volvió blanco de las habladurías del barrio. Se necesitaba ser ciego o idiota para no reparar en el parecido de la niña con él.

Otro detalle llamó la atención del vecindario. Ella regresó sin el niño. Lucía explicaba que el padre se lo había arrebatado al enterarse de su nueva maternidad.

Una tarde, cuando la niña tenía cinco años, Efraín regresaba de visitar enfermos y la encontró muy seria. Sus rasgados ojitos delataban que había estado llorando.

― ¿Qué pasa mi amor?

Ella extendió la manita y le entregó una nota.

“Efraín: Muchas gracias por el tiempo que compartimos. Siempre lo recordaré con cariño. Te encargo a nuestra hija. Por favor no trates de encontrarme. Cuídate.
Lucía.”

El padre Espósito literalmente removió cielo y tierra para encontrarla. Luego de siete meses de infructuosa búsqueda se resignó. Era evidente que la había perdido para siempre.

Cuando esa niña nacida en 1969 se vio involucrada en el asesinato del Obispo, pocos repararon en los detalles de su nacimiento. Pocos repararon que, en Guate-la-Mala, las fuerzas oscuras habían logrado un punto a su favor.

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