jueves, 18 de agosto de 2011

Síndrome preelectoral


Conforme se acerca el 11 de septiembre me agarra la angustia de no poder aislarme del mundo. Por más que busco atajos para llegar al trabajo y manejo con los ojos fijos en el asfalto, es imposible evitar las docenas de caras que, colgadas de los postes de luz o brotando de las escasas áreas verdes de la ciudad, me invitan a darles mi voto.

No digamos si me toca pasar por el Obelisco o la Plaza España un fin de semana. El otro día no sabía si era mejor dárselo, el voto por supuesto, al grupo de señoras que con desgano agitaban sus banderas verdes llevando tras de ellas una marimba de patojos desnutridos, o a las porristas que con cada salto mostraban sus tanguitas naranjas con una diminuta mano empuñada, justo en donde se unen las piernas. A la fecha aún sigue esa contienda entre conciencia y hormonas.

A mis cincuenta y pico me fascinan las cancioncitas. “No te preocupes mi vida, ya vienen tiempos mejores…” es, para mí, la que se lleva el Grammy electoral chapín. Aunque digan que es el anuncio más cholero, como un día afirmó con sapiencia un letrado profesor de la Marroquín.

También confieso que me encantó la novela de la Doña. Todo el mundo hablaba del tema; que si el amor por la patria era más grande que el que se siente por un hombre, digo… Que nos invadirían hordas de menesterosos para vengarse en caso no la inscribieran; que si ella quedaba como presidenta no hubiera habido necesidad de esperar al 21 de diciembre del 2012 para que esta mierda se acabara; que la Corte no consideró su triste papel de madre soltera con cuatro hijos y le privó su derecho de ganarse la vida. Que ella, cual nueva Evita, era la única a quien le preocupaban los pobres, como su pobre hermana que cada semana mandaba paquetes de dólares a Panamá.

Siendo realista, esta campaña ha demostrado que muchos candidatos tienen una provisión de recursos sin fin para saturarnos con sus fotos y canciones y cómo dicen los gringos, en inglés por supuesto, “no hay almuerzo gratis” ni siquiera en los comedores solidarios. Quien haya puesto la plata, va a exigir un retorno. Algo he aprendido de mis amigos marroquinianos, ¿adivinen quien va a pagar esto?

Al final tenemos una decena de abnegados hombres y mujeres dispuestos a sacrificarse por nuestro bienestar. A menos de un mes del famoso 11 de septiembre, por culpa de toda esta parafernalia de rótulos, anuncios, canciones y tanguitas no tengo idea de quién tendrá un plan concreto para salvarnos, si es que podemos salvarnos.

Porque para mano dura me basta con la de mi jefe; para tener un veterano académico que a los cinco minutos ya olvidó lo que acaba de decir, me bastaba con mi padre, para promesas disparatadas o que me visen mi pasaporte al Paraíso, me basta con Cash Luna, aunque prefiero verlo en la tele para que no me saque el diezmo.

No soporto más esta invasión publicitaria, así que votaré dejándome llevar por mi sexto sentido, aplicando la sabia fórmula del tin-marín. Quien quita que, si en ese justo momento, una de las candidatas me guiña el ojo desde la papeleta, haga brotar el recuerdo de aquella chica que, con cien libras menos y a la vista del lago más bello del mundo, me hizo hombre y muestre mi agradecimiento con una tierna equis sobre su nobeleado rostro.

Sin embargo me aterroriza lo que pasará dentro de cuatro años cuando, más viejo y a causa del Alzheimer, ya ni recuerde por que es importante dirigir la atención hacia el símbolo que lleven las porristas en la tanga, justo en donde se unen sus piernas.

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