miércoles, 3 de agosto de 2011

6060 AÑOS



Seis mil sesenta años es casi el tiempo que, según los judíos, ha transcurrido desde aquellos fabulosos seis días cuando a “alguien” se le ocurrió la descabellada idea de poblar la tierra con esta especie de mierda. Si fue Abba o Yahvé, que me perdone, no pudo escoger una peor manera de demostrar su inefabilidad.

Porque los humanos hemos, desde siempre, hecho honor a nuestro mítico padre Caín y con una pasión digna de mejor causa, hemos dedicado ímprobos esfuerzos para acabar con nuestros hermanos, en el más aberrante de los casos, argumentando que lo hacemos en nombre del Dios del Amor.

Hemos preferido ponernos una venda en los ojos, caminar con una hipócrita sonrisa en los labios buscando no ensuciarnos los pies con los arroyos de sangre que brotan de los caídos ¡y luego clamamos al cielo reclamando que sus frutos son amargos y escasos!

Las noticias informan que cuatro acusados de la masacre de las Cuatro Erres fueron condenados a seis mil sesenta años de cárcel. Treinta años por cada uno de los doscientos un campesinos masacrados un infame siete de diciembre de mil novecientos ochenta y dos. Veo a algunos asistentes al fallo aplaudiendo y no me alegro.

No me alegro porque ni aunque retrocediéramos el reloj del tiempo hasta ese momento en que nuestro creador decidió insuflarnos la vida “a su imagen y semejanza”, podría corregirse el error de origen. Porque cada vida segada es un lucero menos que resplandece en el camino de nuestra salvación y cada vez son menos los que nos guían hacia allá. Ni siquiera sé si serán suficientes para encontrar la salida o si, como ocurrió con Sísifo, estaremos condenados a vagar eternamente perdidos en este laberinto de terror al que llamamos vida.

Por otro lado me pregunto, ¿fueron Carías y los otros tres condenados los culpables? Se dice que el hecho lo cometieron ochenta asesinos que fueron traídos de otra base con instrucciones específicas de encontrar unas armas que habían sido robadas por la guerrilla. El teniente Carías no tenía ni veinticinco años cuando, ciegamente poseído por la creencia que estaba salvando a la patria, irrigó la tierra con sangre de hombres, mujeres, ancianos y niños cuyo único pecado era ser pobres e indígenas.

Por ser el jefe, quien robó las míseras pertenencias de esa gente, su sentencia será de 6066 años. El triple seis me recuerda la marca de la bestia. Pero ¿quién fue más bestia, el que planeo o el que ejecutó? ¿Quiénes fueron los que, desde su escritorio en el Palacio Nacional o cómodamente refugiados en México, movieron las piezas de este estúpido juego de ajedrez hasta dejar a ese grupo de campesinos a merced de los depredadores?

Ayer la portada de uno de los diarios mostraba al general López Fuentes, en camilla, llegando a los tribunales. Qué lástima me dio. Lástima porque en su terror a comparecer ante nuestro remedo de justicia, no vacila en pisotear su dignidad de soldado y apela a nuestros sentimientos de piedad. Ese pobre ancianito fue el creador del Victoria 82, el plan orquestado para arrasar la tierra de nuestros antepasados. ¿No es una aceptación tácita de culpabilidad el que ahora alegue locura para no ser juzgado? ¿No está reconociendo que estaba en su sano juicio cuando concibió la idea de arrebatar el agua al pez, empleando la táctica de tierra arrasada?

Dos candidatos y sus seguidores niegan que haya habido genocidio. Un vende patria, en su afán por congraciarse con aquellos que le dan de comer, niega que acá hayan muerto cientos de miles de personas. Ante declaraciones tan cínicas me pellizco para confirmar que no estoy soñando. Deseo asegurarme que los testimonios, las fosas, las fotografías y tanta evidencia, que la madre tierra vomita hastiada, no son fantasías creadas por otros, atormentados como yo, para justificar nuestros complejos y mancillar el honor de nuestro glorioso ejército, que gallardamente derramó su sangre en defensa de la democracia y la libertad.

Cuánta razón tenía el poeta cubano que escribió las estrofas originales del himno de esta Guate-la-mala que disfruta devorando a sus hijos: “Tinta en sangre tu hermosa bandera, de mortaja al audaz servirá”. Porque aquí, desde hace muchos siglos, la audacia de pedir justicia y un trato digno se ha pagado con la vida.

Yahvé, ya me cansé de buscarte para que me aclares tantas dudas. Imagino que estás ocupado en temas más importantes, como convencer a los congresistas del Imperio para que amplíen su margen de deuda y así se rescate este maravilloso paraíso en dónde miles mueren a diario de hambre y la fabricación de armas es un jugoso negocio. Por eso busqué consuelo en ti, hoja de papel. Perdóname por mancillar tu pureza con la oscuridad de mis pensamientos.

Hoy dejaré mi casa con el disfraz de siempre. Volveré a ser un engranaje más en ésta maquinaria de indiferencia que me garantiza el sustento… siempre y cuando agache la cabeza, me porte bien y siga calladito.

Amén.

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