domingo, 22 de mayo de 2011

El Festín


Juan Chej era un muchacho de unos veinte años, delgado, moreno, que apenas hablaba el español. Era de esas personas que nunca miran a los ojos y por lo tanto es difícil saber cuándo hablan con la verdad. Me preguntaba si él sería la persona indicada para darme pistas del desaparecido. Le indiqué que mi clienta, la viuda de don Jorge Suarez, quería averiguar qué había sido de su esposo. Ella no buscaba venganza, sólo deseaba localizar sus restos para que él descansara en paz. Presentía que iba por buen camino, sin embargo el muchacho no soltaba una palabra.

-Mirá Juan, no tenemos nada contra vos o con tu tío. Mi clienta está dispuesta a darles suficiente dinero para que se vayan de aquí y busquen un lugar más tranquilo para vivir. Nadie va a saber jamás lo que ustedes hablaron. Creeme, nadie los acusará. Al contrario, ésta es la oportunidad que tienen para lavar sus conciencias de eso.

Juan comenzó a temblar, el llanto se apoderó de él. Con medias palabras me contó lo sucedido.

* * * * *

José Chej se hizo cargo de su sobrino cuando el ejército mató a sus padres durante la guerra. José poseía un terreno bastante grande que quedaba a más de ocho horas de camino entre la montaña. En el lugar habían encontrado los restos de una antigua iglesia edificada en tiempos de la colonia.

Desde pequeño, a Juan le encantaba explorar esas ruinas. Así descubrió la entrada secreta a unos calabozos subterráneos. El lugar era húmedo, oscuro, se había convertido en nido de murciélagos y de inmensas ratas negras.

Cuando Juan tenía dieciseis años, los sorprendió la visita de un grupo de hombres fuertemente armados. Era la primera vez que Juan veía un vehículo como el que les transportaba, le pareció increíble que existiera una máquina capaz de llegar hasta donde ellos vivían. Los hombres trataron con respeto a José, le dijeron que iban a botar los árboles que estaban en el valle, al pie de sus terrenos, porque necesitaban construir una pista de aterrizaje, que su intención no era molestarlo y que le pagarían una suma mensual por mantener la pista limpia. También le pidieron que les avisara si gente extraña llegaba por allá. Le dieron un teléfono y un número para llamarlos. Su tío aceptó.

A Juan le fascinaba ver cómo aterrizaban las avionetas. Si era de noche lo hacían guiándose por las luces de los vehículos que se estacionaban en los bordes de la pista. Las descargaban y, en menos de media hora, se perdían de nuevo en el firmamento. Uno de ellos, al que llamaban el Mexicano, llegaba con frecuencia a visitarlos. Era el responsable de tener todo en orden. Aunque su aspecto intimidaba, se portaba amable con ellos, incluso llevaba dulces o juguetes a Juan. Una vez le confesó que tenía un hijo de la misma edad y que tenía años de no verlo. Cuando Juan le contó su descubrimiento en la iglesia, el Mexicano le pidió que se la enseñara.

-Pinches curas- recuerda Juan que dijo. -Ve tú a saber qué hacían aquí. Esto da miedo manito. Vámonos antes que las ánimas nos comiencen a perseguir.

Una tarde el Charro llegó con varios secuaces. Traían con ellos a un tipo con los ojos vendados. El “señor” venía herido de un hombro y estaba casi inconsciente.

-Juanito- dijo el Charro. -Vamos a encerrar a este güero en aquel hoyo que me mostraste.

Luego de tirarlo en una celda, atravesaron un candado en la reja. El Charro instruyó a Juan:

-Quiero que lo alimentes y para que no se nos muera, con cada comida dale estas pastillas, una es para el dolor, la otra para prevenir una infección.

-No se preocupe don Pepe, esto será sólo por unos días. Cuando termine la negociación, lo vendremos a traer. -Dijo el Mexicano para calmar al tío.

Cinco días después el Charro apareció con cara de pocos amigos.

-Esta mierda no está funcionando. La vieja es más terca que una mula -recuerda Juan que dijo maldiciendo. Antes de bajar al calabozo, con dos de sus hombres, dijo a Juan:

-No te quiero cerca. Ándate para otro lado.

Al rato subieron con algo envuelto en un trapo y llamó al muchacho.

-Hazme un favor Juanito. Cuidá al señor. Tuvo un accidente. Lávale la herida. Échale esto para que no se infecte. Voy a dejarte una copia de la llave del candado para que puedas entrar, pero cuidado, no se te vaya a escapar. Eso me pondría muy enojado Juanito.

A pesar del tono amistoso, a Juan se le erizó la piel. Esa tarde bajó. El señor estaba desmayado. Le lavó la mano cercenada. Luego le echó el ungüento y lo vendó con un trapo limpio. Los siguientes días fueron complicados. El prisionero era presa de una fiebre incontrolable. Finalmente su tío logró controlarla usando unas hierbas.
La macabra historia se repitió una semana después. Esta vez fue la oreja. Juan se sentía aterrorizado al ir descubriendo la verdadera personalidad del hombre que le llevaba dulces y juguetes.

Juan se colaba en el subterráneo y se sentaba en la oscuridad de las gradas a observar ese hombre, alto, de ojos claros y pelo rubio que comía poco y pasaba casi todo el tiempo perdido en sus pensamientos. A veces lanzaba unos alaridos que estremecían. Juan se preguntaba, con la morbosidad de los adolescentes, ¿qué le cortaría el Charro la próxima vez que viniera?

Dos semanas después, a José le avisaron que esa tarde llegaría una avioneta. Era la temporada de lluvia y no hacían vuelos nocturnos. Como en otras ocasiones, desenterraron los bidones de gasolina para reaprovisionarla y los pusieron al extremo de la pista. Recogieron las ramas y piedras que estuvieran ensuciándola y se sentaron detrás de una arboleda a esperar. Al mediodía apareció la gente del Charro, esta vez él no llegó. Casi a las cinco la avioneta realizó un aterrizaje perfecto. Los hombres iniciaron la descarga. Estaban afanados en eso cuando de detrás de un cerro apareció un helicóptero. El trepidar del fuego de las ametralladoras de ambos bandos hizo que José y Juan salieran corriendo. Las fuerzas rivales habían rodeado el lugar. Tío y sobrino subían por la montaña, aferrándose a las raíces, resbalando continuamente, mientras escuchaban el zumbido de las balas disparadas en los alrededores. De pronto Juan escuchó un gemido y vio caer a su tío. Una bala le había atravesado la cabeza.

Juan estuvo escondido en la montaña por más de una semana. Vio cómo los soldados incendiaban la que había sido su casa, lo que avivó el recuerdo de cuando había perdido a sus padres. Por fin, cuando se animó a bajar, lo hizo con infinitas precauciones. En la pista habían quedado las huellas del combate. Estaban la avioneta y varios vehículos quemados, había manchas de sangre, pero ni un solo cadáver.

De pronto recordó al señor en el calabozo. Cuando bajaba a buscarlo, un insoportable hedor le hizo retroceder. Sólo alcanzó a describirme las inmensas ratas negras, entregadas a un incontrolable frenesí dentro del calabozo.

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