martes, 13 de diciembre de 2011
El Mejor Regalo
Me encanta frecuentar los bares del viejo centro. No son los de moda, pero allí he encontrado muchas almas deseosas de compartir sus historias. Este diciembre, escuché una que me dejó un imborrable recuerdo.
Era una noche fría, sin alguna celebración especial, por eso las calles estaban vacías. Las luces de la avenida central incomodaban a la multitud de mendigos que buscaban como cobijarse con restos de cajas de cartón bajo las marquesinas de los almacenes.
Había entrado a este lugar y en menos de quince minutos ya estaba arrepentido. No sólo estaba vacío sino que era la tercera vez que escuchaba aquella deprimente canción del Buki “llegó navidad y yo sin ti…” la tonada ideal para hurgar en la herida que me había dejado el abandono de Claudia. Trataba de enfocar mi enésimo shot de tequila cuando sentí que alguien se sentó a mi lado. De reojo observé su perfil aguileño, el pelo agarrado con una cinta de tela típica, la barba de candado y la guitarra que apoyó con cuidado contra la pared. Parecía uno de esos músicos bohemios luego de completar su actuación. Dejándome llevar por el impulso, le invité a un trago, él aceptó sonriente. Para romper el hielo le pregunté que qué hacía y me respondió:
―Vengo de visitar a mi viejo.
A continuación me compartió su historia.
―En realidad, jamás lo conocí. El desapareció, o mejor dicho lo desaparecieron, algunos meses antes que yo naciera. Estamos hablando de los ochenta, cuando reclamar un salario digno representaba una condena a muerte. Conoció a mi madre en la universidad. Su romance floreció al ritmo de la trova de la Negra y Milanés, música que tal vez ya no estaba de moda pero que reflejaba sus sueños de una sociedad más consciente, en donde se respetara la dignidad de cada ser humano y se le diera la oportunidad de vivir en libertad. El “Te quiero” de Benedetti, escrito por mi padre, con trazos firmes en una arrugada hoja de cuaderno, inmortalizó su amor. No se casaron, consideraron que lo suyo trascendía más allá de lo que dijera un papel, por eso llevo su nombre pero no su apellido.
―De él recuerdo la foto que mi madre tenía en la sala, un joven de pelo colocho, al estilo afro que tan de moda estaba entonces, lentes redondos que enmarcaban una mirada soñadora y una sonrisa franca de quien no le debe nada a la vida. Vida que quedó truncada antes que cumpliera veintitrés años. Desde entonces hasta su muerte, ocurrida dos décadas después, mi madre se dedicó a buscarle. Su obstinación nos llevó a soportar amenazas, rechazos, hambre, miedo, pero ella siempre me decía que no descansaría hasta encontrarlo. Sin embargo, guardo dulces recuerdos de la Navidad, siempre se nos cruzó en el camino algún alma caritativa que nos regalaba un tamal o me daban un juguete sin recibir a cambio más que palabras de agradecimiento. Por eso, a pesar de todo, amo a la gente de este país.
―Hará unos ocho años se conoció un documento que llaman el Archivo Militar. Contiene las fotos de cientos de personas, que desparecieron en aquellos tiempos, con información de su supuesta militancia en la insurgencia, la fecha de su captura y su posterior destino. La ficha de papá indica que fue “300” el 29 de junio de 1984. Se llegó a establecer que ese 300 significaba que la víctima había sido ejecutada en esa fecha. Fue un golpe mortal a las esperanzas de mi madre. Al confirmar que él no regresaría con vida, lo único que ansiaba era tener un lugar al que llevarle flores para su cumpleaños. Decía que mientras tanto, ninguno de los dos descansaría en paz. El cáncer no le permitió consumar la tarea, pero yo recogí el estandarte.
―Hace un par de años, la Fundación de Antropología Forense creó un banco de datos de ADN de familiares de desaparecidos. La idea era que ellos tuvieran material contra el que comparar el de los restos que iban encontrando. Este septiembre me llamaron. Las pruebas demostraban, con un 99.997% de seguridad, que habían identificado a mi padre en los que fueron desenterrados dónde estuvo ubicada una base militar en el altiplano. Encontraron los de dos personas en esa fosa clandestina, los dos eran estudiantes universitarios y ambos aparecían en el Archivo con la misma fecha de “300”.
―Al otro compañero la familia lo enterró. En el caso de papá decidí que lo conserven en una urna, junto con la foto de su juventud, la página del Archivo que resume, en cuatro líneas, nuestro calvario de toda una vida y las fotos del sitio en dónde lo localizaron. No creí que fuera justo regresarlo a la tierra y sepultar su historia. La evidencia es contundente. El círculo se cerró, sabemos quienes lo torturaron hasta morir y que tuvieron la desfachatez de enterrarlo en el sitio dónde le arrebataron la vida. Mi padre era un poeta y un soñador, el aspiraba a que todos tuviéramos oportunidades de superarnos, nunca tomó un arma. Su arma era una pluma, por eso le arrebataron la vida. Mi regalo de Navidad, a aquellos que me privaron de sus abrazos en estos días, es el perdón. No creo en la venganza, pero deseo inmortalizar su sacrificio. Tal vez así cobremos conciencia de lo que realmente significa amar y que la felicidad no está en fiestas o regalos, consiste en valorar todo aquello que con dinero no se puede comprar.
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