martes, 13 de septiembre de 2011
Cadena de Secretos
I
Me crié en un entorno donde los secretos eran parte de la vida. Habían acompañado al abuelo Eduardo siempre y en el caso de papá había otras razones para mantener algunas partes de su vida ocultas.
La existencia del abuelo Eduardo estaba plagada de leyendas. Desde sus humildes inicios trabajando en una plantación propiedad de la United Fruit, su incorporación al grupo que nos liberó de los comunistas a mediados del siglo pasado, las inmensas propiedades que adquirió aprovechando las conexiones que hizo con la gente de la liberación, su casamiento con la hija de un poderoso hacendado, su prematura viudez cuando mi padre nació, su devoción por ese hijo que lo llevó a renunciar a rehacer su vida amorosa, hasta el infortunado accidente del techo que cobró la vida de mi padre y lo dejó a él paralítico.
Todo el mundo le llamaba mayor Solares aunque nunca fue militar, el grado se lo otorgó el gobierno de la liberación por haber colaborado al derrocamiento de Árbenz. De humilde cosechador de banano pasó a ser un respetado terrateniente por cuya casa desfilaban empresarios, militares y políticos. Desde esa época nació la idea de que su hijo David, mi padre, podría ser presidente del país, ya que ese grupo manejaba los hilos de la política del país a su antojo y definía la sucesión en el mando en un plan que abarcaba más de medio siglo.
Esa posibilidad se convirtió en la obsesión del abuelo Eduardo. Imagino que lo veía como la culminación de una vida plagada de éxitos, sin embargo había un requisito no escrito para convertir el sueño en realidad, que papá se graduara en la academia militar. El rechazo de mi padre a la idea, ocasionó frecuentes choques entre ellos. Ante la presión de su padre, él se refugió en la casa de sus abuelos maternos. Sin embargo pudieron más las influencias del abuelo Eduardo.
La estadía de mi padre la academia militar duró hasta que la dirección se enteró que Ana Lucía, mi madre había quedado embarazada. Las influencias del abuelo tenían un límite y prevaleció la aplicación del reglamento. En una cosa concordaron los padres de ella y el abuelo, no era conveniente obligar a los jóvenes a que se casaran. De manera que, sin interrumpir totalmente la relación, cada uno continuó viviendo en su casa.
El día que marcó las vidas de mi familia había llovido mucho. Dicen que mi padre acostumbraba subir al tejado de la casa familiar con la justificación que deseaba ponerse en contacto con el universo. Ellos vivían en una imponente edificación de dos pisos que semejaba ser un castillo de la edad media. El abuelo subió a buscarlo y resbaló debido a la humedad de las tejas. Papá trató de rescatarlo pero no pudo sostenerlo. Al caer se fracturó el cráneo y murió de manera instantánea. El abuelo cayó de espaldas y se rompió la espalda.
Faltaban tres meses para que yo naciera.
A partir de ese día el abuelo Eduardo se apartó del mundo, envejeció siguiendo la misma rutina diaria. La servidumbre lo sacaba a tomar el sol en su silla de ruedas, bien abrigado para prevenir que se enfermara. A cada hora le llevaban una bebida caliente mientras él no hablaba con nadie y se pasaba el día con la mirada perdida hasta que el sueño lo rendía y lo llevaban de vuelta a su dormitorio.
II
Mi relación con abuelo Eduardo fue escasa porque crecí con la familia de mi madre. La gente comentaba el sorprendente parecido que tenía con mi padre, y no sólo era lo físico, a mí tampoco me atraía la milicia. Me llamaban el filósofo porque me atraía la reflexión, encontrarle el sentido a la vida.
Tenía quince años cuando mi madre partió a reunirse con papá y sentí un irresistible llamado de hacerme sacerdote. Mis abuelos maternos respetaron la decisión. Al abuelo Eduardo ni le consulté y casi muere del susto la primera vez que llegué a visitarle vistiendo el hábito. Me miró con el semblante endurecido y se negó a que le diera el acostumbrado beso en la frente, de pronto escondió el rostro entre las manos y rompió a llorar.
―Quiero que se marche. Lo que hizo destruyó la última ilusión que me quedaba.
Pasaron cinco años. Acababa de oficiar misa en la capilla de la cárcel cuando me pidieron que fuera a la casa del abuelo Eduardo ya que reclamaba mi presencia. Al llegar, la mirada de los médicos me dijo más que cualquier palabra, era evidente que sólo esperaban un desenlace fatal.
El abuelo estaba irreconocible. El cáncer lo había devorado hasta que el punto que parecía un costal de huesos recubiertos por una piel apergaminada. De su cuerpo exhalaba un insoportable olor a podredumbre. Al agacharme para darle el beso en la frente me dijo con una voz que sorprendía por su firmeza.
―Pida que nos dejen solos, necesito confesarme.
Cuando todos se retiraron, me senté a la orilla de la cama y le tomé una mano.
III
La alegría por el nacimiento de su padre se vio empañada por la muerte de mi amada. Ese día maldije a ese Dios, que tan ingrato se había portado siempre conmigo y se cobraba con creces cualquier mísera satisfacción que me daba.
Cuando los amigos me propusieron que trabajáramos en el proyecto para que David fuera elegido para la presidencia, lo convertí en la meta de mi vida. Qué lejano estaba que el imbécil fuera tan irresponsable de no controlar el llamado de las hormonas e hiciera mierda el plan que habíamos trazado. No concebía cómo, alguien que llevaba mi sangre me pagara así los sacrificios que había hecho por él. Incluso llegué a preguntarme si realmente él sería mi hijo.
En una tensa reunión celebrada en la oficina del presidente de la cervecería tuve que tragarme la humillación de recibir los reclamos de mis amigos por no haber podido controlarlo. Al salir de allí la sangre me hervía y no hallaba la hora de encarar a tu padre. Recuerdo que había llovido mucho y la servidumbre me dijo que estaba en el techo. Lo encontré sentado cerca de la chimenea, fumando esa yerba que estaba de moda entre los jóvenes y escuchando una endemoniada música que alteraba los sentidos.
Sin mediar palabra comencé a abofetearlo. El ataque lo tomó por sorpresa y retrocedió. En ese momento se resbaló. Me quedé observando cómo era tragado por las tinieblas, por un instante pensé que tal vez era mejor así. Reaccioné cuando escuché el golpe seco de su cuerpo al estrellarse en el jardín, pero ya era tarde. Todo comenzó a girar a mi alrededor, las piernas me temblaban, busqué a tientas un lugar en dónde apoyarme y tú ya sabes el resto.
No me mires así. Necesitaba hacer esta confesión contigo. Suficiente he sufrido en esta vida como para irme a recibir un castigo eterno. No sólo eres mi nieto, eres un ministro de Dios, estás obligado a guardar silencio y a darme la absolución. ¿Qué esperas? Apúrate, has tu trabajo, di qué quieres que rece para que se salve mi alma.
IV
Hay momentos que ponen a prueba nuestra condición humana. El más difícil que he pasado fue cuando escuché la confesión del abuelo. No es cierto que la verdad te haga libre, al contrario, estoy convencido que con malvada premeditación decidió depositar la carga emocional de esa cadena de secretos en mí.
Tuve en mis manos su salvación, o condena eterna, y tomé la decisión que consideré correcta. Nadie sospechó lo qué sucedió. Era obvio que los que estaban allí pensaban que, cuando me encerré con él en la habitación, ya estaba en sus últimos momentos.
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