jueves, 14 de julio de 2011

LA MALDICIÓN DE CAÍN


David nunca pensó que agradecería tanto el esfuerzo de ese veterano Jeep, que lo conducía por estrechos desfiladeros a la orilla de profundos precipicios. La niebla, que cubría el lugar, tomaba formas fantasmagóricas en tanto un intenso frío se colaba dentro. Mientras conducía, David recordaba la conversación que había tenido con el general Colindres.

“Teniente ustedes, las nuevas generaciones, ni idea tienen de lo que a nosotros nos tocó vivir. Ningún entrenamiento nos había preparado para las experiencias que pasamos. Nos enfrentábamos a un enemigo que no daba la cara. Nunca sabíamos bajo qué disfraz se escondía o dónde iba a aparecer. Pasábamos los días sometidos a una terrible tensión. Cualquier desconocido podía ser un adversario dispuesto a liquidarnos. Comprenderá que en tales circunstancias, era inevitable que a más de alguno se le fuera la mano. Debo aclararle que el ejército, como institución, nunca avaló los contados excesos que se dieron de nuestra parte. Fueron decisiones tomadas por algunos individuos como consecuencia de las circunstancias a las que se enfrentaban. Sin embargo, a causa de ello, han montado una leyenda que el enemigo ha usado para atacarnos.”

Luego de meses de intensa búsqueda abrigaba una esperanza, que ahora si estuviera tras la pista correcta. Un contacto le había referido con el padre Falla, un conocido antropólogo que había dedicado su vida a desenterrar el secreto mejor guardado de Guate-la-mala: las masacres en la selva perpetradas por el ejército antes de la firma de la paz. Cuando calculó que se acercaba a su destino, repasó las recomendaciones del contacto.

“Usted ha tenido la dicha de ignorar muchas cosas que ocurrieron durante la guerra. Sin embargo él, que las vivió en carne propia, está convencido que el ejército es el principal responsable de las matanzas. Le comenté que usted es militar. No se sorprenda si le recibe con reservas. Le recomiendo que sea paciente. Use su buen juicio y plantéele sus dudas en el momento indicado.”

Cuatro indígenas de mirada desconfiada le esperaban en el punto de encuentro. Luego de comprobar su identidad, le pidieron que los siguiera. Caminaron por más de dos horas entre la selva, guiándose únicamente por la luz de la luna. Finalmente llegaron a una sencilla choza. Falla rondaba los setenta años. La luminosa mirada de sus ojos contrastaba con sus cabellos y barba totalmente blancos. Aprovechando la luz de varios candiles se encontraba clasificando lo que, a primera vista parecían miles de papeles. Contrario a lo que David esperaba, lo recibió como a un viejo amigo.

―Bienvenido hijo. Que el Señor sea contigo. Estoy seguro que Él ha guiado tus pasos. Espero que acá encuentres lo que has estado buscando.

David decidió obviar los rodeos.

―Padre, le agradezco que haya aceptado recibirme. Antes de continuar es importante que sepa algo. Soy hijo del general Eduardo Solares. Mi padre estuvo destacado en la cordillera por el lado del Ixil.

Un mal disimulado destello de sorpresa se reflejó en la mirada del sacerdote.

―Estoy tratando de averiguar qué ocurrió allá en las fechas en que nació el que, hasta hace poco, consideraba mi hermano.

Seguidamente le resumió la extraña historia. Sus recuerdos de dieciséis años atrás, el día que su padre y el bebé aparecieron en su casa. Los rumores que circulaban sobre su origen. El resultado de las pruebas de ADN que a escondidas había sacado. Su infructuosa búsqueda de otras pistas. Falla tomaba notas mientras escuchaba. Cuando David concluyó, le comentó.

―Creo que puedo ayudarte, pero necesitaré tiempo.

Durante los siguientes meses, David acudió varias veces a los llamados de Falla. Siguiendo sus indicaciones logró ubicar los restos de cuatro poblados, pero no encontró indicios que le ayudaran a descifrar el misterio.

Era obvio que una tempestad de muerte y destrucción había arrasado esas tierras. Más que los restos, que con el transcurso del tiempo habían vuelto a ser reclamados por la selva, era el temor que leía en los ojos de la gente de las localidades cercanas, y que los enmudecía al verle uniformado, lo que le convenció que el terror de aquellos años aún no había sido olvidado.

* * * * *

David anhelaba que ese nuevo viaje al altiplano contribuyera al logro de su objetivo. Cada vez se le complicaba más justificar el lento avance de su investigación. Ignoraba la razón, pero cuando se dirigía hacia allá, volvía a recordar al general Colindres, su inmensa barriga, sus enrojecidos ojos, casi perdidos entre las bolsas que los rodeaban, que hacían difícil imaginar cómo había sido de joven, elaborando argumentos para convencerle:

“Trate de imaginarse en plena selva, encabezando una patrulla. De pronto se topa con los restos de un poblado, de esos que la guerrilla arrasaba cuando la gente se negaba a apoyarles. Siente el insoportable olor a muerte. Mira los perros disputándose los cadáveres con los zopilotes. De pronto escucha que de un rancho medio quemado sale lo que aparenta ser el llanto de un recién nacido. Entra allá y encuentra un bebé que milagrosamente sobrevivió a la matanza. ¿Usted que habría hecho?”

Encontró a Falla oficiando misa en un claro de la selva. En ese instante reflexionó que para encontrar a Dios no se necesitaban lujosas iglesias o imágenes recubiertas de oro y piedras preciosas. Dios estaba allí, manifestándose en esa arboleda bañada de luz, en el armonioso gorjeo de los pájaros, en el dulce murmullo del riachuelo que corría por las cercanías.

Al concluir la ceremonia, el sacerdote se acercó a saludarle.

―David, alabada sea la Providencia que guió tus pasos hasta aquí. Te suplico que nos acompañes mañana y seas testigo de lo que encontremos. Déjame explicarte. Hace ocho días un grupo de investigadores localizó los restos de un poblado llamado Chanaj. Entre los vecinos corre un rumor. Que algo diabólico ocurrió cuando lo destruyeron. Dicen que el lugar está embrujado y que por allí rondan las almas de los ajusticiados. Para complicarnos más las cosas, el alcalde de la región nos ha estado acosando. Se trata de un acaudalado terrateniente llamado Pedro Coyoy. Sabemos que es un ex PAC, sospecho que alguna razón ha de tener para querer obstruir nuestra investigación. A diario se presenta, acompañado de hombres armados, a preguntar qué estamos haciendo.

―No se preocupe padre, pueden contar conmigo.

La caminata hasta el valle en donde estuvo situado Chanaj les tomó más de ocho horas. Como llegaron a su destino cuando el sol estaba ocultándose, decidieron descansar e iniciar el trabajo al amanecer. David no lograba conciliar el sueño y prefirió sentarse bajo la ceiba que dominaba el lugar.

Un estallido de luces detrás de una colina cercana interrumpió sus pensamientos. Semejaban diminutas estrellas de movimientos erráticos que violentaban la oscuridad de la noche. Varias veces el enjambre de luciérnagas revoloteó sobre él. Como insistían en retornar a la colina, David decidió seguirlas.

Llegó a una explanada cubierta de maleza. En su extremo más lejano se levantaba un montículo. Las luciérnagas, que volaban en la cima, le rodearon cuando trepó hasta allí. Su frenético aleteo le obligó a cerrar los ojos. Segundos después unas ráfagas de viento las arrastraron consigo. David observó a su alrededor. Contrario a lo que sus sentidos indicaban, experimentaba una extraña sensación, que no estaba solo. Un quejido prolongado brotaba de la tierra. Intentó moverse pero un escalofrío lo sacudió cuando sintió que unas manos invisibles le sujetaban los pies. El viento transportaba sonidos parecidos a una emisión de radio con muchísima estática. Poco a poco comenzó a diferenciarlos... semejaban llantos, disparos, gritos de terror, fuego devorando madera...

Temblando en medio de la oscuridad musitó una oración.

― ¡Dios mío! Estoy aquí porque tú lo has querido. Pongo mi vida en tus manos. Que se haga tu voluntad. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Al pronunciar la última palabra un silencio, tan denso como las tinieblas que le rodeaban, se apoderó del lugar. Retornó al campamento, a punto de desfallecer, sintiendo los violentos latidos de su corazón. No pegó los ojos en el resto de la noche. Al despuntar el alba comentó el suceso con el resto de expedicionarios.

―Llévanos allá.

El montículo parecía un tumor maligno emergiendo de la faz de la tierra.

―Eso no parece natural. Veamos que hay allí. ―dijo Falla.

Comenzaron a cavar. Pronto hallaron una masa de restos destruidos por el fuego. Al seguir profundizando encontraron osamentas casi completas.

―Fueron los primeros ajusticiados. Por eso el fuego no los llegó a consumir ―comentó uno de los expertos.

―La ropa tiene el diseño que se usaba en Chanaj ―dijo otro.

David examinó los cascabillos y esquirlas que recogieron.

―Son las municiones que el ejército utilizaba en esa época ―confirmó sin mover los labios.

Luego de una semana los forenses estimaron que habían localizado los restos de entre cien y ciento cuarenta masacrados. Antes de retirarse, Falla celebró un oficio religioso suplicando a Dios por el eterno descanso de las almas de los caídos.

* * * * *

David inició el retorno a la capital abrumado por sus pensamientos. Por buscar respuesta a las interrogantes que planteaba la llegada de Guayo a su familia, había descubierto la puerta al inframundo del terror provocado por miembros del ejército en décadas pasadas. Las dudas se clavaban como dagas ardientes en su corazón. ¿Qué papel habría jugado su difunto padre en esto? Además ¿Cómo era posible que las autoridades negaran algo tan evidente?

Conducía a baja velocidad entre la neblina. Las luces del Jeep apenas iluminaban algunos metros por delante. De repente divisó una persona parada a la orilla. Parecía esperar que alguien se ofreciera a llevarlo. David se detuvo.

El hombre vestía un atuendo típico de la región, y tal vez por el intenso frío, se tapaba la cara con un trapo. Subió al asiento de atrás. Por el retrovisor David sólo alcanzaba a divisar el brillo de sus ojos fijos en él. Comenzaron a descender una pronunciada pendiente, en vano pisó David el pedal de los frenos porque el vehículo inició una carrera sin control.

En ese momento el pasajero se quitó el trapo que le cubría el rostro. David alcanzó a ver que tenía la cara desfigurada, como si alguien se la hubiera deshecho a golpes. Además, una horrenda quemadura abarcaba la mitad de la superficie.

Con una voz que parecía venir de ultratumba, el desconocido le dijo:

―Dentro de poco volverás a ver al Caín de tu padre. Dile que las cuentas han quedado saldadas. Era su hijo a cambio del mío.

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