jueves, 29 de septiembre de 2011

La Aventura de mi Madre Pirata


¡Qué difícil es no sucumbir a la piratería! Con el correr de los años, se ha vuelto parte de nuestra vida. Esa tentación es tan irresistible, como la de nuestros primeros antepasados cuando la serpiente les contaba todos los beneficios de comer el fruto prohibido. Ahora podemos disfrutar de música o películas a una fracción de su precio normal, ya no digamos de relojes, camisas de marca o cualquier otro producto que como resultado de su popularidad, se haya ganado el privilegio de ser clonado.

El consumidor sabe que al comprar un producto pirata, se corre el riesgo de no tener la misma calidad que uno original. Sin embargo, en este falso mundo de apariencias, en dónde vales por lo que tienes y no por lo que eres, a pocos importa. ¿Es mejor comprar algo original o la copia pirateada? No quiero que nos sumerjamos en dilemas éticos o legales, tampoco pretendo convencerlos de mi punto de vista. Sólo déjenme que les cuente lo que sucedió medio siglo atrás…

Cuando mi hermano menor nació, por razones que jamás supe, a mamá la despidieron de su trabajo como dependiente en una zapatería. Con el dinero de su indemnización abrió un almacén en la parte de la casa que daba a la primera avenida. En un arranque de inspiración o proyectando un deseo, le puso “Esperanza”.

Era un espacio que en menos de tres metros de ancho, acomodaba un mostrador y una pequeña estantería de madera. Algunas de las despensas Eben Ezer, que ahora abundan, son más ostentosas que nuestro “Esperanza”.

El lugar quedaba en la ruta de acceso al Hospital General y nuestra mercadería servía a quienes visitaban a los recluidos allí: ropa interior “para damas, caballeros y niños” como un poco inspirado pintor plasmó en la pared de la calle, cepillos y pasta de dientes, perfumes, cremas de manos y cuerpo, medias, algunos cosméticos, etc.

Aún no me explico cómo logramos sobrevivir vendiendo eso por casi cuatro años, lo que duró la aventura antes que una inesperada incursión de los ladrones nos precipitara a la bancarrota. Recuerdo que las ventas diarias no pasaban de diez quetzales y muchas veces mamá me enviaba corriendo hasta la séptima avenida a depositarlos íntegros para cubrir un cheque sin fondos que había girado para cancelar facturas vencidas.

Varios años de mi niñez los pasé sentado detrás del mostrador, haciendo mis tareas o leyendo revistas usadas que caían en mis manos, clavando constantemente la mirada en la puerta, mientras le rogaba a Dios que nos enviara a un cliente para que tuviéramos qué comer al día siguiente.

Un día apareció un muchacho que en su mochila llevaba varias latas de crema Nivea. Ignoro qué cuento le metió, el caso es que mamá las compró porque parecían una buena oferta. Unos días después apareció una pareja muy molesta, exigiendo hablar con ella. La muchacha tenía la cara llena de pústulas. ¡Habían sido nuestros primeros clientes de las famosas cremas! Sólo Dios sabe que le habían puesto a esas latas, que en apariencia se veían legítimas.

Luego de muchas súplicas salpicadas por copiosas lágrimas, mi mamá logró calmarlos, y el joven desistió de denunciarla a la policía. Eso sí, tuvimos que devolverles su dinero y tiramos las latas no vendidas.

Pasamos varios días llenos de sobresaltos porque habíamos vendido cuatro latas, nunca supimos que pasó con los otros tres clientes, incluso ahora, cada vez que veo a una anciana con la cara lacerada, me le quedo viendo fijamente en un vano intento de identificar si se trata de alguna de esas clientas estafadas.

Hay momentos que jamás olvido. Al escribir esto, rememoro a mi madre llorando desconsoladamente por el timo que nos hicieron y cada vez que me ofrecen algo pirata, recuerdo la angustia que pasamos en aquellos lejanos días, cuando la vida nos trataba duramente.

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