lunes, 27 de diciembre de 2010
Extraviado (II)
Tenía que ir al Palacio Nacional a cumplir un compromiso, como no tenía con quién dejar a Duque (mi querido gran danés), decidí llevarlo conmigo. Nos metimos a la camioneta y emprendimos el camino al centro. Mientras conducía me preguntaba en dónde podría dejar el vehículo sin exponerme al vandalismo de los indeseables merodeadores de esa área. Además me preocupaba que tuviera que dejar el perro allí porque no veía probable que me dejaran ingresar al Palacio con él. Duque es un animal inmenso, parece un pequeño caballo, pero también es la mansedumbre encarnada en un can. Jamás ha atacado a nadie. Es mi mejor y por qué no decirlo, mi único amigo con el que distraigo la soledad de mi vida.
En vista que no encontré una mejor solución decidí parquearme frente al Palacio. Tomé la octava calle y al llegar a la altura de la puerta principal, di un timonazo a la derecha, subí la acera y estacioné la camioneta justo entre dos de esos faros redondos que se erigen sobre sus bases de metal forjado. Le dirigí unas palabras de cariño a Duque y bajé. Eso sí, dejé las luces encendidas para que él no tuviera miedo.
El Palacio siempre me ha impresionado por su imponente construcción de piedra verde jade, grandes ventanas rematadas en medio arco engalanadas por vistosos vitrales y las altas torres cuadradas ubicadas en sus cuatro esquinas. Curiosamente no había guardias custodiando sus puertas y pude entrar sin que nadie reclamara mi osadía de dejar la camioneta con un perro que apenas cabía en el asiento trasero, justo enfrente de la puerta principal.
Llegué al salón en donde se celebraba la reunión a la que debía asistir. En las mesas redondas sólo vi sentadas mujeres. Todas estaban en sus treintas y se veían atareadas llenando cartones de bingo. El único hombre era yo. Al cabo de algunos minutos el juego concluyó. Todas comenzaron a despedirse. Una de ellas, de baja estatura, ojos claros y largo cabello rubio, se acercó y dijo que tenía que pagar cien quetzales. Busqué en los bolsillos, no cargaba ni un centavo. Ella tenía la mano extendida. Su mirada reflejaba impaciencia. Medio aturdido le dije que me diera unos minutos, que iría a buscar un cajero automático. Salí corriendo del lugar. Sólo me detuve un momento para cerciorarme que Duque se encontraba bien y me perdí detrás del Portal del Comercio buscando un dispensador de dinero.
Regresé con un billete de cien en la mano. Me dio lástima mi perro encerrado y ya que la primera vez nadie me había puesto reparos en ingresar, decidí llevarlo adentro conmigo. Volví a entrar, pero a pesar que me pareció que era la misma puerta, el lugar era completamente distinto. Estaba dentro de una edificación en ruinas en pleno proceso de reconstrucción. Por un momento pensé que tal vez me había confundido y había entrado por otra puerta, la que me había conducido a un sector antiguo del Palacio, así que tomé por un corredor en busca del salón en el que había estado. Caminaba de prisa, sintiendo el jadeo de Duque detrás de mí. Luego de algunos pasos el corredor terminaba en un muro. Un poco frustrado emprendí el regreso y tomé por otro… para alcanzar el mismo resultado. Estaba atrapado en un laberinto. Y lo peor es que no encontraba a nadie que me pudiera orientar. Perdí la cuenta de las veces que fuimos y volvimos. Parecía que alguien me estaba haciendo una broma de mal gusto. Al final encontré una salida abierta, pero literalmente abierta ya que el corredor no terminaba contra una pared sino en un agujero. Me detuve a la orilla, traté de avistar hacia el fondo, pero sólo vi oscuridad. Al dirigir la vista hacia los lados descubrí que un estrecho puente de tablas nos permitiría pasar al otro lado. El atravesarlo fue para nosotros más complicado que los trabajos de Hércules. Duque estaba aterrorizado, pero nada comparado con el temor que yo sentía. Cuando llegamos al otro lado ambos nos dejamos caer respirando agitadamente. Sentía la camisa empapada en sudor y las piernas temblando como luego de una maratón de baile.
Algo me tranquilizaba. Ya estábamos fuera del laberinto. De este lado todo me pareció conocido así que pronto llegué al salón. No debió parecerme extraño el encontrarlo vacío. Lo inexplicable era que no sólo no había nadie. Tampoco estaban las mesas, las sillas, los cuadros, las cortinas. Sólo cuatro paredes desnudas y frías. Esto comenzaba a ponerse extraño.
Sin embargo algo me motivaba a seguir. Tenía una deuda que saldar. No quería que mis amigas fueran a pensar que no honraría mi palabra. Así que reanudamos la búsqueda con Duque. No nos costó encontrarlas. Ahora estaban en otro salón. En éste las sillas estaban apoyadas contra las cuatro paredes, nada había en el centro. En una esquina estaba una señora de avanzada edad con unos libros. Cada una de las amigas iba pasando con ella, quien las anotaba y luego se retiraban. Mi mirada recorrió el salón buscando a la mujer de baja estatura y cabello rubio a quien debía pagarle. De pronto hasta el corazón dejó de latirme. Allí estaban todas las que habían jugado conmigo apenas una hora antes. ¡Pero ahora estaban en el umbral de la vejez! Parecía que cada una había envejecido al menos treinta años.
Como no encontré a la rubia, me dirigí a otra conocida y le pedí si podía anotarme. Ella me dijo que sí. Nos despedimos. Cuando quise darle un beso en la mejilla, ella volteó la cabeza y nuestros labios se encontraron.
Extraviado (I)
Necesitaba salir de casa, de lo contrario me ahogaría. Abrí la puerta y me despedí diciendo –iré a dar una vuelta.- Tomé la pendiente hacia la zona 14, no llevaba ningún plan en mente, sólo el caminar para relajarme. Comencé a rodear la primera manzana. Tenía forma de óvalo. Un gran muro de piedra apartaba los transeúntes de las mansiones que se erigían en lo alto. Recuerdo que una llamó mi atención. Parecía un castillo de la Alhambra, puertas y ventanas con ese particular estilo morisco. Estaba pintada de color “zapote”. Las diferentes edificaciones del conjunto, incluyendo fuentes y jardines, cubrían un área muy extensa. En algún momento me imaginé cómo sería vivir allí. De pronto el camino se estrechó tanto que ni los rayos del sol lograban penetrarlo. En la penumbra observé que en lugar de piedras, los dos muros estaban llenos de nichos mortuorios. Más que miedo, sentí curiosidad. Parecía que éste había sido un cementerio mucho antes de volverse zona residencial, pues aunque se conservaba bastante bien, eran obvios los estragos del tiempo en las lápidas y jardineras.
Comencé a cansarme, ya que por más que seguía el contorno de esa manzana, no lograba iniciar el retorno, sin embargo continuaba caminando, porque presentía que si daba la vuelta, el retorno en ese sentido sería más largo. Tenía razón. Al cabo de unos minutos mi sentido de orientación me indicó que éste ya había iniciado. De pronto llegué a un sitio en el que confluían tres calles. Me detuve a decidir por cuál tomar cuando noté que justo en dónde estaba había un lujoso restaurante de estilo francés. Asomé la cabeza y vi el mobiliario de finas maderas, unas gruesas cortinas color vino tinto y lámparas de almendrones que daban una discreta iluminación al lugar. El capitán se acercó y me invitó a entrar. Me sentí incómodo, ya que había salido de casa vistiendo ropa informal. Entonces él me ofreció otra opción. Me dijo que me podían servir –enfrente- y señaló hacia el otro lado de la calle.
Efectivamente allí había mesas al aire libre colocadas en un pequeño jardín rodeado de mausoleos.
miércoles, 8 de diciembre de 2010
HACE TREINTA AÑOS
Prometía ser otro día más previo a la Navidad. Mi hija Lourdes tenía diez meses y a causa de un accidente que sufrió su mamá, tenía su pierna enyesada. Vivíamos en una diminuta casa en la 15 calle de la zona 1. Para variar, el dinero escaseaba y me sumía en preocupaciones pues mi segunda hija estaba por venir. El trabajo abundaba. Estábamos apoyando una transacción importante (la venta de la petrolera Basic) y casi no nos quedaba tiempo para atender asuntos personales (trabajábamos los siete días de la semana, un mínimo de doce horas diarias). Era el 8 de diciembre de 1980, día de nuestra señora de la Concepción.
Lejos de acá un hombre caminaba por la calle cercana a su apartamento en New York. Años antes había conmovido al mundo con una osada declaración, que su grupo era más famoso que Jesucristo. Luego conoció a una mujer que le hizo ver que no estaba recibiendo el mérito a su talento que se merecía. De hecho, él no buscaba fama o fortuna (aunque ambas le habían abundado), él quería transformar el mundo. Él deseaba que se le diera una oportunidad a la paz, él imaginaba un mundo en el que todos fuéramos solidarios. Él expresó mejor que nadie lo que se puede sentir por una mujer.
A alguien como él le era imposible escapar al acoso de los fans. Por eso no le extrañó que uno de ellos se le aproximara para solicitar que le firmara un disco. Nadie esperaba lo que pasó después. Los disparos que acabaron con su vida terrenal lo elevaron a la inmortalidad. Desde entonces el más grande de los 4 de Liverpool sigue iluminándonos con su inspiración.
Me enteré hasta la mañana siguiente. Recuerdo que ese día se me hizo dificil concentrarme. Pasaron los años. Parece increíble que él no esté entre nosotros. El mensaje de su música sigue tan vivo como tres décadas atrás. Imagine, ese mundo ideal, se volvió una de mis canciones preferidas, no sólo por lo que dice sino por la sinceridad con la que fue escrita. John, gracias por tu legado y por todo lo que has representado en mi vida.
-I believe in God, but not as one thing, not as an old man in the sky. I believe that what people call God is something in all of us. I believe that what Jesus and Mohammed and Buddha and all the rest said was right. It's just that the translations have gone wrong.-
John Lennon
viernes, 26 de noviembre de 2010
Una Enemiga en Casa
Finalizo otra agotadora semana en la oficina. La tensión me está afectando.
En casa me desahogo disfrutando del vicio que adquirí en mis tiempos de estudiante. Las golosinas. No hay placer más grande que sentarse en el sillón reclinable, encender la televisión y pasar al menos dos horas comiendo papalinas, maní, nachos con queso, salami ¡Todo lo que puedan imaginarse! Por supuesto que acompañado de una abundante provisión de cervezas. Mi esposa, que es la persona más comprensiva del mundo, comienza con su molesta letanía: “Eso no es bueno para tu salud” “Deberías cambiar de dieta y hacer un poco de ejercicio” “Recuerda que ya no eres tan joven...” Con toda sinceridad pienso que el asunto es menos grave de cómo lo pinta. Es cierto, estoy más llenito pero aún no me contratarían para trabajar de Santa Claus en las navidades. Además nadie me conoce como yo. Soy una persona que cuando dice “hasta aquí” cumple su propósito. Así dejé el cigarrillo y también a Wendy. Wendy…
Ya que se están escapando las confesiones, debo reconocer que en mi vida hay alguien más. Pero no quiero arriesgarme, en este relato ella será simplemente “ella”.
He perdido la cuenta de los meses que han transcurrido sin que pueda alejar mi pensamiento de ella. Durante el día, basta con que aparte la vista de la montaña de papeles que casi me sepulta, para que nuestro próximo encuentro acapare mis deseos y mis temores. La nuestra es una clásica relación de amor-odio. Sería imposible compartir con ella más de unos minutos al día, pero no puedo dejar de verla cada vez que el sol inicia su recorrido por el firmamento. Sí, como ustedes acaban de enterarse, siempre acomodo mi agenda para pasar un momento a solas con ella.
Somos como el fuego y el hielo.
Me acerco a ella abrasado de ansiedad, soñando con recibir en nuestro fugaz encuentro, los placeres que mi calenturienta fantasía elabora. A cambio obtengo un mecánico y rutinario desprecio. Lo hacemos siempre de la misma manera. Me subo en ella, y al terminar, me despide con ese silencio que me destroza, como si nada hubiera ocurrido. ¡Y lo peor es que ese rechazo a mis ansias me incita a regresar cada día con la esperanza de desquebrajar su caparazón de indiferencia! Les ruego que perdonen mi sinceridad pero hasta cuando hago el amor con mi esposa, me pregunto qué reacción tendrá ella al día siguiente. Estoy convencido que ella, fruto de la mente maestra que la creo, tiene una manera casi matemática de calcular los efectos de todos mis actos..
Cada mañana me preparo para nuestro encuentro. Sé que ella me espera en el lugar de siempre. Sé que estará sobre la alfombra, mostrando sin pudor su cuerpo desnudo. Quisiera penetrar en sus pensamientos, pero el temor me detiene. Esa indiferencia dice más que las palabras, su mudo significado es “pagaste por mí, puedes hacerme lo que quieras, pero jamás te mentiré. Jamás leerás en mi lo que anhelas. Nunca lograrás que llegue a ser completamente tuya”...
Me encamino al sitio que oculta nuestro furtivo encuentro. Cierro la puerta. No deseo que nadie nos interrumpa ni que haya testigos de mi vergüenza. Me quito la ropa, es parte de las reglas de nuestra relación. Antes de seguir me deleito con la blancura y simetría de sus formas. Ya estoy preparado. Subo sobre ella y no me muevo. Ella así lo prefiere. He llegado al extremo de contener el aliento por varios segundos esperando que a cambio de satisfacer sus caprichos, de una respuesta favorable a mis ansias. Cuatro, a los sumo cinco latidos de mi corazón después, culmina la unión de nuestros cuerpos.
Oigo el clic del mecanismo al activarse.
Observo los fríos números que se dibujan en la pantalla.
Doscientas ocho libras.
Me bajo desilusionado. La dejo en el lugar de siempre, yaciendo sobre la alfombra, sin nada que cubra sus blancas formas.
Su indiferente respuesta ha vuelto a lastimarme y eso se refleja en mi apagada mirada.
jueves, 25 de noviembre de 2010
Cambia para hacerme feliz
Erase una vez un niño que detestaba las flores rosadas, el color favorito de su madre.
-¿Por qué Dios me castiga con esto?- preguntaba en su adolescencia cada vez que corría las cortinas de su habitación y observaba el cuidado jardín pletórico de flores de ese color.
Intentó de todo. Llegó hasta el extremo de pintarlas, pero para su desventura, cuando nuevos botones brotaban, volvían a ser de color rosa.
-Odio a mi madre. Si ella sabe que detesto ese color ¿por qué no las cambia para darme gusto?- murmuraba aún en la edad adulta.
Pasaron los años. Nuestro joven se mudó hacia otra ciudad. Allí se casó y formó una familia. La aversión hacia lo rosado pasó a un segundo plano cuando nació su pequeña.
Ahora, con la sabiduría de la madurez ha llegado a concluir que el color siempre fue el mismo. Que el color, como muchos acontecimientos en la vida, es algo neutro. Que la tonalidad con la que se tiñen nuestras emociones es el resultado de nuestra interpretación de los hechos.
Que en nuestras manos está la oportunidad de ser feliz pero que muchas veces la dejamos ir, encaprichados en pedir a la naturaleza que cambie, cuando el que debe cambiar para disfrutar lo que se le ofrece es uno, con nuestras percepciones, nuestros prejuicios y nuestras actitudes.
viernes, 19 de noviembre de 2010
Algo Cotidiano
Él fue descubriendo las señales de violencia tatuadas en aquel cuerpo joven que ya mostraba los estragos del abuso. Intentó averiguar qué había sucedido presintiendo la respuesta que, similar a una bofetada, cortó en seco el interrogatorio
-No quiero hablar de eso
Entonces se dio cuenta que la sonrisa desenfadada que le había llevado a escogerla entre el menú de piel y miserias expuestas a los ojos pletóricos de lujuria de los clientes, no era más que una fachada. Una máscara que ella se ponía para ocultar su tristeza y abandono.
Entonces le hizo el amor de una manera diferente. No quería que se sintiera utilizada. En los cuarenta minutos que recibió a cambio de sus trescientos pesos se empeñó en demostrarle que hay hombres diferentes. La acarició y besó como si fuera la mujer de su vida. Los estremecimientos que logró arrancarle (a pesar de la obvia resistencia que ella ponía para entregarse) fueron su recompensa. La sorprendió con tanta dulzura y delicadeza. Dulzura y delicadeza que continuaron aún cuando habían terminado los vaivenes en el crujiente lecho. Le acarició la cabellera alborotada. Su mano cálida le recorría la espalda rodeando los tres infames cardenales, mudos testigos de la última golpiza.
Los minutos que quedaban dieron lugar a las confesiones.
Dijo llamarse Magdalena (-Otra vez la pecadora- pensó él). Le contó que abandonó los estudios por seguir al amor de su vida. Se unió a él cuando recién había cumplido los quince años.
(-Quince años. ¿Será que a los quince años uno tiene la madurez necesaria para tomar una decisión tan trascendental? ¿O es que para el amor no existe la edad?-).
"Era un hombre maravilloso en todo sentido" dijo ella.
Y él, al ver sus ojos brillando de emoción, confirmó que aún en los lugares más insospechados, encuentra cobijo el amor.
Engendraron un hijo que su amado "Conoce desde el cielo."
Cuando tenía tres meses de embarazo, a su amado le dieron "Una visa al otro mundo."
El brillo se diluyó en lágrimas. La sonrisa adquirió un toque de resignación.
Él se vistió sumido en sus reflexiones. No sólo llevaba la ropa ajada. También su alma estaba estrujada por el sentimiento de culpa. Una culpa colectiva por formar parte de esa sociedad maldita que rinde culto consuetudinario a la violencia. Se marchó con la intención de volver. De volver el tiempo atrás para darle otra oportunidad a ese amor quinceañero que sólo había cosechado los amargos frutos de la soledad. Sus labios se encontraron por última vez en la puerta de salida.
-Volveré- le dijo, resistiéndose a soltarle la mano.
Se acercó a su auto sin reparar en los dos jóvenes que cruzaban precipitadamente la calle.
-Dame el celular y la cartera hijo de puta- Parecía que las palabras eran vomitadas por el frío cañón puesto contra su nuca.
Alzó la mirada.
Alcanzó a verla, apenas oculta tras la raída cortina.
Inconscientemente levantó la mano.
En ese momento, la detonación explotó en su cerebro.
"Ayer por la tarde fue asesinado el sacerdote de origen español Jésús Varela en una calle de la zona 5. Se supone que fue por oponerse a un asalto. El padre Varela, quien vestía de particular al momento del percance, recibió un disparo en la cabeza. El Gobierno lamentó el incidente y ofreció castigar a los responsables. Se informó que el cadáver será repatriado a su país de origen."
viernes, 5 de noviembre de 2010
Luciérnagas
David conducía hacia el altiplano preguntándose qué terribles secretos ocultaban las majestuosas montañas que iban saliéndole al paso.
El padre Falla estaba oficiando misa en un claro de la selva. El espectáculo le confirmó que para encontrar a Dios no se necesitaban lujosas iglesias o imágenes recubiertas de oro y piedras preciosas. Dios estaba allí, manifestándose en esa arboleda bañada de luz, en el armonioso gorjeo de los pájaros, en el dulce murmullo del arroyo que corría por las cercanías.
Al concluir la ceremonia, el sacerdote se acercó a saludarle.
-David, alabada sea la Providencia que guió tus pasos hasta aquí. Te suplico que nos acompañes mañana y seas testigo de lo que encontremos. Déjame explicarte. Hace ocho días un grupo de investigadores localizó los restos de un poblado llamado San José. Muchos en la región conocían en dónde estuvo situado, pero por alguna razón callaban. Entre los vecinos corre un rumor. Que algo diabólico ocurrió cuando lo destruyeron. Dicen que el lugar está embrujado y que las almas de los ajusticiados aún rondan por allí. Para complicarnos más las cosas, el alcalde de la región nos ha estado acosando. Se trata de un acaudalado terrateniente llamado Pedro Coyoy. Sabemos que es un ex PAC y sospecho que alguna razón ha de tener para querer obstruir nuestra investigación. A diario se presenta acompañado de hombres armados a preguntar qué estamos haciendo.
-No se preocupe padre, pueden contar conmigo.
La caminata por la montaña les tomó casi doce horas. Llegaron a su destino cuando el sol estaba ocultándose. Decidieron descansar e iniciar el trabajo al alba. David no lograba conciliar el sueño. Prefirió sentarse bajo la ceiba que dominaba el lugar. Le sorprendió observar algo así como un estallido de luces detrás de una colina cercana. Semejaban diminutas estrellas de movimientos erráticos que violentaban la oscuridad de la noche. De pronto se acercaron. Era un enjambre de luciérnagas. Revolotearon sobre él y retornaron tras la colina.
Al notar cómo repetían la maniobra, David decidió seguirlas.
Caminó unos cuatrocientos metros y llegó a una explanada cubierta de maleza. En su extremo más lejano se levantaba un montículo. Las luciérnagas revoloteaban en la cima. Cuando David lo trepó le rodearon. Con su frenético aleteo le obligaron a cerrar los ojos. De pronto unas ráfagas de viento comenzaron a azotar el área y las arrastraron consigo. David experimentó una extraña sensación, que no estaba solo. Una especie de quejido prolongado brotaba de la tierra. David intentó moverse pero fue en vano. Sentía que unas manos invisibles le sujetaban los pies. El viento transportaba sonidos parecidos a una emisión de radio con muchísima estática. Poco a poco comenzó a diferenciarlos... semejaban llanto, disparos, gritos de terror, fuego devorando madera...
Temblando en medio de la oscuridad, alcanzó a musitar una oración.
-¡Dios mío! Estoy aquí porque tú lo has querido. Pongo mi vida en tus manos. Que se haga tu voluntad. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
En cuanto pronunció la última palabra, un silencio, tan denso como las tinieblas que le rodeaban, se apoderó del lugar.
Retornó al campamento sintiendo los violentos latidos de su corazón y a punto de desfallecer. No pegó los ojos por el resto de la noche.
En la mañana comentó el suceso con el resto de expedicionarios.
-Llévanos allá.
El montículo parecía un tumor maligno emergiendo de la faz de la tierra.
-Eso no parece natural. Veamos que hay allí.- dijo Falla.
Comenzaron a escavar y pronto hallaron una masa de restos semidestruidos por el fuego. Siguieron profundizando, encontraron osamentas casi completas.
-Han de haber sido los primeros ajusticiados. Por eso el fuego no los llegó a consumir- comentó uno de los expertos.
-La ropa tiene el diseño que se usaba en San José- dijo otro.
David examinó los cascabillos y esquirlas que recogieron.
-Son las municiones que el ejército utilizaba en esa época- confirmó casi sin mover los labios.
A los forenses les tomó una semana concluir su tarea. Estimaron que habían encontrado los restos de entre cien y ciento cuarenta hombres. No se encontraron osamentas de mujeres o niños.
Ya había entrado la noche cuando Falla celebró un oficio religioso suplicando a Dios por el eterno descanso de las almas de los caídos. David alcanzó a ver detrás de la arboleda cómo un enjambre de luciérnagas se elevaba en el firmamento.
miércoles, 3 de noviembre de 2010
Crepúsculo
-Última hora. Última hora. Nos informan desde el lugar de los hechos que hoy se encontró tirado en el basurero un cuerpo desnudo, degollado y con las manos cercenadas. La víctima no portaba documentos y fue imposible identificarlo. Los bomberos indicaron que el occiso era de sexo masculino, complexión delgada y de aproximadamente dieciocho años. Tenía un corazón tatuado en el pecho con la palabra “china” adentro. No pierdan nuestra sintonía, seguiremos informando.
El sol había recobrado su primacía luego de un fugaz chubasco. Oculta tras los arbustos, con los zapatos hundidos en el fango y aspirando esa extraña mezcolanza de olores que caracteriza los camposantos de los abandonados por la fortuna, una joven de llorosa mirada y en avanzado estado de embarazo observaba cómo inhumaban a aquella enésima víctima de la violencia. Esperó a que los sepultureros se alejaran para acercarse. Cayó de rodillas y varias veces golpeó con el puño el promontorio de tierra recién removida. Cuando el día comenzó a despedirse, se alejó arrastrando los pasos. Nadie permanecía en el sitio una vez entraba la noche. Corrían rumores que muchos espíritus vagaban en las tinieblas en busca, tal vez, de una explicación para lograr descansar en paz.
El lugar conocido como la Verbena era la última morada de aquellos desafortunados a quienes la parca había cortado prematuramente el hilo de su existencia. Sólo poniendo el debido cuidado se alcanzaba a esquivar los incontables túmulos que emergían de la colina. Algunos estaban señalados con rudimentarias cruces, en otros se veían marchitos ramos de flores silvestres. Pero la inmensa mayoría estaba perdida en la insensibilidad de las tres equis con las que se rebautizaba a los sin nombre.
Bandadas de zopilotes pululaban por el lugar esperando la hora del festín. Como todos los días, no tardarían en llegar los perros expertos en desenterrar cadáveres de recién llegados aún en proceso de descomposición.
El Sueño de Hermógenes
Iba ascendiendo por una empinada ladera bajo el abrazo inclemente del sol.
Escuchaba inconfundibles gruñidos detrás del espeso monte. Sabía que eran las alimañas enviadas por aquellos que le odiaban tanto. Se ocultaban esperando el momento propicio para atacarle. Como en otros momentos de su vida, sabía que no estaba solo. La voz lo alentaba a seguir subiendo. Varias veces estuvo a punto de darse por vencido, pero ella insistía que el fin llegaría en cuanto se detuviera.
Tras inconcebibles esfuerzos logró alcanzar la cúspide. Luchaba por recuperar el aliento cuando escuchó el murmullo de un manantial. Con las piernas que apenas podían sostenerle, llegó hasta donde el agua brotaba de las entrañas de la tierra. Un sorbo bastó para saciar su sed y reconfortar su alma. Entonces buscó refugio bajo la sombra de un arbusto. Luego de descansar unos minutos, inició el descenso. A su encuentro fue saliendo una multitud vestida de túnicas blancas que le aclamaban y pedían su bendición. Su corazón comenzó a recobrar la calma. El peligro parecía haber quedado atrás.
Al final del sendero había un pequeño muelle. Una barca, en cuya vela resplandecía una inmensa cruz esperaba en el embarcadero. El navegante, extrañamente parecido a un retrato de san Pedro que había visto en el Vaticano, le tendió los brazos y con una sonrisa le invitó a subir.
-Hermano, buen trabajo. He venido a llevarte a casa.
domingo, 31 de octubre de 2010
Ojo por ojo
Buenas noches querido niño mío. Que tengas el descanso que mereces. ¿Sabes? Comprendo lo duro que ha sido.
No es cierto. Estoy mintiendo.
Para qué seguir fingiendo. Desde que te dejé dormido no consigo ubicarte en mi mundo ideal. En esa ilusión que sólo vive en las desquiciadas mentes de los hacedores de cuentos.
¡Tres años! ¡Han sido tres interminables años en que me he dejado guiar por este instinto que me arrastra al próximo de ustedes que será liberado! Tres años esperando que se oculte el sol, que el tránsito disminuya para comenzar mi periplo por las oscuras callejuelas del centro histórico.
Al principio me entretenía armando inverosímiles historias para justificar su presencia por esos lares:
Como la del huérfano de padres con sida que todos los familiares rechazaron…
O la niña abusada por su padrastro a la que la celosa madre echó de la casa acusándola de puta mentirosa…
O aquel par de primos que lograron sobrevivir a las masacres del ejército…
Pronto dejé atrás las fantasías porque los hechos son los hechos.
Ustedes son la escoria de la sociedad. Criaturas sin remedio. Germen de drogadictos, ladrones, violadores, asesinos, o en el mejor de los casos, futuros progenitores de seres iguales o peores que sus padres. Ustedes son burdas caricaturas que sólo conservan la fachada de humanos, porque su alma se ahogó en los vapores del pegamento.
Cuando los veo apiñados bajo los puentes cubriéndose con cartones para protegerse del frío me pregunto si ustedes y nosotros merecemos eso. Cuando los veo con la mirada apagada extendiendo sus cadavéricas manos suplicando por una moneda me pregunto qué será mejor ¿dárselas para que sigan envenenándose hasta morir o negárselas para que mueran más pronto?
Hace tres años comprendí que si la vida es sólo una etapa en el trayecto para alcanzar la perfección entonces, mientras más rápido la superen, más pronto llegarán a la meta. A partir de allí nuestros caminos comenzaron a cruzarse.
¿Te he contado de la voz interior que me habla por las noches? Ella me planteó la oportunidad de asumir este papel y entregarme a la causa de su redención. Me veo como el que ha recibido la estafeta de la dinastía de los Iscariotes. Soy otro eslabón en esa interminable cadena de los que, como él, seguiremos siendo incomprendidos a través de los siglos por haber sido escogidos para ejecutar el trabajo sucio que salvará a la humanidad.
Tengo un cómplice perfecto. Mi esposa. Obviamente sospecha algo, pero jamás ha cuestionado mis escapadas nocturnas. Tampoco pregunta por qué me llevo el arma o por qué compro municiones con frecuencia. Pero no sólo ella resguarda mis acciones. Las autoridades y la prensa también. Contigo querido niño mío van ciento catorce, en ciento diez de esos casos nadie lo consideró importante como para hacerlo público. ¿Necesitas otra prueba de que nadie se preocupa por ustedes?
Tengo una ardua tarea por delante. Ustedes brotan en la oscuridad como hongos después de la lluvia. Lo hacen en todos colores y tamaños. Eso me ha obligado a volverme selectivo. Los más grandecitos van primero, después llegará el momento para los chiquitines.
Esta noche no te tocaba. ¿Qué edad tenías? ¿Cinco? ¿Seis? No podía darme el lujo de perder tiempo con los de tu edad si pululan ya tantos adolescentes. Azares del destino.
Cómo me he esforzado para no hubiera testigos. Por eso adquirí el silenciador especial. No fue mi culpa si te despertaste. Se suponía que lo harías muchas horas después cuando sintieras la frialdad del cuerpo acurrucado a tu lado. Calculé mal eso de la sangre. Una bala debió perforar la carótida. Y como dicta la Ley de Murphy, una circunstancia se agregó a la otra. La pendiente de la callejuela en la que estaban acostados. Que tú yacieras centímetros más abajo. La corriente que se coló por debajo de los cartones.
Que bellos ojos tenías querido niño mío. Alcancé a ver sus destellos esmeraldas en medio de la oscuridad cuando los abriste. Me tomaste desprevenido. Ya no tenía balas. Si hubiera sido tú, me habría quedado quietecito. Me hubiera hecho el dormido aunque mis ropas se estuvieran empapando con la tibia sangre de mi compañero (¿o sería tu hermano mayor?)
Pero tenías que echar a correr.
La fortuna puso a mis pies la piedra ideal para hacer un lanzamiento perfecto. Te di justo en la nuca.
Lo que pasó después se salió de control.
Ni bien había terminado ya me estaba arrepintiendo. Tiré la navaja entre los matorrales y huí del lugar. Te ruego que comprendas, no podía darme el lujo de que en esos ojos de selva virgen encontraran grabada la imagen de quien te había arrebatado la vida.
Querido niño mío, lamento que a causa de mi arrebato seas ahora un angelito ciego.
Si ya te expliqué que todo fue un error ¿por qué no me dejas en paz?
En todo espejo, cristal o incluso en el agua, encuentro tus destellos color esmeralda.
¿Para qué me persigues?
¿Quieres que te compense con estos ojos, negros como aquella tétrica noche cuando te cruzaste en mi vida?
¡Tómalos!
Desde entonces, ver ha sido un martirio.
Mira, acá están…
Siento mis manos empapadas de sangre.
Escucho tus pasos.
Siento tus manitas heladas que los toman.
Me muero de frío y de miedo
Siento mucho miedo…
martes, 26 de octubre de 2010
Graduación
El sábado asistimos a la graduación de la hermanita de mi esposa. Luego de cuarenta años de ir a eventos como éste, de haber escuchado esos idílicos discursos de agradecimiento por los conocimientos recibidos y de aliento para comerse el mundo, creía haber experimentado todo.
Sin embargo me esperaba una sorpresa.
Si nos atenemos a la ley de probabilidades, era lógico que dentro de las veinticinco jovencitas que recibirían su título, más de alguna no contaría con la presencia de padre o madre. Las razones, sólo Dios y la familia cercana las conocerían. La más evidente divorcio, pero con la ola de violencia que nos azota, hasta el asesinato ha pasado a aceptarse como una causa natural.
La protagonista de esta historia fue la decima o décima primera, una chica promedio en un grupo promedio: morena, de mediana estatura, nada que para un asistente promedio como yo, mereciera ser guardado en su archivo de memoria. Se puso de pie cuando la llamaron y pasó al frente. De entre el público se levantó una señora de treinta y pico de años que subió al estrado, abrazó a la hija, le puso el anillo de graduación y cambió el gesto de amargura en su rostro por la mejor de sus sonrisas para la clásica foto.
Los flashes habían comenzado a destellar cuando a mi lado pasó un hombre de traje café. Pareció dudar un momento. Llegaba demasiado tarde. Más bien parecía llegar como un no-invitado a la ceremonia. Con la vista fija en la joven aspiró profundo y caminó hacia el estrado. En el momento que subía las gradas la joven lo vio. En su cara se dibujó un gesto de sorpresa. Ambos se fundieron en un abrazo que me pareció como un luminoso puente tendido para unir décadas de separación. Sus cuerpos se estremecían por el llanto mientras se susurraban palabras que buscaban convertirse en un bálsamo para curar las heridas abiertas por la ausencia.
El acto debía continuar. La joven regresó a su lugar. El hombre tomó del brazo a la mujer (que inútilmente buscaba disimular su tensión) y bajaron. Apenas se alejaron dos pasos del estrado, el hoy retomó su lugar y siguieron por caminos diferentes.
Mi esposa sonrió al verme con los ojos bañados en llanto. Sólo alcancé a decirle -Llegó su papá, llegó su papá.-
miércoles, 13 de octubre de 2010
Irónico
miércoles, 6 de octubre de 2010
Adios mamá
-Disculpá que te llame al trabajo. Creí importante informarte que tu vieja se murió.
La están velando en la Funeraria López, cerca del Hospital General.
Rodrigo se quedó de una pieza. Santana ya había colgado pero él seguía con el auricular pegado al oído. Escuchando. Escuchaba los latidos cada vez más acelerados de su corazón. Un torrente de remordimientos aplastaba su pecho impidiéndole respirar. En vida su madre no le había hecho falta, pero ahora que la había perdido, sentía una inmensa soledad. Una soledad que amenazaba con devorarle, como aquellos agujeros negros descubiertos en el espacio.
Echó a andar por las mojadas aceras del viejo centro.
Observó a los mendigos preparando sus lechos de cartones en los pórticos abandonados de aquellos almacenes que habían emigrado a zonas más seguras. Los travestis, vestidos de vivos colores, semejaban seductoras flores nocturnas que brotaban en ramilletes en cada oscura esquina. Carros sin placas, ocupados por hombres visiblemente armados, circulaban con las luces apagadas.
Vio silencio.
Escuchó oscuridad.
Olfateó miedo.
Paladeo miseria.
Esa peligrosa mezcolanza que saturaba algunos barrios de su ciudad.
Vago sin rumbo por horas. Finalmente se encontró frente a la Funeraria López. El “Consuelo Piedrasanta” escrito en la hoja de papel pegada a la puerta confirmaba que adentro estaba su vieja, o lo que la enfermedad había dejado de ella. Se sentó en la acera a esperar. A esperar que el valor regresara a su cuerpo y le brindara su apoyo para entrar. Dieron las once, las doce de la noche… la una de la mañana. La lluvia regresó. El valor no llegaba. El empapado Rodrigo se perdió entre la niebla. Entró sin hacer ruido a su casa para no despertar a Lupita.
A la mañana siguiente se dirigió a una cantina cercana al cementerio que llevaba el sugestivo nombre de “El Último Adios”. Vio llegar el destartalado carro de Funeraria López y lo siguió hasta el nicho que guardaría los restos de su madre. Cuando todos se alejaron, se acercó al lugar. De pronto escuchó la voz a sus espaldas.
“Mi’jo no sea huevón. Míreme a mí. No fui a la escuela y nunca pasé de zope a gavilán. Su tata es estudiado. Por eso vive bien. Desgraciado. Sólo se aprovechó de mí y luego me abandonó. Que tonta fui. Mi esperanza era que usted sacara lo mejor de los dos. Mi buen corazón y su inteligencia. Pero el asunto me salió al revés. ¿Qué va a ser de usted ahora que ya he muerto? ¿Quién va a hacerle caso si no tiene cómo ganarse la vida?”
El miedo lo paralizó.
Respiró profundo y sin atreverse a voltear grito
-¡A la puta vieja, váyase ya! ¿Será que nunca me va a dejar en paz?
martes, 5 de octubre de 2010
Cutler's backyard
Jamás imaginaron que su infamia sería descubierta
Que sus experimentos con aquellos seres inferiores, con apariencia de humanos, fueran a molestar a alguien.
Ellos, que ante el mundo se habían vendido como los "luchadores por la libertad", mancillaban la de otros en nombre de la ciencia. Tenían un noble propósito: que los humanos superiores (sus semejantes que habitaban el norte) pudieran disfrutar de su sexualidad sin preocupaciones.
Para ello esos émulos de Menguele tomaron a nuestros hermanos: los loquitos, los prisioneros, las prostitutas (hermanos con quienes compartimos herencia de sangre, rechazo y marginación) y les inocularon el virus que acabó con Beethoven. Tomaron nota, en un ambiente controlado, de cómo la enfermedad los corroía por dentro. De cómo los nuevos antibióticos triunfaban o se doblegaban ante ella.
Lo que el viento se llevó fue una macabra sinfonía de sollozos y lamentos.
Sucedió hace 64 años. Pero la rabia y la impotencia no me permiten aceptar que lo dejemos en el olvido. La llamada del representante del Imperio me revuelve las entrañas. ¿Por qué?
¿Por qué siempre nos han utilizado?
¿Por qué a nosotros nos toca poner la sangre, el sudor y las lágrimas?
sábado, 4 de septiembre de 2010
Ana
Lucho por vencer esta depresión pero no puedo
¿o será que no quiero?
Algo me dice que no debo ser egoísta
Que escogiste ese camino para ser feliz
Pero, aunque he predicado tanto el desear lo mejor para los otros
No sé si me acostumbraré a tu ausencia
A no verte y escucharte
A no tener cerca de mí a esa mujer que conozco desde que estaba en el vientre de su madre
Y a quien he amado inmensamente,
aunque tal vez nunca se lo demostré suficiente
El momento tenía que llegar
Y aunque me preparé tanto tiempo
Escribo esto con la mirada borrosa por el llanto
Un llanto que me esforcé tanto por no mostrar enfrente de tí
Te llevas mis bendiciones y con ellas un pedazo de mi se va contigo
Para apoyarte
Y darte, aunque estés lejos,
esa compañía que tal vez resentiste en buena parte de tu vida
Solo me resta desearte que seas feliz
Que al lado de tu amado encuentres esa realización que te mereces
Nunca olvides que acá estoy
Acá estaré siempre que me necesites
Y que defenderé hasta con los dientes el continuar siendo, como muchas veces lo dijiste,
“el primer hombre de tu vida”
lunes, 30 de agosto de 2010
Ciudad Tristeza
-¡Maldita lluvia!
Un exabrupto que se escapó al impacto de los goterones. De nada servía correr. El agua siempre ganaba la partida. Era otra noche lluviosa, aunque ésta prometía algo especial.
Luego de cinco años ella por fin había escrito.
Su corazón casi se detuvo cuando reconoció los inconfundibles trazos en el sobre (escritura eléctrica, recordó haberla llamado alguna vez). Gustoso hubiera cambiado las dos últimas décadas de su vida por leer el contenido de inmediato, pero el inseparable pesimismo (¿la voz de su conciencia?) le aconsejó “Tomate tu tiempo. No te hagás ilusiones. Puede ser una mala noticia.” Se dirigía al café de la esquina y ni el llanto del cielo iba a detenerlo.
Se encaminó a la mesa de siempre. El mesero le saludo como siempre. Cinco minutos después tenía enfrente… el capuchino de siempre. (Nada de maravilloso había en el asunto. Era lo menos que podía esperarse luego de diez años de estar apareciendo cada noche por el lugar.) Allí se sentía protegido. El escenario estaba dispuesto. Sacó el sobre, que había protegido de la lluvia junto a su corazón, y rasgó el borde con firmeza.
Siento informarte que el cachorro murió
¿Y?
Demasiada expectativa para tan pobre resultado.
Escudriñó dentro del sobre por si algunas letras se hubieran caído en el camino. Nada. Como es costumbre en su país, ocultó su frustración tras una máscara de indiferencia. Respiró profundo y sumergió la cucharilla en la espuma del capuchino. En ese momento reconoció la tonada. “Nostalgia” En su rostro se dibujó una taciturna sonrisa.
-Claudia.
Cerró los ojos para visualizarla aquella última vez: Sus inmensos ojos cafés anegados por el llanto, aferrada al cachorro y diciéndole adiós. Su memoria había grabado cada ínfimo detalle: Al fondo, el resplandeciente disco concluyendo su recorrido, a punto de despedirse tras las nubes cargadas de agua. En primer plano, difuminado a la izquierda, el taxista con aspecto de rockero en desgracia observando el reloj y maldiciendo presa de la desesperación. Detrás, la borrosa sombra del carro de bomberos que pasaba con la sirena abierta. En el extremo inferior derecho, una inmensa rata gris que segundos después desaparecería por la alcantarilla. Sí, recordaba cada pequeño detalle, pero su memoria había borrado el más importante. ¿Cómo se sentía él en ese momento?
Su mano se cerró sobre el mensaje. Aunque la hoja protestó crujiendo, era demasiado tarde. El daño era irreparable. Profundas grietas atravesaban el sexteto de palabras que una lágrima comenzaba a desvanecer al impregnarse en el papel.
-Fuiste el amor de mi vida.
¿Cuántas veces recordando la dulzura de sus besos, las caminatas tomados de la mano por las callejuelas del viejo Buenos Aires o las interminables horas charlando en los cafés de la Recoleta, se había doblegado ante esa irrefutable verdad? Con el recuerdo vino el inseparable reproche. “No te lamentés. Fuiste un cobarde. Cobarde porque dejaste escapar la felicidad que los dioses te estaban obsequiando.”
Subió a la nave del tiempo y retrocedió las páginas del calendario hasta aquella mañana en que vagaba sin rumbo en tanto se esforzaba por conocer lo más que pudiera de ese Buenos Aires al que difícilmente regresaría luego de concluir el seminario. Sus pasos le llevaron a una esquina más. La esquina en donde estaba escrito que ella le estaría esperando.
¿Quién era?
¿De dónde había venido?
¿Cómo se ganaba la vida?
Preguntas que se perdieron en la inmensidad de sus luminosos ojos cafés.
Dijo llamarse Claudia. Al percibir su aire de viajero despistado se ofreció a servirle de guía.
-En estos días hay poco trabajo. La represión ahuyenta a los turistas- le aseguró para justificar su arrebato.
Por la tarde hicieron el amor y a él, que llevaba más de una década reprimiendo desdichas y frustraciones cada vez que poseía a la mujer con la que compartía su lecho, aquel encuentro le llevó a descubrir la diferencia entre la pasión y la monotonía y por vez primera sintió que en realidad estaba haciendo el amor.
A la mañana siguiente mientras estrechaba el menudo cuerpo acurrucado junto a él, sintió una angustia similar a la que respiraba en su tierra.
En once días perdería esa felicidad, tan esquiva en su existencia. Como un condenado a muerte que conoce la fecha de su ejecución, se lanzó a exprimir las veinticuatro horas de cada día, los sesenta minutos de cada hora y los sesenta segundos de cada minuto que le quedaban a su lado. Contrario a lo que pudiera imaginarse, el sexo no fue lo prioritario en esa carrera contra el tiempo. Se convirtió en el complemento a esa mutua necesidad de sentir compañía.
A diferencia de la nitidez de la escena de la despedida, los detalles de lo vivido en aquellos días habían cobrado los matices de un lienzo de Monet.
Esos puntos blancos, negros y cafés que desfilaban ante sus ojos ¿Eran las palomas que habían alimentado en el atrio de aquel viejo templo cuyo nombre había olvidado?
Ese sabor a tabaco y café impregnado en su paladar ¿Eran el de los besos que se habían dado luego que pasaron todo un día discutiendo sobre el Lobo Estepario para concluir, fundidos en el indescriptible éxtasis de la comunión de cuerpo y alma, que una vida no alcanzaría para ponerse de acuerdo?
Esos cánticos que retumbaban en su cabeza, esa muchedumbre de rostros imprecisos ¿Eran los fans en la Bombonera entregados a la demencia colectiva de adorar a un nuevo dios de gambeta prodigiosa apellidado Maradona?
Esa angustia, esa desesperanza que arrastraba desde entonces ¿Era la que le atacaba al construir el doloroso sendero de cruces en el calendario? Sendero que conducía al calvario de su partida.
Ese insomnio ¿Era el de aquellas noches cuando se esforzaba por encajar las piezas de ese absurdo rompecabezas que era su vida?
Y ese laberinto, cuyos vericuetos sabía de memoria ¿Era el que recorría cuando evaluaba las opciones más descabelladas que invariablemente le conducían a la misma conclusión? Claudia era esa pieza que nunca encajaría en su errante existencia.
Porque él no pertenecía a ese lugar. Él debía regresar a Guatemala, al trabajo que le arrebataba la cordura y a los brazos de la compañera que le esperaba allá.
Claudia jamás le pidió nada. Con su risa cantarina ocultaba la angustia que más de una vez leyó en sus ojos y que trasmitía un silencioso mensaje de auxilio.
Él tampoco se atrevió a plantearle lo que su corazón anhelaba. Su falta de fe le impidió lanzarse al vacío. No creyó que Cupido estaría al pie de ese acantilado llamado temor para impedir que se estrellara contra la aspereza de su realidad. Que la alada deidad le rescataría para glorificar esa esquiva palabra que nunca fue pronunciada frente a ella, el ingrediente que daba sentido a lo suyo: Amor.
El último día compraron el cachorro. Un caniche blanco que inspiraba un incontrolable deseo de acurrucarlo entre los brazos.
-Le pondré Pepe- dijo ella en abierto reproche a quien estaba por abandonarles.
Guatemala (¿o sería más bien Guate-la-mala?)
Regresó a ponerse la venda para no ver, no oír y callar. A amordazar sus sentimientos. A retomar el castrante papel de jefe del departamento de información del Gobierno. A constituirse en un engranaje más en la cultura de represión que asfixiaba a su pueblo. A asumir el papel de ocultar a los ojos del mundo aquellos horrores que ocurrían en el altiplano. Sabía las reglas y aceptó el trueque. Silencio a cambio de su vida.
(Una oferta imposible de rechazar, como se decía en las películas de mafiosos.)
Buscó ahogar la tensión en alcohol, pero ni aún así pudo escapar a la recurrente pesadilla de una celda levantada con muros de cadáveres. Una cámara similar a la imaginada por Poe, que con cada sueño se estrechaba más. A pasar por la indescriptible angustia de acostarse sin saber si esa noche sería la definitiva y que esa montaña de cuerpos en descomposición terminaría aplastándole.
“Cadáveres sin nombre y sin reconocimiento oficial. Cadáveres de hombres, mujeres niños y ancianos cuyo único pecado había sido el de ser pobres e indígenas. Cadáveres salidos de los reportes que a diario se apilaban en tu escritorio y que destruías con la indiferencia con la que tomás tu capuchino. ¿Estabas consciente que al hacerlo borrabas su historia, su derecho a ser recordados y a exigir justicia?” Como alguna vez le reprochó su voz interior.
Dos años después su compañera puso un alto a esa sinvivencia con aquel muerto en vida que respondía al sobrenombre de Pepe.
Sin pérdida de tiempo vendió lo poco de valor que le quedaba, su viejo auto, su estéreo, su preciada colección de acetatos de los Beatles, los Rolling Stones, the Who y los Doors y voló a Buenos Aires.
Por más de un mes vagó por los lugares que recorrieron juntos. Se cansó de describirla a cada mesero, conductor de taxi y empleado de hotel que se cruzó en su camino. Pero su búsqueda fue en vano.
Al borde de la locura llegó a pensar que aquella aventura había sido una jugarreta de su mente. Que Claudia, al igual que muchos de los dioses venerados por los hombres, sólo había sido un fruto de su imaginación. Una fantasía creada para llenar su vacío existencial.
Cargando la derrota sobre sus hombros, regresó a la tierra que había escuchado su primer gemido. Aceptó el trabajo de vocero en una intrascendente institución del Gobierno y se precipitó en un abismo que le llevó a perder la dignidad, los amigos, hasta el valor de usar el revólver que guardaba en la cómoda y que fácilmente hubiera puesto fin a sus penurias.
Entonces llegó la nota.
Sus dedos recorrieron cada trazo como queriendo absorber los sentimientos que irradiaban de la mano que los creo.
¿Qué sería de ella? ¿Habría encontrado la felicidad en brazos de otro? O había vuelto a escribirle usando como excusa la muerte del cachorro cuando el verdadero significado del mensaje era
-Pepe, estoy desesperada y sola, ¡te necesito!
No. De haber sido así habría puesto una dirección, un teléfono.
Había llegado el momento de pagar el precio de su misoginia. El local estaba lleno de parroquianos, muchos eran consuetudinarios como él. Pero él no conocía nadie. Nadie había penetrado la muralla levantada por ese hombre delgado, de temblorosas manos y melancólica mirada que acostumbraba sentarse en la mesa pegada al ventanal de la esquina.
Al faltar el alma caritativa con quien compartir angustias, la tensión fue tomando la forma de oscuros pensamientos.
“Tenés razón. La noticia del cachorro es un pretexto. Pero no el que anhelabas. En realidad la nota es una esquela. El réquiem para una relación de doce días que sólo echó raíces en tu desolado corazón.”
Suspiró hondo. Su mirada adquirió un brillo extraño.
“Tal vez al día siguiente ella vendió el perro. Tal vez cinco años y decenas de hombres después, ella recordó a aquel idiota que visitó Buenos Aires y que se marchó con la ilusión de volverla a ver. Tal vez durante la fugacidad de un segundo, sintió lástima por haber jugado así con sus sentimientos, decidió cerrar el círculo que había quedado abierto y redactó esa estúpida nota.
¡Despertá idiota!
El cachorro es sólo una imagen. La imagen de un amor que nunca llegó a madurar.”
-¡Maldita!
Volcó su frustración en el arrugado papel.
Instantes después la mesa estaba llena de pequeños fragmentos. La angustia que le había aprisionado por años escapó con la siguiente exhalación. Por fin la estaba expulsando de su vida y esta vez sería para siempre. Sí, para siempre, porque con esos fragmentos que desaparecían en el bote de basura, también se esfumaba la última razón que le ataba al mundo.
Diez minutos le separaban de su cuartucho. Diez minutos para subir las gradas, y echar llave. Un poco más de diez minutos para caminar hacia la cómoda, sacar el revólver e inhalar profundo… Ese último acto, ¿lo haría con los ojos cerrados o abiertos? En realidad no importaba. Demasiado conocía ya la cara de la muerte.
Se imaginó tendido en la cama mientras que de la parte posterior de su cabeza se iría escapando una viscosa mezcolanza de recuerdos y sesos. Bastaba un segundo de valor para finiquitar una vida de cobardía.
El día había llegado. No se justificaba esperar más.
El ding dong del antiquísimo reloj avisando las diez sobresaltó a más de un cliente pero no a él. A él ya nada lo podría sobresaltar. Dejó sobre la mesa una generosa propina. Deseaba que así, le recordaran siempre. (A sus ojos era generosa. Al igual que la viuda de la parábola, él estaba dando todo lo que tenía.)
Se puso de pie y agitó la mano levantada.
Nadie le contestó. Nadie imaginaba que era su último adiós.
Se dirigió a la puerta principal pero a medio camino cambió de opinión. Si salía por la lateral caminaría un poco más, pero a cambio llegaría más seco.
-No es lo mismo morir mojado que empapado- razonó mientras desaparecía por allí.
Dos minutos después, la puerta principal rechinó.
Nadie prestó atención al parroquiano que llegaba.
Entonces, de la cortina de agua fue emergiendo la figura de una muchacha de cuerpo menudo, cabello castaño y ansiosa mirada reflejada en sus grandes ojos cafés.
sábado, 31 de julio de 2010
El Acompañante
En veinte minutos llegaría a su casa y luchaba por no dormirse al volante. Al percibir una silueta por el retrovisor pisó el freno. El auto se detuvo. Respiró profundo y dijo.
-Que susto me diste. No esperaba verte hoy.
(Nadie sabía que ese acompañante respondía al nombre de Miedo. Una relación nacida dos décadas atrás, bajo el estruendo de las ráfagas y los estallidos de granadas que desgarraban las noches en el altiplano. Miedo lo sacó de allí, lo llevó ante el papa para informar lo que estaba pasando y terminaron asilados en Costa Rica, cuando le prohibieron regresar a su país. Lejos de su comunidad, Miedo permitió que los remordimientos se apoderaran de él. Llegó a la conclusión de que en su alma se había aposentado algo terrible. Un pecado. Y no era de pensamiento, palabra u obra. Era el más ingrato de todos: el de omisión. Una voz retumbaba en su cabeza. Le repetía que aquellas plegarias implorando a Dios perdón por su cobardía se perdían en el insondable abismo de la nada. Que no lograría cambiar su destino porque ¿De qué habían servido tantos escritos a favor de los pobres, si el autor de tan fogosas palabras había dejado sin consuelo a miles de seres indefensos en el momento que más lo necesitaban? El argumento de cerrar la diócesis para detener la matanza de sus colaboradores no era válido. Ese había sido otro mal consejo de Miedo. Por eso, dos décadas después había adoptado la tarea de recuperar la memoria histórica de esos años oscuros como su penitencia. Luego de años de dudas y arrepentimientos, representaba su última esperanza de ganar la anhelada indulgencia. Su dedicación a la tarea había alejado a Miedo. ¿Por qué ahora se encontraba de vuelta?)
Dobló la calle. Tomó el empedrado camino que conducía a su casa. Abrió el portón y acomodó el coche en el lugar de siempre. Empezaba a caminar para cerrar el portón cuando volvió a sentir aquella extraña sensación: Le estaban observando.
Frunció los ojos y distinguió al otro lado del corredor, a un adolescente pálido y delgado que parecía aguardarlo.
-Buenas noches joven.
-Buenas noches Monseñor. Le estaba esperando. Me urge hablar con usted.
-Hijo, es casi medianoche, ¿podemos hacerlo mañana?
(Los labios del muchacho seguían moviéndose, pero un torbellino de confusiones bloqueaba sus sentidos y le impedía escucharle. Un estremecimiento le helaba la sangre e iba recorriendo hasta el más recóndito rincón de su otrora vigoroso cuerpo porque ¡Ese misterioso joven que decía estar esperándolo, tenía los rasgos de su acompañante, aquel que instantes antes iba en el asiento trasero de su auto y que hasta ese momento había considerado sólo un fruto de su imaginación!)
Alzó la temblorosa mano para ajustarse los anteojos y como no logró sujetarlos, se estrellaron a sus pies. Al agacharse a recogerlos, pronunció sus últimas palabras sobre la tierra:
-Perdóname hijo…
miércoles, 28 de julio de 2010
Mala Suerte
Uno de los escasos recuerdos que guardo de mi infancia tiene que ver con Delfina. En aquella época vivíamos con mamá en una casa de huéspedes, a la vuelta de un tranquilo boulevard conocido como la Avenida de los Árboles. La casa estaba construida en un pequeño solar, por eso se había ido para arriba. En medio tenía un patio. En los corredores habían puesto bancas de madera, luego les explicaré para qué. En uno de los extremos estaba el lavadero, que por falta de baños también servía para esos fines, eso sí, antes de que amaneciera para no dar espectáculo al resto de huéspedes. A su lado estaban las gradas que conducían a los pisos superiores. Estos habían sido construidos con materiales cada vez más livianos, pasaron de ladrillo, a block, a madera y a cartón. Una soleada mañana, decidí usar la pila como piscina. Ante los gritos de las vecinas mamá bajó corriendo. Tratando de escapar de ella, desnudo y chorreando agua, choqué con una extraña mujer.
(Delfina era una anciana solitaria que había establecido sus dominios en el segundo piso. De afilado rostro, ganchuda nariz y largas greñas, tenía bien ganada su fama de bruja. Numerosas mujeres de caras angustiadas pasaban horas sentadas en los bancos de madera colocados alrededor del patio, esperando turno para consultarle sus pesares. Entre los vecinos se rumoraba que atesoraba una fortuna, porque aceptaba joyas en pago de los trabajos que hacía para recuperar maridos y novios infieles.)
Los ojos de la anciana se concentraron en un punto indefinido sobre mi cabeza. Sin quitar la vista de allí, se dirigió a mamá.
-Querida, percibo algo extraño en el aura de tu hijo ¿Me permites leerle la mano?
Mamá dudó antes de responder. Yo temblaba, no sé si de frío o de miedo.
-Claro doña Delfina, hágame el favor.
Me la examinó con cuidado, luego le confió.
-Tu hijo está destinado a ser un líder que transformará la historia de Guatemala. Pero un gran peligro amenazará su vida. Debemos hacer algo o no llegará a viejo.
Hurgó en su morral y sacó una manita de pedernal que colgaba de una cadena de plata. La apretó entre sus manos, cerró los ojos y dijo una oración.
-Toma esto. Cuida que siempre lo lleve puesto. Así nada le pasará.
Cuando mamá intentó abrir su bolso, Delfina la detuvo con un gesto de disgusto.
-Tranquila hija. Ni se te ocurra. No hay dinero en el mundo que pueda pagar lo que vale este talismán.
Tres meses después encontraron a Delfina muerta en su estudio. El desorden que había en el lugar y las quince puñaladas que tenía en el pecho, convencieron al más escéptico de los investigadores: su muerte no había sido por causas naturales. Nada de valor había en el cuchitril. Mamá prefirió que nos mudáramos de allí.
Es curioso que ese sea el recuerdo que vino a mi mente en este instante cuando comienzo a sentir que los líquidos que terminarán con mi vida van recorriendo mis venas. Mala suerte. Fui al único de la banda que agarraron. ¿Por qué tenían que allanar el lugar cuando yo estaba cuidando a la secuestrada? Me dijeron que si eso pasaba, no dudara en volarle los sesos. Cumplí la orden. Los que hemos estado en el ejército sabemos que las órdenes se cumplen y no se discuten. Después de eso me hice famoso. La opinión pública se dividió. Aquellos que pedían mi vida a cambio de la que había quitado, y aquellos que se oponían a ese castigo. Dicen que yo seré el último. Que en Guatemala ya no aplicarán la pena de muerte por no sé qué legalismos. Delfina tenía razón. Voy a cambiar la historia.
Ah se me olvidaba contarles, justo el día que me agarraron, olvidé ponerme el pinche amuleto.
jueves, 8 de julio de 2010
¿En dónde están?
Me encanta visitar los mercados de artesanías. Es un deleite perderse entre esa vorágine de colores, olores y sabores que me conectan con mis raíces. Esta vez decidieron montarlo en un lugar poco común: el que fuera Palacio de la Policía Nacional. Una fría construcción de granito con altas paredes y pequeños ventanales, de ingrata recordación para muchos luchadores por la libertad de las décadas de los 70s 80s y 90s. Nunca había estado allí. Incluso cuando era más joven y me gustaba vagar por la sexta avenida, instintivamente cruzaba la calle para ni siquiera pisar la acera adyacente a la gran puerta de madera que separaba mi mundo, del inframundo que las leyendas populares pregonaban que existía allende sus paredes. Ando solo. Solo como siempre. Pero no me siento solo. Me acompañan mis pensamientos, mis fantasmas y mis miedos.
Me siento extraño en mi propia tierra, aunque ¿será esta mi tierra? Camino despacio por los corredores atestados de artesanías, al final de uno de ellos me detengo a ver unos cuadros pintados con el típico estilo primitivista. El pintor es un muchacho alto, flaco, de ojos claros y cabello cenizo; tiene el tipo de la gente de oriente. Él, al igual que yo, parece estar fuera de lugar, parece un oficinista, tal vez universitario de clase media. (La reflexión me lleva a confirmar cómo aplico los estereotipos. Para mi mentalidad ladina, el vendedor de artesanías tiene que ser un indígena, que mezcla arte con miseria para ganarse unos centavos con que alimentar a la retahíla de hijos de ojos saltones y estómagos sobrepoblados de lombrices. Esfuerzo inútil, la mayoría ni siquiera llegará a la adolescencia.) El joven de ojos claros comienza a ofrecerme sus cuadros a precios francamente ridículos por lo baratos. Hago unos rápidos cálculos mentales que me llevan a concluir que así ni siquiera sacará el costo de los materiales. En eso veo que atrás, colgado de la pared, hay un cuadro pintado en un estilo diferente. No logro identificar ninguna figura en concreto, pero distingo un especie de mensaje escrito con letra de carta negra sobre un fondo gris en el cuadrante inferior derecho: “¿en dónde están?” El cuadro me atrae. Quiero comprarlo y busco al pintor para que me diga su precio. Cuando se lo señalo ¡el cuadro desaparece! Sólo se ve el espacio vacío en la pared descascarada. Cuando el pintor se aleja, vuelvo a verlo. Ahí está. Llamo de nuevo al pintor y la incomprensible escena se repite. Cansado de ese juego estiro la mano para tomarlo y para mi sorpresa ¡mi mano traspasa la pared! Siento como si la pared fuera de gelatina. Empujo y todo mi cuerpo termina al otro lado.
Estoy de pie en el último peldaño de una escalera que se pierde en la oscuridad del fondo. El lugar se nota sucio, abandonado. Es evidente que nadie ha caminado por allí en mucho tiempo. Siento que alguien me acompaña (estará conmigo todo el tiempo que permaneceré allá, pero nunca le veré). Comienzo a bajar, es como una espiral. Me llaman la atención las gradas, son de cemento y cada una es mucho más grande que lo normal. Llegamos abajo. Se siente mucho frío. Calculo que estamos como cinco o seis niveles bajo el suelo, aún así la iluminación es buena. Las gradas terminan a la entrada de un salón, parece como de castillo, las arcadas lo rodean. En medio veo una especie de altar ¿o sepulcro? En el piso veo los esqueletos de entre ocho y diez animales. Parecen perros, pero podrían ser lobos o chacales. Me impresionan las dentaduras. Los dientes parecen sierras. Sobre el altar hay una especie de cuerpo momificado. Está despedazado. No puedo evitar pensar que esos animales, en un paroxismo de hambre, rompieron la tumba y lo devoraron.
En ese momento siento como si viajara al pasado. Estoy en la misma sala. Sobre la mesa de en medio hay un joven amarrado. A su alrededor están tres o cuatro hombres más, uniformados de verde olivo y con el rostro cubierto. En las manos tienen instrumentos de metal que brillan cuando los suben sobre sus cabezas. Luego los dejan caer sobre el joven. Confirmo que lo están torturando. Prácticamente lo están destazando vivo. El martirizado se agita, pareciera que está dándole un ataque de epilepsia. Veo la escena temblando en silencio. En eso caigo que no se escucha nada. El sonido está en off. Varios perros pastor alemán se pasean por el salón babeando. Veo que los verdugos les tiran pedazos de carne. Los animales disfrutan el festín.
Entonces mi invisible acompañante me susurra al oído -Ahora ya sabes en dónde estamos-.
miércoles, 16 de junio de 2010
La leyenda del atentado
I
El tal Juanito siempre me pareció medio raro. Eso de andar por el parque arrastrando una correa no es de gente normal.
-Comadre, no lo juzgue. El pobrecito estaba condenado desde que nació. Recuerde como era la nana. Sólo un chiflado se pudo haber metido con ella.
-Tiene razón. Pero ahora, a causa de sus malos pasos, todos en el pueblo vamos a pagar las consecuencias.
-Y qué le vamos a hacer. Todos tenemos parte de culpa. Debimos frenarlo cuando aún era tiempo. Si supiera la cantidad de veces que fui con el jefe municipal a decirle “Coronel, será mejor que encierren al Juanito”. ¿Le he contado cómo reaccionaba? Se reía de mí. Ahora, arrepentido ha de estar.
(Sobre la mesa, la bandeja de chiles pimientos, la olla repleta de carne molida mezclada con zanahorias y papas, como las docenas de huevos, aguardaban a que las dos robustas mujeres terminaran de comentar el suceso que había conmovido al pueblo.)
-¿Cree que lo dejarán preso?
-Que Dios la oiga. Mi abuelo contaba que hace muchos años hubo en el pueblo otro como él. Lo creían inofensivo hasta que un día mató a garrotazos a la dueña de la panadería y a sus dos hijos. Espero que las autoridades recuerden eso. Voy a asegurarle algo. Tal vez hoy no logró su objetivo, pero la próxima vez no fallará.
-Ay comadre, ya me metió miedo. Voy a confesarle algo. A mi el Juanito me da lástima. ¿Se ha fijado que tiene unos ojos y una boquita bien chulos?
-Cuidado comadre. Recuerde que los espíritus malignos se ganan a la gente. Dios nos libre y usted se termina enredando con ese muchachito.
-¡Ave María purísima! ¿Cómo va a creer eso? Si hasta mi hijo podría ser.
-¡Ja! Vaya con ese cuento a otro lado. En estos quince años que lleva de viuda no va a negarme que a veces el cuerpo pide consuelo.
-¡Comadre!
-No se enoje. Si se lo digo es porque usted todavía se ve bien galana. Además, no se pondría esos escotes si no estuviera buscando algo.
-¿Qué quiere que le conteste? Tiene razón. ¡A veces me agarran unas calenturas! Pero cuando me vienen recuerdo el juramento que le hice al Esteban antes de entregarlo a nuestra madre tierra, “mi negro, juro que te seré fiel hasta la muerte”. Entonces me echo unos guacalazos de agua helada y rezo el rosario rogándole a Nuestro Señor Jesucristo que me de fuerzas para aguantar las tentaciones.
-¡Comadre! ¿Ya vio qué hora es? Mejor nos apuramos. Apenas llevamos una docena de chiles… a ese paso nunca vamos a terminar.
II
Encerrado en un improvisado despacho en el sótano del palacio municipal, Albino Zelaya, jefe de seguridad de la presidencia, rumiaba su preocupación.
Del techo pendía un bombillo presa de constantes desvanecimientos. Sobre el escritorio descansaban dos botellas de aguardiente casi vacías. El cadencioso tictac de un reloj acompañaba la agitada respiración del hombre, moreno y fornido, que sudaba a mares.
El rechinido de la puerta le provocó un sobresalto.
-Mi comandante. Siento informarle que el reo se nos fue.
-¡Me lleva la chingada! Ahora ¿a quién le echaremos la culpa del atentado?
III
La preocupación se dibujaba en el rostro de aquella hermosa mujer de ojos violáceos, nacarada piel y voluptuosas formas, apenas cubiertas por una traslúcida bata.
-No alcancé a ver el atentado. Dicen que le atravesaron algo para hacerle caer. Sentí alivio cuando escuché el rumor de que había muerto. Ya me convencí de que sólo así me libraré de él. Luego, de pronto, me sentí desamparada. Gracias a Dios esto no pasó de un susto pero estoy segura que cuando él desaparezca, los que me odian buscarán cómo desquitarse de mí. A menos que Peláez sea su sucesor.
Que lejos estaban aquellos días cuando, a cambio de un trago para engañar su vacío existencial, entregaba su cuerpo recién emergido del capullo de la adolescencia. Ahora era la mujer más poderosa de ese ridículo reino bananero, repleto de amansados súbditos que nada escuchaban, nada veían y a todo callaban. Su pasaporte indicaba treinta y siete años. Las malas lenguas aseguraban que llevaba por lo menos una década más de aventurero recorrido cuidadosamente diluido con hábiles cirugías.
Andrea caminó hasta el balcón de la habitación del hotel. Desde allí observó el lugar del atentado. Allí, varias personas seguían comentando el suceso.
-Tanto que me he esmerado por complacer a Peláez en la cama. Aunque con él enfrento dos problemas. Está casado y es un completo idiota. No me preocupa lo primero, pero lo otro… Llegó a comandante del ejército precisamente por eso. De lo contrario Federico hace rato que lo hubiera quitado de su camino. El gordito tiene las mismas respuestas para todo: “Lo que usted ordene mi general” y “Lo que tú digas mi reina.” No. Por mucho que lo desee, no será él el elegido. Al pobre tipo nadie lo respeta. Cuando Federico desaparezca… Saldaña tomará el poder ¡Que tipo tan repugnante! Podré tener malos ratos pero no malos gustos. Con él no me meto ni aunque me dieran todo el oro que guardan en el Banco Central. Aunque tal vez por algo así estaría dispuesta a considerarlo. ¡Ay no! ¡Qué asco! Me temo que pronto tendré que poner tierra de por medio, porque en este lugar el peligro me acecha por todos lados.
IV
El escuálido Haroldo Saldaña, Secretario de Seguridad del Gobierno, vistiendo un ajado traje negro y protegiendo sus diminutos ojos con unos lentes redondos de gruesa armazón, estaba en una habitación cercana a la de Andrea.
Un torbellino de pensamientos le impulsaba a caminar como fiera enjaulada.
<¿Convendrá seguir con el cuento del atentado o no? Parecía una buena opción para ganar tiempo, pero tengo que pensar en otras. El estúpido de Albino sólo logró capturar a un idiota que paseaba por el parque y que es el hazmerreír del pueblo. También descarté la idea de acusar a los subversivos. Les haríamos una innecesaria propaganda. ¿Será Albino el que organizó esto? No lo creo. No se hubiera atrevido solo. ¿Estará aliado con Peláez? Imposible. Al gordinflón le faltan los huevos para meterse en algo así. A menos que alguien lo hubiera convencido de hacerlo para alcanzar el poder, y esa sólo puede ser… ¡Andrea! ¡Puta maldita! Hace mucho debió desaparecer de mi vista. El general está tan embobado con ella que no me he querido exponer quitándola del camino. Esa ramera, con tal de asegurar su posición, se ha acostado con todos… menos conmigo. A mí sólo me ha obsequiado indiferencia. Ni imagina que yo podría regalarle la luna y las estrellas a cambio de unas migajas de su amor. ¡La odio! Algún día descubrirá lo que estaba cultivando con sus desprecios. Cuando ya no tenga la protección del general y venga de rodillas implorando misericordia, la obligaré a besarme los pies. Luego tendré el placer de estrangularla con mis propias manos. Se despedirá de este mundo llevándose grabada la imagen del que realmente mandaba aquí y arrepentida de haberme tratado como basura.
Sigo sospechando que esto no fue un accidente. Si ese Juanito fuera menos estúpido ya lo hubiéramos obligado a confesar que estaba cumpliendo las órdenes de otros. Eso me hubiera permitido armar una trama para quitar de en medio a mis enemigos. Pero ni con esa esperanza cuento. Sólo ha mencionando a un tal Duque. Estoy seguro que es el seudónimo de su contacto o alguna señal para que lleguen a rescatarlo.>
Sus reflexiones se vieron interrumpidas por voces y carreras en la calle. Al abrir el balcón vio que mucha gente se dirigía a la cárcel.
V
-Miren muchá, si es una broma les prometo que van a arrepentirse.
-Te juro Gato que es cierto. Adán, uno de los nuestros, estaba visitando a su familia y fue testigo del asunto.
-¿Y por qué putas ningún medio ha dado la noticia?
-Vos sabés que el gobierno los tiene controlados.
-Decile a ese Adán que venga.
Casi de inmediato un jovencito de profundos ojos negros, que aparentaba unos diecisiete años y cuyo esquelético cuerpo desaparecía en la inmensidad del uniforme verde olivo, se asomó a la puerta del rancho.
-Ordene comandante.
-Compañero, cuénteme qué pasó con el general.
-Si señor. Estaba de franco y decidí visitar a mis padres, justo en el día cuando el señor presidente… perdón señor, el odiado dictador, pasaría por el pueblo. Sinceramente no vi el accidente porque estaba algo lejos. Sólo sé que se cayó de la moto cuando estaba atravesando el parque. Lo levantaron medio inconsciente, con la cara toda ensangrentada, y de inmediato lo llevaron al hospital. Entiendo que sigue allí.
-¿Sabe si tomaron alguna represalia contra la población?
-No señor. Aunque me contaron que capturaron a un pobre diablo. Dicen que es el principal sospechoso.
-Gracias compañero. Puede retirarse.
-¡A la orden mi comandante!
El otrora capitán de infantería Augusto Escudero encendió un cigarrillo, reflexionó unos minutos, y llamó a los miembros de su estado mayor.
-He decidido emitir un comunicado haciéndonos responsables por el atentado contra el dictador.
-¿Te has vuelto loco? Ni siquiera sabemos si en realidad fue un atentado. En cuanto se entere, el ejército lanzará una ofensiva contra nosotros.
-Precisamente eso quiero provocar.
Los demás le miraron asombrados.
-Levantaremos el campamento y antes del amanecer habremos cruzado la frontera. Cuando el ejército ataque, ni sombras encontrarán de nosotros.
-Entonces matarán a los que viven acá… Masacrarán a gente inocente…
-¿Qué quieren que haga? Así es como funcionan estas cosas. El fuego de la revolución se alimenta con las víctimas de la represión. En su sangre, sangre de mártires, mojaremos los estandartes de nuestra lucha. Estoy seguro que el ataque del ejército terminará con las dudas de los demás pueblos y se nos unirán. Cuando triunfemos, levantaremos acá un santuario para recordar el sacrificio de nuestros amados compañeros.
El comandante se puso de pie y comenzó a preparar su armamento.
-Queda poco tiempo. Quiero que partamos en media hora. Voy a dictar el boletín. Búsquenme a Arturo.
-¿Me llamaste Gato?
-Sí vos, por favor tomá nota:
“El heroico frente guerrillero Ernesto Guevara a los compañeros proletarios del mundo orgullosamente informa que, luego de una ardua tarea de inteligencia, logró infiltrar los organismos de seguridad de la tiranía y montó un operativo de justicia revolucionaria contra el dictador, el cual fue consumado hoy…”
VI
El alcaide, con mano temblorosa, abrió la puerta del pequeño despacho y se dirigió a las celdas.
O el pueblo era muy pequeño, o las noticias corrían muy rápido, porque en su camino hacia el lugar que albergaba a Juanito, se encontró con Albino y con el padre Granados, párroco del pueblo. Apenas cruzaron un escueto saludo. Llegaron a su destino y los guardias les franquearon el paso. Las sorprendidas miradas de los tres se dirigieron al piso de la celda. El sacerdote se persignó y comenzó una oración.
VII
Dos meses después
-Lo siento mi coronel pero esto se ha vuelto insoportable. Vengo a presentarle mi renuncia si no, terminaré volviéndome loco. Con la de anoche van ya tres veces que me sucede. La primera vez callé. Había estado bebiendo y pensé que había sido fruto de mi imaginación. La segunda estaba reponiéndome de una gripe y, como todavía tenía mucha fiebre, pensé que había sido una alucinación. Pero anoche… Anoche estaba completamente sobrio y completamente sano.
El jefe municipal, un hombre en cuyo moreno semblante se reflejaban los excesos cometidos en su vida, echó la silla hacia atrás y colocando las manos sobre la barriga, esbozó una sonrisa burlona.
-Cálmese Eliseo. Cuénteme lo que pasó.
-Disculpe señor pero no me atrevo a hacerlo. Sólo de recordarlo se me pone la piel de gallina. Allí sucede algo sobrenatural. Le suplico que me deje largarme.
-¡No me diga que usted también cree en ese cuento del Juanito y su perro!
El semblante del guardián del parque se transformó. Los ojos parecían a punto de salírsele de sus órbitas. Tomó su sombrero y se abalanzó contra la puerta.
-¡Yo me voy! ¡Este pueblo está maldito!
-¡Eliseo! ¡Eliseo deténgase! ¡Es una orden!
El aterrorizado hombre salió corriendo del despacho. Segundos después se escuchó un chirrido de frenos, un golpe seco y un inconfundible grito de agonía.
VIII
El atentado y sus secuelas
Todos los días Juanito el simple paseaba por el parque. Las chismosas del pueblo sonreían burlonas al verlo arrastrar una raída correa. No alcanzaban a comprender lo que Juanito intentaba explicarles en su indescifrable lenguaje: Estaba paseando a Duque, su perro era invisible.
Ese mediodía una noticia había alterado la apacible vida del pueblo:
¡El dictador pasaría por allí en su visita al Santuario de la Virgen Negra!
Era una mañana soleada y los vecinos esperaban en las aceras para vitorear el paso del “protector de la patria”. El general atravesaba la calle que dividía el parque cuando perdió el control de su Harley y rodó por el suelo. Parecía un accidente pero un rumor comenzó a ser propagado por las chismosas del pueblo:
¡Había sido un atentado y el responsable era el Juanito!
El Juanito, descalzo, mugriento, con su eterna sonrisa desdentada y sus agujereados pantalones que ni siquiera alcanzaban a cubrirle los tobillos, paseaba por el parque arrastrando su correa cuando dos malencarados policías lo detuvieron. Fue a dar a la cárcel acusado de atentar contra la vida del presidente.
Su estadía en prisión no pasó de una noche. Al siguiente amanecer los guardias encontraron su frío cuerpecito acurrucado en una esquina de la celda.
Algo inexplicable ocurre desde entonces en aquel poblado de sinuosas callejuelas y casas de adobe y teja, que reposa al pie de dos majestuosos volcanes: Cada vez que un aterrado vecino asegura que ha visto a una figura espectral paseándose por los senderos del parque acompañado de un enorme perro blanco…
A los pocos días fallece una de las chismosas del pueblo.
domingo, 13 de junio de 2010
Las abejas
Entre los vecinos corría un rumor. Que ese hombre de pocas palabras, quien paseaba por las tardes a su hijo minusválido, cargaba sobre su conciencia las consecuencias de su pasado. Algo que no era raro en este país en dónde cada tanto, desde tiempos inmemoriales, las tierras se abonaban con sangre humana.
El general Gallardo lo sabía, y no porque se lo hubieran contado. Lo sabía porque él había participado en ello. Gracias a su papel en la historia reciente había logrado bajar la intensidad de la matanza puesto que “los objetivos estratégicos se habían alcanzado”. Graduado de Harvard, y con evidentes aspiraciones políticas, estaba dedicado a perpetuar su legado, dejando plasmada por escrito su interpretación de los acontecimientos de las últimas décadas.
Gallardo era un hombre moreno y fornido, de áspera voz y tajantes modales, que sin proceder de noble cuna, había alcanzado la cúspide dentro del ejército gracias a su dedicación al estudio y a sus pocos escrúpulos. Además era un consumado artista en el arte de la mimetización. Por años había ido puliendo una imagen de hombre culto y de gran apertura mental, todo lo contrario al prototipo de matón uniformado que caracterizaba al militar de la nación. Ni su esposa estaba segura de conocer al hombre con el que compartía el lecho.
Su hermana recordaba sus humildes orígenes en el altiplano del país (precisamente la región más castigada durante la guerra) y la ambición que brillaba en los ojos de Gallardo cuando les comunicó que viajaría a la capital para ingresar a la academia militar. -Poco supimos luego de él- comentaba esa mujer que a duras penas sacaba adelante a su familia y a quien, era un secreto a voces, su exitoso hermano le había vuelto la espalda.
-Es un maldito aprovechado- afirmaba aquel oficial que había sido obligado a dejar el ejército luego de un fallido golpe de estado, uno de los muchos abortados por Gallardo, según se decía, porque no encajaban en sus planes personales.
-Gracias a él se ha preservado la democracia en este país- declaraba con pasión el joven presidente, cuyos excesos habían puesto en peligro la institucionalidad, misma que ferozmente custodiaba Gallardo.
-Nadie podía mover un dedo sin que él lo supiera- balbuceaba la monja estadounidense, enjugándose los ojos, mientras narraba el infierno de violaciones y torturas que había sufrido a manos de los hombres de inteligencia militar.
-En cuanto llegó a ministro, Gallardo ordenó que destruyeran todos los papeles que le incriminaban en las masacres. Ningún rastro quedó de lo que sucedía en la base militar de San José cuando él era el comandante. Ese era un centro de operaciones de contra-insurgencia. Si hay algo que le admiro, es la manera cómo ha sabido aprovecharse de las situaciones para ir escalando. Pocos saben que ha sido una escalera hecha de cadáveres…- terminó diciendo el informante, antes de levantarse y desaparecer entre la niebla que cubría las calles de la ciudad.
-Me siento orgulloso de haber cumplido con mi deber de soldado- manifestó más de una vez a los periodistas que le entrevistaban.
-Nosotros luchábamos por defender a la patria de una invasión. La invasión de una doctrina extranjera. Actuábamos siguiendo el mandato que nos daba la Constitución. Ellos estaban fuera de la ley y por lo tanto no merecían el calificativo de combatientes, ni podían acogerse a la Convención de Ginebra- afirmó en una conferencia en Harvard.
Se retiró del Ejército con todos los honores y se preparó para competir por la presidencia. Tremenda decepción se llevó cuando el conteo posterior a los comicios le demostró que sus ideas no habían conmovido a los electores. Se tragó su orgullo, decidió analizar lo sucedido y prepararse para la próxima elección. Esa fue la segunda frustración en su vida. La primera, sólo sus allegados la conocían.
Como todos los militares que se respetan, desde joven él soñaba con tener un heredero que continuara la dinastía. Cuando Ricardo vino al mundo una jugarreta del destino le obligó a cambiar de planes. Su muchacho no llegó a caminar, es más sufría una parálisis cerebral parcial que limitó su desarrollo. Gallardo tomó la situación como una prueba más. Por él compró la granja fuera de la ciudad. A Ricardo, que en otras circunstancias estaría sacando una maestría en el exterior, le beneficiaba el aire puro y la tranquilidad del campo.
Por las mañanas lo sacaba al jardín; lo dejaba a solas para que se distrajera con las flores, los pajarillos y las mariposas que visitaban el lugar. Él, mientras tanto, se dedicaba a escribir el segundo tomo de su historia del país. Ocasionalmente levantaba la vista para observar la figura, encorvada e inmóvil sobre la silla y hasta parecía que los ojos se le nublaban.
Esa mañana parecía otra más, excepto por dos cosas.
Extrañamente, ningún pajarillo había llegado a refrescarse a la fuente. La otra, que contrario a lo que había ocurrido por años, los pensamientos de Gallardo se rebelaban. Él estaba escribiendo sobre el respeto a los derechos humanos que, según su versión, el ejército había guardado durante el conflicto. Pero otros recuerdos afirmaban lo contrario. Recuerdos de campesinos brutalmente asesinados a machetazos “para no malgastar municiones”. Recuerdos de padres que inútilmente trataban de defender a sus indefensos hijos del ataque de los militares. Recuerdos de gente clamando por misericordia. Recuerdos de fosas a las que eran arrojados, sin diferenciarlos, los muertos y los vivos para luego ser consumidos por el fuego…
Sus manos temblaban. Parecían haber cobrado vida. Se negaban a seguir manchando el papel con mentiras. Sudaba frío, el corazón parecía querer salírsele del pecho. Su mirada buscó a Ricardo. Una nube gris parecía rodearlo. Gallardo frunció el ceño y se levantó. ¿Qué era eso? De pronto gritó
-¡Hijo!
Corrió atropelladamente a su encuentro.
Miles de abejas lo rodeaban. Sólo detenían su frenético vuelo para dejarse caer en picada y clavar sus aguijones. Ricardo se convulsionaba mientras abría la boca en un inútil intento de pedir auxilio. Gallardo llegó hasta él. Lo abrazó. Intentó poner su fornido cuerpo como escudo entre los enfurecidos insectos y su hijo. Inmediatamente comenzó a sentir los alfileretazos en la espalda, el cuello, las manos. Gritó pidiendo auxilio, misericordia, que alguien se apiadara de ellos. Pero el ataque no cesó. Sus piernas se aflojaron y rodó con su hijo. Cayeron en una zanja abierta para construir una piscina. Quedó boca arriba, terriblemente desfigurado por la tortura.
El sol brillaba. El cielo lucía un radiante color celese.
En sus últimos momentos comprobó que era cierto aquello de que la vida de una persona desfila ante sus ojos como en una película. Pero en su caso, alguien puso el rollo equivocado.
Porque lo último que acudió a su mente fueron recuerdos. Recuerdos de campesinos brutalmente asesinados a machetazos. Recuerdos de padres que inútilmente trataban de defender a sus indefensos hijos del ataque de los militares. Recuerdos de gente clamando por misericordia. Recuerdos de fosas a las que eran arrojados, sin diferenciarlos, los muertos y los vivos…
El enjambre se alejó con rumbo hacia aquellas montañas que desde tiempos inmemoriales eran abonadas con sangre humana.
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