miércoles, 6 de octubre de 2010

Adios mamá



-Disculpá que te llame al trabajo. Creí importante informarte que tu vieja se murió.

La están velando en la Funeraria López, cerca del Hospital General.

Rodrigo se quedó de una pieza. Santana ya había colgado pero él seguía con el auricular pegado al oído. Escuchando. Escuchaba los latidos cada vez más acelerados de su corazón. Un torrente de remordimientos aplastaba su pecho impidiéndole respirar. En vida su madre no le había hecho falta, pero ahora que la había perdido, sentía una inmensa soledad. Una soledad que amenazaba con devorarle, como aquellos agujeros negros descubiertos en el espacio.

Echó a andar por las mojadas aceras del viejo centro.
Observó a los mendigos preparando sus lechos de cartones en los pórticos abandonados de aquellos almacenes que habían emigrado a zonas más seguras. Los travestis, vestidos de vivos colores, semejaban seductoras flores nocturnas que brotaban en ramilletes en cada oscura esquina. Carros sin placas, ocupados por hombres visiblemente armados, circulaban con las luces apagadas.

Vio silencio.
Escuchó oscuridad.
Olfateó miedo.
Paladeo miseria.
Esa peligrosa mezcolanza que saturaba algunos barrios de su ciudad.

Vago sin rumbo por horas. Finalmente se encontró frente a la Funeraria López. El “Consuelo Piedrasanta” escrito en la hoja de papel pegada a la puerta confirmaba que adentro estaba su vieja, o lo que la enfermedad había dejado de ella. Se sentó en la acera a esperar. A esperar que el valor regresara a su cuerpo y le brindara su apoyo para entrar. Dieron las once, las doce de la noche… la una de la mañana. La lluvia regresó. El valor no llegaba. El empapado Rodrigo se perdió entre la niebla. Entró sin hacer ruido a su casa para no despertar a Lupita.

A la mañana siguiente se dirigió a una cantina cercana al cementerio que llevaba el sugestivo nombre de “El Último Adios”. Vio llegar el destartalado carro de Funeraria López y lo siguió hasta el nicho que guardaría los restos de su madre. Cuando todos se alejaron, se acercó al lugar. De pronto escuchó la voz a sus espaldas.

“Mi’jo no sea huevón. Míreme a mí. No fui a la escuela y nunca pasé de zope a gavilán. Su tata es estudiado. Por eso vive bien. Desgraciado. Sólo se aprovechó de mí y luego me abandonó. Que tonta fui. Mi esperanza era que usted sacara lo mejor de los dos. Mi buen corazón y su inteligencia. Pero el asunto me salió al revés. ¿Qué va a ser de usted ahora que ya he muerto? ¿Quién va a hacerle caso si no tiene cómo ganarse la vida?”
El miedo lo paralizó.
Respiró profundo y sin atreverse a voltear grito
-¡A la puta vieja, váyase ya! ¿Será que nunca me va a dejar en paz?

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