domingo, 13 de junio de 2010

Las abejas



Entre los vecinos corría un rumor. Que ese hombre de pocas palabras, quien paseaba por las tardes a su hijo minusválido, cargaba sobre su conciencia las consecuencias de su pasado. Algo que no era raro en este país en dónde cada tanto, desde tiempos inmemoriales, las tierras se abonaban con sangre humana.

El general Gallardo lo sabía, y no porque se lo hubieran contado. Lo sabía porque él había participado en ello. Gracias a su papel en la historia reciente había logrado bajar la intensidad de la matanza puesto que “los objetivos estratégicos se habían alcanzado”. Graduado de Harvard, y con evidentes aspiraciones políticas, estaba dedicado a perpetuar su legado, dejando plasmada por escrito su interpretación de los acontecimientos de las últimas décadas.

Gallardo era un hombre moreno y fornido, de áspera voz y tajantes modales, que sin proceder de noble cuna, había alcanzado la cúspide dentro del ejército gracias a su dedicación al estudio y a sus pocos escrúpulos. Además era un consumado artista en el arte de la mimetización. Por años había ido puliendo una imagen de hombre culto y de gran apertura mental, todo lo contrario al prototipo de matón uniformado que caracterizaba al militar de la nación. Ni su esposa estaba segura de conocer al hombre con el que compartía el lecho.

Su hermana recordaba sus humildes orígenes en el altiplano del país (precisamente la región más castigada durante la guerra) y la ambición que brillaba en los ojos de Gallardo cuando les comunicó que viajaría a la capital para ingresar a la academia militar. -Poco supimos luego de él- comentaba esa mujer que a duras penas sacaba adelante a su familia y a quien, era un secreto a voces, su exitoso hermano le había vuelto la espalda.

-Es un maldito aprovechado- afirmaba aquel oficial que había sido obligado a dejar el ejército luego de un fallido golpe de estado, uno de los muchos abortados por Gallardo, según se decía, porque no encajaban en sus planes personales.

-Gracias a él se ha preservado la democracia en este país- declaraba con pasión el joven presidente, cuyos excesos habían puesto en peligro la institucionalidad, misma que ferozmente custodiaba Gallardo.

-Nadie podía mover un dedo sin que él lo supiera- balbuceaba la monja estadounidense, enjugándose los ojos, mientras narraba el infierno de violaciones y torturas que había sufrido a manos de los hombres de inteligencia militar.

-En cuanto llegó a ministro, Gallardo ordenó que destruyeran todos los papeles que le incriminaban en las masacres. Ningún rastro quedó de lo que sucedía en la base militar de San José cuando él era el comandante. Ese era un centro de operaciones de contra-insurgencia. Si hay algo que le admiro, es la manera cómo ha sabido aprovecharse de las situaciones para ir escalando. Pocos saben que ha sido una escalera hecha de cadáveres…- terminó diciendo el informante, antes de levantarse y desaparecer entre la niebla que cubría las calles de la ciudad.

-Me siento orgulloso de haber cumplido con mi deber de soldado- manifestó más de una vez a los periodistas que le entrevistaban.
-Nosotros luchábamos por defender a la patria de una invasión. La invasión de una doctrina extranjera. Actuábamos siguiendo el mandato que nos daba la Constitución. Ellos estaban fuera de la ley y por lo tanto no merecían el calificativo de combatientes, ni podían acogerse a la Convención de Ginebra- afirmó en una conferencia en Harvard.

Se retiró del Ejército con todos los honores y se preparó para competir por la presidencia. Tremenda decepción se llevó cuando el conteo posterior a los comicios le demostró que sus ideas no habían conmovido a los electores. Se tragó su orgullo, decidió analizar lo sucedido y prepararse para la próxima elección. Esa fue la segunda frustración en su vida. La primera, sólo sus allegados la conocían.

Como todos los militares que se respetan, desde joven él soñaba con tener un heredero que continuara la dinastía. Cuando Ricardo vino al mundo una jugarreta del destino le obligó a cambiar de planes. Su muchacho no llegó a caminar, es más sufría una parálisis cerebral parcial que limitó su desarrollo. Gallardo tomó la situación como una prueba más. Por él compró la granja fuera de la ciudad. A Ricardo, que en otras circunstancias estaría sacando una maestría en el exterior, le beneficiaba el aire puro y la tranquilidad del campo.
Por las mañanas lo sacaba al jardín; lo dejaba a solas para que se distrajera con las flores, los pajarillos y las mariposas que visitaban el lugar. Él, mientras tanto, se dedicaba a escribir el segundo tomo de su historia del país. Ocasionalmente levantaba la vista para observar la figura, encorvada e inmóvil sobre la silla y hasta parecía que los ojos se le nublaban.

Esa mañana parecía otra más, excepto por dos cosas.
Extrañamente, ningún pajarillo había llegado a refrescarse a la fuente. La otra, que contrario a lo que había ocurrido por años, los pensamientos de Gallardo se rebelaban. Él estaba escribiendo sobre el respeto a los derechos humanos que, según su versión, el ejército había guardado durante el conflicto. Pero otros recuerdos afirmaban lo contrario. Recuerdos de campesinos brutalmente asesinados a machetazos “para no malgastar municiones”. Recuerdos de padres que inútilmente trataban de defender a sus indefensos hijos del ataque de los militares. Recuerdos de gente clamando por misericordia. Recuerdos de fosas a las que eran arrojados, sin diferenciarlos, los muertos y los vivos para luego ser consumidos por el fuego…
Sus manos temblaban. Parecían haber cobrado vida. Se negaban a seguir manchando el papel con mentiras. Sudaba frío, el corazón parecía querer salírsele del pecho. Su mirada buscó a Ricardo. Una nube gris parecía rodearlo. Gallardo frunció el ceño y se levantó. ¿Qué era eso? De pronto gritó
-¡Hijo!
Corrió atropelladamente a su encuentro.

Miles de abejas lo rodeaban. Sólo detenían su frenético vuelo para dejarse caer en picada y clavar sus aguijones. Ricardo se convulsionaba mientras abría la boca en un inútil intento de pedir auxilio. Gallardo llegó hasta él. Lo abrazó. Intentó poner su fornido cuerpo como escudo entre los enfurecidos insectos y su hijo. Inmediatamente comenzó a sentir los alfileretazos en la espalda, el cuello, las manos. Gritó pidiendo auxilio, misericordia, que alguien se apiadara de ellos. Pero el ataque no cesó. Sus piernas se aflojaron y rodó con su hijo. Cayeron en una zanja abierta para construir una piscina. Quedó boca arriba, terriblemente desfigurado por la tortura.
El sol brillaba. El cielo lucía un radiante color celese.
En sus últimos momentos comprobó que era cierto aquello de que la vida de una persona desfila ante sus ojos como en una película. Pero en su caso, alguien puso el rollo equivocado.
Porque lo último que acudió a su mente fueron recuerdos. Recuerdos de campesinos brutalmente asesinados a machetazos. Recuerdos de padres que inútilmente trataban de defender a sus indefensos hijos del ataque de los militares. Recuerdos de gente clamando por misericordia. Recuerdos de fosas a las que eran arrojados, sin diferenciarlos, los muertos y los vivos…

El enjambre se alejó con rumbo hacia aquellas montañas que desde tiempos inmemoriales eran abonadas con sangre humana.

1 comentario:

  1. Aunque parezca una fantasía macabra, esto sucedió realmente. Los guatemaltecos tal vez recordarán como murió el que fue ministro de la defensa de Vinicio Cerezo

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