miércoles, 28 de julio de 2010
Mala Suerte
Uno de los escasos recuerdos que guardo de mi infancia tiene que ver con Delfina. En aquella época vivíamos con mamá en una casa de huéspedes, a la vuelta de un tranquilo boulevard conocido como la Avenida de los Árboles. La casa estaba construida en un pequeño solar, por eso se había ido para arriba. En medio tenía un patio. En los corredores habían puesto bancas de madera, luego les explicaré para qué. En uno de los extremos estaba el lavadero, que por falta de baños también servía para esos fines, eso sí, antes de que amaneciera para no dar espectáculo al resto de huéspedes. A su lado estaban las gradas que conducían a los pisos superiores. Estos habían sido construidos con materiales cada vez más livianos, pasaron de ladrillo, a block, a madera y a cartón. Una soleada mañana, decidí usar la pila como piscina. Ante los gritos de las vecinas mamá bajó corriendo. Tratando de escapar de ella, desnudo y chorreando agua, choqué con una extraña mujer.
(Delfina era una anciana solitaria que había establecido sus dominios en el segundo piso. De afilado rostro, ganchuda nariz y largas greñas, tenía bien ganada su fama de bruja. Numerosas mujeres de caras angustiadas pasaban horas sentadas en los bancos de madera colocados alrededor del patio, esperando turno para consultarle sus pesares. Entre los vecinos se rumoraba que atesoraba una fortuna, porque aceptaba joyas en pago de los trabajos que hacía para recuperar maridos y novios infieles.)
Los ojos de la anciana se concentraron en un punto indefinido sobre mi cabeza. Sin quitar la vista de allí, se dirigió a mamá.
-Querida, percibo algo extraño en el aura de tu hijo ¿Me permites leerle la mano?
Mamá dudó antes de responder. Yo temblaba, no sé si de frío o de miedo.
-Claro doña Delfina, hágame el favor.
Me la examinó con cuidado, luego le confió.
-Tu hijo está destinado a ser un líder que transformará la historia de Guatemala. Pero un gran peligro amenazará su vida. Debemos hacer algo o no llegará a viejo.
Hurgó en su morral y sacó una manita de pedernal que colgaba de una cadena de plata. La apretó entre sus manos, cerró los ojos y dijo una oración.
-Toma esto. Cuida que siempre lo lleve puesto. Así nada le pasará.
Cuando mamá intentó abrir su bolso, Delfina la detuvo con un gesto de disgusto.
-Tranquila hija. Ni se te ocurra. No hay dinero en el mundo que pueda pagar lo que vale este talismán.
Tres meses después encontraron a Delfina muerta en su estudio. El desorden que había en el lugar y las quince puñaladas que tenía en el pecho, convencieron al más escéptico de los investigadores: su muerte no había sido por causas naturales. Nada de valor había en el cuchitril. Mamá prefirió que nos mudáramos de allí.
Es curioso que ese sea el recuerdo que vino a mi mente en este instante cuando comienzo a sentir que los líquidos que terminarán con mi vida van recorriendo mis venas. Mala suerte. Fui al único de la banda que agarraron. ¿Por qué tenían que allanar el lugar cuando yo estaba cuidando a la secuestrada? Me dijeron que si eso pasaba, no dudara en volarle los sesos. Cumplí la orden. Los que hemos estado en el ejército sabemos que las órdenes se cumplen y no se discuten. Después de eso me hice famoso. La opinión pública se dividió. Aquellos que pedían mi vida a cambio de la que había quitado, y aquellos que se oponían a ese castigo. Dicen que yo seré el último. Que en Guatemala ya no aplicarán la pena de muerte por no sé qué legalismos. Delfina tenía razón. Voy a cambiar la historia.
Ah se me olvidaba contarles, justo el día que me agarraron, olvidé ponerme el pinche amuleto.
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