martes, 26 de octubre de 2010
Graduación
El sábado asistimos a la graduación de la hermanita de mi esposa. Luego de cuarenta años de ir a eventos como éste, de haber escuchado esos idílicos discursos de agradecimiento por los conocimientos recibidos y de aliento para comerse el mundo, creía haber experimentado todo.
Sin embargo me esperaba una sorpresa.
Si nos atenemos a la ley de probabilidades, era lógico que dentro de las veinticinco jovencitas que recibirían su título, más de alguna no contaría con la presencia de padre o madre. Las razones, sólo Dios y la familia cercana las conocerían. La más evidente divorcio, pero con la ola de violencia que nos azota, hasta el asesinato ha pasado a aceptarse como una causa natural.
La protagonista de esta historia fue la decima o décima primera, una chica promedio en un grupo promedio: morena, de mediana estatura, nada que para un asistente promedio como yo, mereciera ser guardado en su archivo de memoria. Se puso de pie cuando la llamaron y pasó al frente. De entre el público se levantó una señora de treinta y pico de años que subió al estrado, abrazó a la hija, le puso el anillo de graduación y cambió el gesto de amargura en su rostro por la mejor de sus sonrisas para la clásica foto.
Los flashes habían comenzado a destellar cuando a mi lado pasó un hombre de traje café. Pareció dudar un momento. Llegaba demasiado tarde. Más bien parecía llegar como un no-invitado a la ceremonia. Con la vista fija en la joven aspiró profundo y caminó hacia el estrado. En el momento que subía las gradas la joven lo vio. En su cara se dibujó un gesto de sorpresa. Ambos se fundieron en un abrazo que me pareció como un luminoso puente tendido para unir décadas de separación. Sus cuerpos se estremecían por el llanto mientras se susurraban palabras que buscaban convertirse en un bálsamo para curar las heridas abiertas por la ausencia.
El acto debía continuar. La joven regresó a su lugar. El hombre tomó del brazo a la mujer (que inútilmente buscaba disimular su tensión) y bajaron. Apenas se alejaron dos pasos del estrado, el hoy retomó su lugar y siguieron por caminos diferentes.
Mi esposa sonrió al verme con los ojos bañados en llanto. Sólo alcancé a decirle -Llegó su papá, llegó su papá.-
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
El día que presenciamos esto, a mí también se me llenaron los ojos de lágrimas... sin embargo al leer ésto tan bello y conmovedor lograste que las lágrimas brotaran. Te felicito, que lindo escribes amor.
ResponderEliminarQue hermoso relato, me emocionó, crei que era fición; ahora leo que fue real.
ResponderEliminar