miércoles, 3 de noviembre de 2010

El Sueño de Hermógenes



Iba ascendiendo por una empinada ladera bajo el abrazo inclemente del sol.

Escuchaba inconfundibles gruñidos detrás del espeso monte. Sabía que eran las alimañas enviadas por aquellos que le odiaban tanto. Se ocultaban esperando el momento propicio para atacarle. Como en otros momentos de su vida, sabía que no estaba solo. La voz lo alentaba a seguir subiendo. Varias veces estuvo a punto de darse por vencido, pero ella insistía que el fin llegaría en cuanto se detuviera.

Tras inconcebibles esfuerzos logró alcanzar la cúspide. Luchaba por recuperar el aliento cuando escuchó el murmullo de un manantial. Con las piernas que apenas podían sostenerle, llegó hasta donde el agua brotaba de las entrañas de la tierra. Un sorbo bastó para saciar su sed y reconfortar su alma. Entonces buscó refugio bajo la sombra de un arbusto. Luego de descansar unos minutos, inició el descenso. A su encuentro fue saliendo una multitud vestida de túnicas blancas que le aclamaban y pedían su bendición. Su corazón comenzó a recobrar la calma. El peligro parecía haber quedado atrás.

Al final del sendero había un pequeño muelle. Una barca, en cuya vela resplandecía una inmensa cruz esperaba en el embarcadero. El navegante, extrañamente parecido a un retrato de san Pedro que había visto en el Vaticano, le tendió los brazos y con una sonrisa le invitó a subir.

-Hermano, buen trabajo. He venido a llevarte a casa.

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