jueves, 25 de noviembre de 2010

Cambia para hacerme feliz



Erase una vez un niño que detestaba las flores rosadas, el color favorito de su madre.

-¿Por qué Dios me castiga con esto?- preguntaba en su adolescencia cada vez que corría las cortinas de su habitación y observaba el cuidado jardín pletórico de flores de ese color.

Intentó de todo. Llegó hasta el extremo de pintarlas, pero para su desventura, cuando nuevos botones brotaban, volvían a ser de color rosa.

-Odio a mi madre. Si ella sabe que detesto ese color ¿por qué no las cambia para darme gusto?- murmuraba aún en la edad adulta.

Pasaron los años. Nuestro joven se mudó hacia otra ciudad. Allí se casó y formó una familia. La aversión hacia lo rosado pasó a un segundo plano cuando nació su pequeña.

Ahora, con la sabiduría de la madurez ha llegado a concluir que el color siempre fue el mismo. Que el color, como muchos acontecimientos en la vida, es algo neutro. Que la tonalidad con la que se tiñen nuestras emociones es el resultado de nuestra interpretación de los hechos.

Que en nuestras manos está la oportunidad de ser feliz pero que muchas veces la dejamos ir, encaprichados en pedir a la naturaleza que cambie, cuando el que debe cambiar para disfrutar lo que se le ofrece es uno, con nuestras percepciones, nuestros prejuicios y nuestras actitudes.

1 comentario:

  1. Un buen mensaje, profundo y aleccionador. Es muy cierto que vemos el mundo de acuerdo con un cristal parcial de como nos sentimos en un momento determinado y que puede crear una memoria parcial. Tal vez esa persona relacionaba el color rosa con un sentimiento negativo contra su madre y por eso odiaba al color, porque no era suficientemente sincero de aceptar que odiaba a su madre.

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