jueves, 8 de julio de 2010

¿En dónde están?



Me encanta visitar los mercados de artesanías. Es un deleite perderse entre esa vorágine de colores, olores y sabores que me conectan con mis raíces. Esta vez decidieron montarlo en un lugar poco común: el que fuera Palacio de la Policía Nacional. Una fría construcción de granito con altas paredes y pequeños ventanales, de ingrata recordación para muchos luchadores por la libertad de las décadas de los 70s 80s y 90s. Nunca había estado allí. Incluso cuando era más joven y me gustaba vagar por la sexta avenida, instintivamente cruzaba la calle para ni siquiera pisar la acera adyacente a la gran puerta de madera que separaba mi mundo, del inframundo que las leyendas populares pregonaban que existía allende sus paredes. Ando solo. Solo como siempre. Pero no me siento solo. Me acompañan mis pensamientos, mis fantasmas y mis miedos.

Me siento extraño en mi propia tierra, aunque ¿será esta mi tierra? Camino despacio por los corredores atestados de artesanías, al final de uno de ellos me detengo a ver unos cuadros pintados con el típico estilo primitivista. El pintor es un muchacho alto, flaco, de ojos claros y cabello cenizo; tiene el tipo de la gente de oriente. Él, al igual que yo, parece estar fuera de lugar, parece un oficinista, tal vez universitario de clase media. (La reflexión me lleva a confirmar cómo aplico los estereotipos. Para mi mentalidad ladina, el vendedor de artesanías tiene que ser un indígena, que mezcla arte con miseria para ganarse unos centavos con que alimentar a la retahíla de hijos de ojos saltones y estómagos sobrepoblados de lombrices. Esfuerzo inútil, la mayoría ni siquiera llegará a la adolescencia.) El joven de ojos claros comienza a ofrecerme sus cuadros a precios francamente ridículos por lo baratos. Hago unos rápidos cálculos mentales que me llevan a concluir que así ni siquiera sacará el costo de los materiales. En eso veo que atrás, colgado de la pared, hay un cuadro pintado en un estilo diferente. No logro identificar ninguna figura en concreto, pero distingo un especie de mensaje escrito con letra de carta negra sobre un fondo gris en el cuadrante inferior derecho: “¿en dónde están?” El cuadro me atrae. Quiero comprarlo y busco al pintor para que me diga su precio. Cuando se lo señalo ¡el cuadro desaparece! Sólo se ve el espacio vacío en la pared descascarada. Cuando el pintor se aleja, vuelvo a verlo. Ahí está. Llamo de nuevo al pintor y la incomprensible escena se repite. Cansado de ese juego estiro la mano para tomarlo y para mi sorpresa ¡mi mano traspasa la pared! Siento como si la pared fuera de gelatina. Empujo y todo mi cuerpo termina al otro lado.

Estoy de pie en el último peldaño de una escalera que se pierde en la oscuridad del fondo. El lugar se nota sucio, abandonado. Es evidente que nadie ha caminado por allí en mucho tiempo. Siento que alguien me acompaña (estará conmigo todo el tiempo que permaneceré allá, pero nunca le veré). Comienzo a bajar, es como una espiral. Me llaman la atención las gradas, son de cemento y cada una es mucho más grande que lo normal. Llegamos abajo. Se siente mucho frío. Calculo que estamos como cinco o seis niveles bajo el suelo, aún así la iluminación es buena. Las gradas terminan a la entrada de un salón, parece como de castillo, las arcadas lo rodean. En medio veo una especie de altar ¿o sepulcro? En el piso veo los esqueletos de entre ocho y diez animales. Parecen perros, pero podrían ser lobos o chacales. Me impresionan las dentaduras. Los dientes parecen sierras. Sobre el altar hay una especie de cuerpo momificado. Está despedazado. No puedo evitar pensar que esos animales, en un paroxismo de hambre, rompieron la tumba y lo devoraron.

En ese momento siento como si viajara al pasado. Estoy en la misma sala. Sobre la mesa de en medio hay un joven amarrado. A su alrededor están tres o cuatro hombres más, uniformados de verde olivo y con el rostro cubierto. En las manos tienen instrumentos de metal que brillan cuando los suben sobre sus cabezas. Luego los dejan caer sobre el joven. Confirmo que lo están torturando. Prácticamente lo están destazando vivo. El martirizado se agita, pareciera que está dándole un ataque de epilepsia. Veo la escena temblando en silencio. En eso caigo que no se escucha nada. El sonido está en off. Varios perros pastor alemán se pasean por el salón babeando. Veo que los verdugos les tiran pedazos de carne. Los animales disfrutan el festín.

Entonces mi invisible acompañante me susurra al oído -Ahora ya sabes en dónde estamos-.

1 comentario:

  1. Que escalofriante..... en verdad te habrás conectado con el mas allá??? con los que están clamando justicia?? que terrible...

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