sábado, 31 de julio de 2010

El Acompañante



En veinte minutos llegaría a su casa y luchaba por no dormirse al volante. Al percibir una silueta por el retrovisor pisó el freno. El auto se detuvo. Respiró profundo y dijo.
-Que susto me diste. No esperaba verte hoy.

(Nadie sabía que ese acompañante respondía al nombre de Miedo. Una relación nacida dos décadas atrás, bajo el estruendo de las ráfagas y los estallidos de granadas que desgarraban las noches en el altiplano. Miedo lo sacó de allí, lo llevó ante el papa para informar lo que estaba pasando y terminaron asilados en Costa Rica, cuando le prohibieron regresar a su país. Lejos de su comunidad, Miedo permitió que los remordimientos se apoderaran de él. Llegó a la conclusión de que en su alma se había aposentado algo terrible. Un pecado. Y no era de pensamiento, palabra u obra. Era el más ingrato de todos: el de omisión. Una voz retumbaba en su cabeza. Le repetía que aquellas plegarias implorando a Dios perdón por su cobardía se perdían en el insondable abismo de la nada. Que no lograría cambiar su destino porque ¿De qué habían servido tantos escritos a favor de los pobres, si el autor de tan fogosas palabras había dejado sin consuelo a miles de seres indefensos en el momento que más lo necesitaban? El argumento de cerrar la diócesis para detener la matanza de sus colaboradores no era válido. Ese había sido otro mal consejo de Miedo. Por eso, dos décadas después había adoptado la tarea de recuperar la memoria histórica de esos años oscuros como su penitencia. Luego de años de dudas y arrepentimientos, representaba su última esperanza de ganar la anhelada indulgencia. Su dedicación a la tarea había alejado a Miedo. ¿Por qué ahora se encontraba de vuelta?)

Dobló la calle. Tomó el empedrado camino que conducía a su casa. Abrió el portón y acomodó el coche en el lugar de siempre. Empezaba a caminar para cerrar el portón cuando volvió a sentir aquella extraña sensación: Le estaban observando.
Frunció los ojos y distinguió al otro lado del corredor, a un adolescente pálido y delgado que parecía aguardarlo.
-Buenas noches joven.
-Buenas noches Monseñor. Le estaba esperando. Me urge hablar con usted.
-Hijo, es casi medianoche, ¿podemos hacerlo mañana?

(Los labios del muchacho seguían moviéndose, pero un torbellino de confusiones bloqueaba sus sentidos y le impedía escucharle. Un estremecimiento le helaba la sangre e iba recorriendo hasta el más recóndito rincón de su otrora vigoroso cuerpo porque ¡Ese misterioso joven que decía estar esperándolo, tenía los rasgos de su acompañante, aquel que instantes antes iba en el asiento trasero de su auto y que hasta ese momento había considerado sólo un fruto de su imaginación!)

Alzó la temblorosa mano para ajustarse los anteojos y como no logró sujetarlos, se estrellaron a sus pies. Al agacharse a recogerlos, pronunció sus últimas palabras sobre la tierra:
-Perdóname hijo…

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