miércoles, 19 de mayo de 2010

KARMA


Dedicado a la memoria de Marco Antonio Molina T.
(Versión ganadora del segundo lugar en el Concurso de Cuentos –Mirna Mack- 2006)


I
-¡Mamá! ¡Suzie se está comiendo a Manuelita!
La joven señora se asomó y observó cómo la cachorra terrier movía su cabeza de un lado a otro, mientras retenía entre sus fauces al oscuro caparazón.
-¡Perrita traviesa, deja en paz a la tortuga!
Se trabaron en un gracioso forcejeo, por un lado la madre tratando de abrirle el hocico, por el otro la hija halándole la cola. La mascota gruñía encantada con el nuevo juego, mientras la tortuga buscaba como protegerse, ocultando su cabeza y extremidades.
Cuando por fin lograron liberarla, la niña rompió a llorar
-¡Le comió su patita! ¡Suzie le comió una pata a Manuelita!
Efectivamente, de una de sus patas traseras habían desaparecido varios dedos y en su lugar, brotaban ahora diminutas gotas de sangre.
-¡Se va a morir! ¡Mi tortuga se va a morir!
-Cálmate mi amor, le daremos medicina. Pasaremos a esa perrita malvada al patio de atrás, así dejará de molestar a tu tortuga.
A la mañana siguiente, en cuanto se levantó, la niña corrió a buscar a su mascota. En una esquina, sobre una pequeña hondonada, se veía una extraña masa oscura. Se acercó llena de curiosidad y de pronto comenzó a lanzar alaridos.
-¡Mamá! ¡Auxilio! ¡Ven pronto!
Su mamá salió del baño semidesnuda y por poco se cae al bajar las gradas. Casi sin aliento llegó hacia ella y la tomó en sus brazos.
-¡Nena! ¿Qué pasa?
La pequeña, temblando, solo atinaba a señalar la bola negra.
-¿Por eso me hiciste venir? Sólo son hormigas.
Sin embargo, luego de observarla con mayor detenimiento, también lanzó un grito.
-¡Manuelita!
Frente a sus ojos se estaba desarrollando una espeluznante escena. Las hormigas, presas de un extraño frenesí, estaban devorando a la tortuga. La mamá corrió hacia el otro extremo del jardín y regresó armada con una manguera. El chorro arrastró consigo a la mayoría de insectos, que terminaron pagando el atrevimiento con sus vidas. Usando los dedos como pinzas arrancaron a las más obstinadas atacantes que se resistían a renunciar al festín. Si algo quedaba de Manuelita, se encontraba refundido en su caparazón. En las miradas de madre e hija se reflejaba una mezcla de angustia y curiosidad. Luego de varios minutos de suspenso, el animalito finalmente asomó su cabeza.
-¡Está viva! Mami ¡Mi tortuga está viva!
-Vamos a meterla en una caja. María, llévala a tu cuarto, allí nadie la molestará.
Pasaron tres días y la niña llevó una nueva inquietud a su mamá.
-Mami, Manuelita no quiere comer, casi no se mueve...
María confirmó sus temores.
-Señora, creo que se está muriendo. Agáchese y sienta como hiede.
Un fétido olor a materia descompuesta emanaba del animal.
La madre la alzó y sin poder evitarlo, volvió a dejarla caer con un gesto de repugnancia.
-¡Está engusanada!
Los tres pares de ojos se dirigieron a la húmeda cavidad en el fondo de la caja en dónde se observaban incontables formas alargadas, como eses gordas y blancas, que se agitaban alocadamente.
-¡Mami, cúrala!
La mamá hábilmente cambió de tema.
-¿Sabías que en la juguetería acaban de recibir la cocinita que están anunciando por la televisión? ¿Quieres que vayamos a comprarla?
-¡Si! ¡Eres la mejor mamita del mundo!
Cuando la niña se alejó, María recibió instrucciones terminantes.
-No podemos hacer nada por el pobre animal. Deshazte de él y limpia bien, no vaya a ser que esa porquería nos provoque una infección.
Esa tarde, cuando la niña regresó con el juguete nuevo, la casa estaba inundada por un inconfundible olor a cloro y había desaparecido todo rastro de Manuelita.

II
La llamada sólo vino a profundizar la intranquilidad en sus corazones.
-Mamá, logré escaparme. Huyan porque de seguro llegarán a buscarme a la casa.
Llevaban casi una semana sin saber de ella. Una aterrorizada compañera les contó cómo, a la salida del colegio, hombres armados y con los rostros cubiertos, habían introducido a Luisa por la fuerza en un carro sin placas. Movieron literalmente cielo y tierra para localizarla, sin embargo todos sus esfuerzos fueron infructuosos. Nadie daba razón de la destacada jovencita que acababa de cumplir dieciocho años, cuyo delito era el de ser presidente de la asociación de estudiantes del Instituto fundado por las religiosas belgas.
La llamada pareció ser una respuesta a sus ruegos, aunque trajo consigo otro cúmulo de angustias. ¿Cómo iban a seguir su consejo? La ciudad se había convertido en una inmensa ratonera de la que pocas personas podían escapar. Las víctimas de esa infame cacería tenían un denominador común: eran simpatizantes o defensores de los desposeídos, y la familia Monsanto era conocida por su labor social. Consciente del riesgo, don Roberto, el padre, ordenó a Amparo, su esposa y a sus otros dos hijos
-Luisa tiene razón, larguémonos de aquí. En una maleta metan lo indispensable. Nos iremos a casa de mi hermana. ¡Apresúrense!
Cuando cayó la noche la aterrorizada familia había abandonado el hogar; Aunque cada uno estaba entregado a sus propias aflicciones, Julio César, el hijo menor recién entrado en la adolescencia, no dejaba de insistir para que al día siguiente fueran a recuperar sus cuadernos.
-Papá, los exámenes finales están por comenzar y no quiero perder el año.
Finalmente don Roberto autorizó que él y su madre regresaran a la casa.
Pasadas las doce, doña Amparo, con mano temblorosa, giró la llave en la cerradura. Pareció tranquilizarse al comprobar que ningún extraño había llegado durante su ausencia.
-Julito, apúrate, toma tus cuadernos y nos vamos. Me pone nerviosa estar aquí.
Estaban en el segundo piso cuando con violentos golpes derribaron la puerta. Seis hombres, armados y con los rostros cubiertos, ingresaron a la casa. La madre corrió al cuarto del jovencito y lo cubrió con su cuerpo. Cuando trató de gritar, uno de los agresores comenzó a abofetearla. Cayó al suelo con la boca llena de sangre. Un culatazo la dejó inconsciente.

El panel blanco de vidrios polarizados se detuvo dentro de la sede de Inteligencia Militar. El comando de operaciones especiales descendió con el prisionero. Julio César fue conducido al salón de interrogatorios. Lo ataron a un poste de metal, desnudo y con los ojos vendados. El adolescente no paraba de llorar.
Calculó que ya era la mañana siguiente cuando escuchó que la puerta se abría.
Ingenuamente pensó que sus captores, luego de reconocer su error, venían a liberarlo.
-¡A la orden mi sargento Tánchez!
Escuchó el pesado ruido de unas botas y sintió cómo el recinto se llenaba de un acre olor a sudor mezclado con tabaco. Sin poder evitarlo, comenzó a temblar y a lanzar gemidos.
-Así que sos el hermanito de la puta guerrillera que se nos escapó. Mirá jovencito, no tenemos nada contra ti, sólo contanos algunas cositas y te liberamos.
En un gesto espontáneo, negó con la cabeza.
Un repentino estallido sobre su cara lo tumbó al suelo. El verdugo continuó hablando.
-No te me pongás gallito. A muchos hombres hechos y derechos los he doblegado aquí. Voy a hacerte una sola pregunta y más vale que la contestés ¿En dónde estaba tu hermana cuando les llamó?
Julio César, víctima de un ataque de tos, le fue incapaz hablar. Sofocándose, jadeaba sobre el frío piso de cemento. Su interrogador le asestó una patada en el vientre que le dejó sin aire y liberó su esfínter, lo que le provocó sonoras carcajadas.
-Te lo dije patojo, si querés jugar conmigo será bajo mis reglas. Tengo tiempo y tengo el control. Tarde o temprano vas a decirme lo que quiero saber.
Tiritando y revolcándose entre sus orines, el jovencito apenas alcanzó a musitar.
-Máteme si quiere, pero no le diré nada sobre mi hermana.
El verdugo se agachó y cambió el tono de voz.
-Patojo, no me hagás las cosas difíciles. ¿Sabés que tenés la edad de un mi hijo? No creás que me complace hacer estas cosas, pero se trata de mi trabajo. ¿Por qué no colaborás y acabamos con esta mierda?
El jovencito sólo gemía.
-¡Cabrón! ¿No entendés que puedo hacerte pedazos y que aunque callés, la maldita de tu hermana no podrá seguir ocultándose de nosotros? ¿No te has puesto a pensar que ella, por andar en estupideces, provocó estas desgracias? Es una egoísta. No pensó en las consecuencias para su familia. Si no fue correcta con ustedes, ¿por qué querés serle leal? Tu único chance de salir vivo es si me contás en dónde se esconde. Te prometo que no le haremos daño, sólo necesitamos que nos aclare unas cosas. Hagamos un trato, te daré el resto del día para que lo pensés. Te mandaré comida y ropa para que veás que no somos salvajes. Mañana tempranito vendré a visitarte. Espero que ya hayás entrado en razón. Me contás lo que sabés y antes de mediodía irás camino a tu casa. ¿Estamos?
Tánchez cumplió su palabra. Esa tarde Julio César, casi perdido en un uniforme verde olivo varias tallas más grande, regresó del baño y saboreó su primera comida en muchas horas. Incluso le dieron una cobija para protegerse del frío de la noche.
Como le habían quitado la venda, pudo examinar la celda en dónde le tenían recluido. Parecía ser un subterráneo pues por las paredes, apuntaladas por vigas, la humedad se filtraba por doquier. No había ventanas y el único acceso era a través de la puerta de metal. Del techo colgaba un bombillo cuya mortecina luz fluctuaba constantemente, coincidiendo sus frecuentes bajones, con los apagados alaridos que alcanzaban a escucharse, provenientes de otros recintos en el lugar. Julio César supuso que ya había caído la noche porque los guardas en el corredor pasaban con menos frecuencia, sin embargo no pudo pegar los ojos. Las palabras de Tánchez creaban una desagradable interferencia en sus recuerdos. ¿Sería cierto eso que Luisa era una egoísta, y que con sus acciones estaba provocando esto? No, no podía ser. Ella jamás había actuado así; al contrario, constantemente buscaba cómo ayudar a los demás, aún a costa de su propio bienestar. En el seno de su hogar habían aprendido con el ejemplo, el apostolado de amar a su prójimo como a si mismos; si así se comportaban con los extraños ¿Cuánto más no haría uno de ellos por el resto de su familia? Todo era una treta, una argucia para obligarle a hablar. Poco a poco le fue invadiendo la convicción de que era un hombre muerto desde el momento que le habían conducido allí.
-¿Qué puedo hacer para que este sacrificio tenga sentido?
No tenía idea del lugar en dónde se ocultaba su hermana. Entonces, sin importar lo que le hicieran y aunque las fuerzas le abandonaran, iba a ser imposible que la denunciara. Sólo sabía que la base militar de la que Luisa había escapado quedaba cerca de la frontera con México. Con suerte se habría internado en las montañas y en un par de días atravesaría la frontera... y ya había pasado uno.
-Tengo que ganar ese día. Si logro resistir, ella completará su fuga. ¡Dios mío! Dame fuerzas para aguantar.
Una vez tomó esa resolución, se entregó a repetir sin cesar el Padrenuestro. Cuando escuchó de nuevo el ruido de la llave supo que había llegado el momento de la verdad. Con los ojos desorbitados conoció, por primera vez, el semblante de su verdugo.
El tipo era de moreno y de mediana estatura, usaba el pelo casi al rape. En los toscos rasgos de su cara, una ancha y aplastada nariz separaba a esos ojos rasgados cuya mirada rebosaba maldad. Por un momento a Julio César le pareció estar observando al modelo que habían usado para esculpir a las gigantescas cabezas que había conocido en un sitio arqueológico de la costa sur. El fornido hombre, vestía el uniforme que entre los pobladores del altiplano les había ganado el mote de “pintos”. Caminó hacia él y le preguntó.
-¿Comistes bien? ¿Dormistes bien? Ahora espero que cumplás tu parte del trato.
-No le diré nada. Nunca voy a traicionar a mi hermana.
Su respuesta trajo consigo otra bofetada. Casi de inmediato, Julio César sintió de nuevo el sabor de la sangre en su paladar.
-Mocoso desgraciado, ¿así que querés jugar al gallito? ¡Vas a arrepentirte de haberme faltado el respeto!
La cólera tiñó su rostro de un tono violáceo. Más que respirar, bufaba como toro de lidia a punto de embestir.
-¡Hijo de puta! Voy a darte una probadita para que sepás que esto no es un juego.
Corrió hacia la puerta y comenzó a patearla.
¡Soldado! ¡Vení enseguida, necesito ayuda!
Por la puerta asomó otro hombre que parecía salido del mismo molde.
-Ordene mi sargento Tánchez.
-Sujetá bien al prisionero.
El soldado lo lanzó boca abajo y se puso a horcajadas sobre él.
-Metele un trapo en la boca, no quiero que escuchen sus gritos. Estirale la mano.
Tánchez desenfundó un cuchillo con la hoja dentada, y con la meticulosidad de un artesano hizo algunos cálculos. Luego, sin mediar palabras, lo dejó caer y comenzó a aserrar sobre los dedos anular y meñique del joven. Todo el cuerpo de Julio César se tensó, sus alaridos se estrellaron contra la mordaza. La sangre comenzó a brotar a borbotones. Segundos después dos decolorados apéndices rodaron por el piso.
Tánchez encendió un cigarrillo y acercó la lumbre a las heridas.
-Así cortaremos la hemorragia, aguantate ya que sos tan hombrecito.
El contacto de la brasa le provocó un shock. Miles de luces estallaron en el cerebro de Julio César y se desvaneció.

Recuperó el sentido tirado en la celda.
Unas espantosas palpitaciones irradiaban desde el vacío en donde hasta hacía poco tenía los dedos. El dolor era tan intenso que le había paralizado medio cuerpo. Entre sollozos, sólo atinaba a suplicarle a Dios que su mami llegara pronto a consolarle. Pasó varias horas padeciendo los dolores hasta que el sueño le venció, dándole un escape temporal a sus sufrimientos.
Al despertar sintió algo extraño. De pronto comenzó a lanzar alaridos y a agitar su brazo con desesperación mientras miraba como éste se había transformado en una gigantesca masa negra que se movía como si hubiera cobrado vida propia. Una multitud de hormigas, atraídas por el aroma de la sangre, habían acudido a darse un festín. El escándalo alarmó a sus captores. La puerta se abrió y apareció Tánchez, quien al observar lo sucedido, soltó otra de sus carcajadas.
-¡Soldado traé una cubeta de agua que las negritas se están hartando al patojo!
Sin mayores miramientos le tomó el brazo y lo hundió en el agua helada. Las hormigas comenzaron a ahogarse y soltaron a su presa. Incapaz de contener la ironía, el sargento le recriminó
-Eso te sacás por tener la sangre dulce. Alborotastes a los animalitos. Que te de cargo de conciencia pues por tu culpa los tuvimos que matar.
Como Julio César no reaccionaba, continuó.
-Dejá de hacerte el mártir, esto te lo buscastes con tu intransigencia. Pero para que veás que soy una persona comprensiva, voy a darte otro chance. Decime ¿En dónde está tu hermana?
El chico bajó la cabeza y apretó los labios.
-Sos un necio. Dicen que en la vida sólo se presenta una oportunidad, yo ya te di dos. Lo siento pero no tengo tiempo para estarlo perdiendo con imbéciles como vos. Soldado, llevalo a las celdas de abajo.
-A la orden mi sargento.
Su nuevo reclusorio era tan pequeño que era imposible acostarse allí. Prácticamente era un cajón de cemento de un metro por medio de lado, no tenía luz y la escasa, que apenas disipaba la penumbra, se colaba por una rendija debajo de la puerta; por allí le pasaban una ración diaria de sopa grasosa y helada. Los reos no salían por ningún motivo de esos féretros. Tenían que satisfacer sus necesidades en la reposadera situada en una esquina. La inmundicia y los bichos invadían el lugar. Las húmedas paredes retumbaban continuamente por los alaridos que otros prisioneros daban, muchos ya entregados al escape de la locura.
Sin esperanzas de salvarse, Julio César rogaba a Dios que su hermana hubiera logrado escapar. Como sólo le quedaba el consuelo de su fe, decidió dedicar los días a rogar por sus seres queridos y a perdonar a sus verdugos.
Una implacable infección provocó que el desgarrado miembro, primero se le hinchara y luego se le comenzara, literalmente, a podrir. Acurrucado contra las húmedas paredes y presa de la fiebre, Julio César cayó en el delirio de creer que su mami llegaba en las tardes a visitarlo.
Al cabo de los días de su brazo comenzó a emerger una legión de gusanos blancos que, insaciables, fueron avanzando sobre su debilitado cuerpo.
Sus últimos momentos llegaron disfrazados de una inmensa necesidad de dormir…
Tánchez recibió la noticia cuando se aprestaba a interrogar a otra víctima.
-¿Hasta ahora se fue? Hubiera jurado que ese mierdita había muerto hacía ya rato. Métanlo en un saco y arrójenlo al pozo. Y no se olviden de echarle cal encima.

Algunos meses después, saliendo del trabajo, otro automóvil se le apareó. Dos muchachos, con semblante adolescente, le apuntaron con sus metralletas. A Tánchez le fue imposible reaccionar. Recibió más de cincuenta balazos. Su destrozado cuerpo quedó tendido sobre el timón. La esposa, transida de dolor, dio desgarradoras declaraciones a la prensa, lamentándose porque “esos desgraciados comunistas acaban con la vida de gente de bien, mi esposo lo único que hacía era ganarse honradamente el pan para su familia.” El ejército informó que el señor Manuel Tánchez era un especialista asignado a una de las bases de la capital, que se ignoraba la razón por la qué lo habían asesinado con tanta saña y que presentaban sus condolencias a su familia por la irreparable pérdida de ese honorable ciudadano, que había ofrendado su vida en el cumplimiento de su deber.

III
La tienda de mascotas recién había abierto cuando entraron una joven mamá con su pequeña. La niña, dando brincos se dirigió hacia la caja de cristal desde donde varias tortugas observaban impasibles el paso de las horas. Luego de un atento examen, señaló a la que tenía una curiosa cabeza cuadrada, ojos achinados y cuyo caparazón recordaba vagamente el camuflaje de los uniformes militares. Al poco tiempo, el pequeño animal se dirigía a su nuevo hogar y a consumar su ineludible destino.
-Mami, ya decidí cómo voy a llamarla. Le pondré Manuelita.
-¿Por qué quieres ponerle ese nombre mi amor?
-Desde que la vi, sentí que ese era el nombre perfecto.

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