lunes, 17 de mayo de 2010
Haciendo mal las cuentas
Las cuentas nunca fueron su fuerte, si se pudiera vivir de eso, el hubiera preferido escribir cuentos. Pero como tantas veces en el sendero de la vida, un soplo del destino lo llevo de rescatar vidas (lo que era su sueño de infancia) a rescatar empresas en problemas. Muchos se preguntarán, ¿cómo alguien que no es capaz de cuadrar ni su propia chequera, ha sido capaz de enderezar las cuentas de grandes empresas en dificultades? Vaya usted a saber. Hay respuestas que escapan al alcance de este pobre escribidor. El hecho es que Narciso ha pasado más de 30 años trabajando para mantener a un montón de personas, y ahora que las arrugas se hacen cada vez más difíciles de atacar en la diaria tarea de rasurarse, comienza a preocuparse sobre lo que será su vejez. Sin embargo, no cae en la desesperanza. Sus hijos mayores ya pueden ser auto suficientes. Aún quedan dos en la universidad, pero les falta poco para salir. Salir a cosechar lo que su padre ha sembrado y cuidado con tanto esfuerzo.
Su nueva esposa constantemente le reclama porque, en su afán de ser justo con aquellos que dejó en pos del que aún cree que es el amor de su vida, no logra romper ese cordón umbilical que le ha llevado (es justo decirlo) a comprar la felicidad de la primera familia. En su mente acostumbrada a elaborar balances, concluyó que el vacío del abandono se podía rellenar con rutilantes monedas. Vale reconocer que el reclamo de su esposa actual es justo. Están los hijos pequeños. Aquellos que aún tienen un largo camino que recorrer para que estén en capacidad de ganarse la vida.
En los momentos en que lo único que ve en su estado de cuenta es nada, Narciso a veces cae en la tentación de cuestionarse si habrá tomado las mejores decisiones. ¿Qué hubiera pasado si no se deja llevar por el orgullo y hubiera tomado una parte de la herencia que su arrepentido padre le había dejado? ¿Qué hubiera pasado si no atiende el llamado del amor que tocó a su puerta por segunda vez? ¿Qué hubiera pasado si hubiera hecho caso a las insinuaciones de aquella millonaria salvadoreña? ¿Qué hubiera pasado si aguanta un poco más los desplantes de aquellos que se decían llamar sus socios y amigos y no toma las de Villa Diego para atender la oferta del nuevo trabajo?
Demasiadas preguntas en un entendimiento tan limitado como el suyo.
Lo único cierto es que su estado de cuenta está vacío. Tan vacío como a veces percibe que es la existencia a su alrededor.
Si hay una palabra que le hiere, es “egoísta”. Desde su punto de vista, cuando ha sido necesario ha acudido en auxilio de otras personas. Esa dadivosidad lo ha llevado a recibir aquella frase que su esposa le lanzó en una de sus frecuentes peleas:
-¿Cómo te atreves a decirme que cuando te vayas vas a dejarme todo? Narciso, por si no te has dado cuenta, tú no tienes nada. Nosotros no tenemos nada.
Nada. Nada. Después de treinta años de matarse trabajando, no tienes nada. Esa nada que hoy se refleja en el papel que te ha enviado el banco.
Pero allí están tus hijos que ya trabajan. No puedes concebir que hoy, que por primera vez vas a acudir a ellos para pedirles un préstamo temporal que te permita pagarle la pensión a tu ex-esposa y bajar así esa cadena de reclamos y presiones con los que te han atormentado en los últimos días, vayan a voltearte la espalda. Llevas treinta años trabajando para ellos, llevas treinta años poniéndolos como la principal prioridad en tu distribución del dinero. Ellos te conocen mejor que nadie. Saben que eres una persona correcta, honrado y que jamás te has quedado con aquello que no es tuyo.
Con esa confianza escribiste el mail a tu hijo mayor. Allí le indicas que dado el grave estado anímico que atraviesa su madre por el atraso que has tenido, que por favor te preste esa suma y que tú se la devolverás en cuanto te paguen.
Por eso te niegas a aceptar lo que tus ojos te trasmiten. La respuesta es tan lacónica como un puñal traspasando tu corazón
-Prefiero no meterme en los asuntos de ustedes. Ella puede esperar.
Apagas la computadora.
Te levantas y abres la puerta. Nada puede extrañarte ya. Ni siquiera observar que en dónde hace unos minutos florecía tu jardín, ahora no queda nada. Nada de nada. Das ese paso que siempre temiste y te fundes en aquello que con tanto afán te perseguía.
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