sábado, 5 de febrero de 2011
HACE TREINTA Y CINCO AÑOS
Estábamos en último año de la U y sentíamos la tensión de tener tan cerca la meta. La mayoría trabajábamos, por eso teníamos muy limitada las horas de estudio. En aquellos tiempos se respiraba tanta seguridad que mi amiga Elizabeth podía dejarme a la salida del Puente del Incienso a altas horas de la noche y yo caminar por la desierta Avenida Elena sin preocuparme de nada. Se escapa de mi memoria si así pasó esa noche, lo que sí recuerdo es que por estar estudiando, apagué la luz del dormitorio cerca de la una de la mañana. Mi hermano tenía un mes de estar en la Escuela Politécnica, de manera que podía hacer con el cuarto lo que quisiera.
Para llegar al dormitorio había que atravesar un verdadero laberinto. Era el lógico resultado de la manera como mamá había ido reformando la casa. Al ingresar estaba la sala, a un costado el dormitorio de mamá, luego de pasar por un corredor entre el baño y el patio, se llegaba a la cocina –que a la vez era el comedor- y haciendo un viraje de 90 grados a la derecha, se entraba a un ambiente de usos múltiples (que se improvisaba de comedor en los días festivos) con un gran ventanal que daba al patio. Al fondo de ese ambiente estaba la puerta de nuestro dormitorio, justo en el área en dónde en la construcción original se ubicaba un pozo.
Estaba profundamente dormido cuando me despertaron los gritos de mamá. Aturdido, y sin saber qué pasaba, eché a correr (por eso era importante describir todo lo que tenía que atravesar para llegar hasta ella). La encontré gateando en la sala. Es increíble pero yo aún no sabía qué había pasado. No había luz y sólo se oían unos extraños ruidos, como que pesadas cosas estaban cayendo afuera. Ella me suplicó que abriéramos la puerta, lo que logré con bastante esfuerzo. Al salir me ahogó la cantidad de polvo que se respiraba allá. Cuando dirigí la mirada hacia el callejón que conducía a la Avenida Elena, la sangre se me heló. En la penumbra, de un lado de la calle, en dónde pocas horas antes se veían las casitas una tras la otra, ahora no quedaba nada.
Como mamá no dejaba de temblar, la senté en el sillón y fui por un vaso de agua. Entonces descubrí que el camino a la cocina y a mi dormitorio estaba cubierto por pedazos de vidrio. ¡Era el mismo camino que recorrí descalzo cuando escuché los gritos de mi mamá! Mis pies estaban intactos. Esa es una de las incógnitas no resueltas de ese amanecer.
Poco a poco las calles se fueron poblando de sombras. Ante la tragedia desaparecen las divisiones, recobramos conciencia de nuestra fragilidad y buscamos la compañía de otros para reconfortarnos. Estoy seguro que además de los que veíamos deambular en shock, por allí también vagaban muchas almas que aún no tenían claro que ya no pertenecían a este mundo. Estábamos de pie en la acera de la primera avenida, cuando vimos pasar una caravana. Era el presidente Laugerud que estaba recorriendo los barrios. No está de más este homenaje a ese hombre, que por una carambola del destino se vio al frente del gobierno, y que sorpresivamente tuvo que encabezar el esfuerzo de reconstrucción con resultados admirables.
Comenzaba a amanecer cuando apareció la camioneta Opel del tío Beto. Al tío Beto siempre lo admiraré por “cabrón”. No en balde el siquiatra me dijo una vez que él había llenado uno de los papeles del padre que nunca tuve a mi lado. Ignoro cómo lo hizo pero había ido desde su casa (en el barrio Gerona) hasta la casa de los abuelos (en la zona 2, cerca del Cerrito) para literalmente rescatar a mis tías y primas, ya que esa casa no había resistido la fuerza del terremoto. En son de broma he comentado que lo que vi en ese momento me asustó más que el sismo: mis queridas primas (que en esa época era unas “teens”) sin maquillaje, con el pelo alborotado y con cara de espanto. En ese relajo se perdió la pekinés de mis primas. Recuerdo que llegaron con ella a mi casa, luego se esfumó. Suena irónico pero ellas lloraban más por la pérdida de la perra que por toda la tragedia a su alrededor.
A las siete de la mañana salí a buscar pan o lo que pudiera encontrar, ya que de ser dos en la casa, ahora éramos siete y con lo limitado de nuestros recursos, no contábamos con una despensa acorde a esas necesidades. Me tardé bastante pues ninguna de las tiendas cercanas estaba abierta. Además, como buen chapín, fui a abrir la boca por la zona 3, un área que había quedado desbastada y a la que regresaría algunos días después para ayudar en la ingrata tarea de rescatar cadáveres y quemarlos.
Dentro de toda esa marea de muerte, la vida luchaba por abrirse paso. Mi prima mayor me confesó que estaba embarazada y llena de preocupación porque su esposo estaba de viaje por el occidente. Él apareció tres o cuatro días después, luego de pasar una increíble odisea para regresar a la capital.
Si mal no recuerdo, el terremoto fue al amanecer de un martes. El viernes era la primera salida de mi hermano y cómo el transporte escaseaba, me fui caminando de la casa hasta la Reforma. El camino no me deparó más sorpresas ya que esa fue un área que no había salido tan afectada. Eran como las dos o tres de la tarde y estaba sentado en una banca frente a la Escuela Politécnica cuando viví una de las sensaciones más extrañas de toda mi vida. De pronto el edificio de la Escuela comenzó a bambolearse, como si fuera un barco en alta mar. Era una de las réplicas más fuertes del terremoto y para ser sincero, la única que sentí.
No quiero entrar en detalles de lo que nos tocó pasar a las brigadas que trabajamos en el Gallito. Llega un momento en que la indiferencia se apodera de uno y deja de pensar en que lo que está arrastrando para poner en la pila, a la que luego se le prendería fuego, días antes era una persona llena de ilusiones. También se presentó la oportunidad de ver cómo, aún dentro de la solidaridad que unía a muchos, aparecían hienas con forma de humanos, que buscaban cómo aprovecharse del dolor ajeno. Grupos de vecinos pasamos incontables noches en vela para proteger a nuestros seres queridos de las bandas de ladrones que, ocultándose en la oscuridad, aprovechaban para incursionar en las carpas levantadas en los jardines de la Escuela de Medicina.
Treinta y cinco años después reconozco que el terremoto representó un antes y un después en mi vida. Me hizo cobrar conciencia de mis responsabilidades y pocos meses más tarde tomé varias decisiones que afectaron mi existencia para siempre.
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