sábado, 26 de febrero de 2011
Parásitos
Toda mi vida se han aprovechado de mí.
Primero fue mi padre. Su presión para que fuera el mejor de la clase era insoportable. De mi infancia sólo guardo el recuerdo de haber estado estudiando. Papá era el hipócrita más grande del mundo, murió de un infarto en un motel, acompañado de un travesti. Del desgraciado heredamos no sólo vergüenza, también muchas deudas.
Comencé a trabajar recién terminado el colegio. Mi sueldo se iba en pagar a los acreedores. Como no podía darme el lujo que me corrieran, acepté que mis jefes sorbieran mi talento y energías.
Cuando mamá murió, busqué consuelo en amores fugaces, de esos que se transan por unas monedas. Así conocí a Bárbara. Ella hizo honor a su nombre. Le di carro, apartamento, joyas… Vivía para complacer sus caprichos. Al quedarme sin nada, dio la vuelta y me olvidó.
Seleccioné a mi nueva compañera empeñándome en no volver a cometer los mismos errores. Ahora paso el tiempo libre encerrado en mi apartamento, acomodado en el sillón reclinable. Enciendo el televisor y me doy gusto comiendo papalinas, maní, nachos con queso, salami. Todo el colesterol imaginable, acompañado de una abundante provisión de cerveza. A ella le he prohibido acercarse por aquí.
Luego de mis desenfrenos gastronómicos, el cargo de conciencia del día siguiente me lleva a pujar por más de media hora en la caminadora. Mientras mi sudor empapa el piso y con el corazón a pleno galope, me impaciento por saber cuál será su reacción.
Estamos juntos apenas unos instantes al día. Generalmente la visito por las mañanas. Como no quiero que ni la vean, la mantengo recluida al fondo, cerca del baño. Podría pensarse que le doy un trato injusto… ¡Injustas las humillaciones que yo he recibido! Ella está acá para complacerme. Ese fue el acuerdo. Buscaba una relación de conveniencia, sin embargo, a pesar de que cubro sus necesidades, ella sólo me da un mecánico y rutinario desprecio.
Desprecio y rutina caracterizan nuestra relación. Esta parásita oculta en el apartamento sólo acepta que lo hagamos de la manera más simple y cuando terminamos, se queda como si nada hubiera ocurrido. Su rechazo me obsesiona, me incita a regresar. Arrebatado de deseo, quisiera penetrar su caparazón de indiferencia. En otras ocasiones, alucinado por la frustración, quisiera lanzarla por la ventana para ver cómo se esparcen sus entrañas al estrellarse contra el suelo.
La desgraciada sabe cómo provocarme. Me espera sobre la alfombra mostrando sin pudor su cuerpo desnudo. Su apatía dice más que las palabras. Si me hablara tal vez diría: -Pagaste por mí, puedes hacerme lo que quieras, pero jamás seré esa dócil compañera que te engañará sólo por complacerte.-
De nuevo estoy aquí deleitándome con la blancura de sus bien diseñadas formas. Cierro la puerta y me quito la ropa. Al trepar sobre ella siento la excitación que recorre mi cuerpo. No me moveré. Así es como ella prefiere. He llegado al extremo de contener el aliento para darle gusto. Cuatro, a lo sumo cinco segundos después, culmina nuestro encuentro.
Oigo el clic del mecanismo al activarse. Observo los fríos números que se dibujan en la pantalla. Doscientas ocho libras.
Otra vez bajo con las ilusiones rotas. Ella sigue como si nada hubiera ocurrido.
De nuevo ha vuelto a lastimarme y eso se refleja en mi desilusionada mirada.
domingo, 20 de febrero de 2011
Tekum Umam
Cinco centurias atrás el consejo k’iche’ se reunió en Q’umarcaj. Los rumores se habían confirmado. Un ejército de invasores blancos se acercaba al reino. Se decía que sus guerreros se conducían sobre inmensas bestias, que estaban recubiertos de metal y que portaban artefactos que arrojaban truenos. ¡Eran tan poderosos que hasta el imperio mexica había sucumbido!
Luego de una acalorada discusión, la mayoría votó por enfrentarlos en lugar de negociar una alianza. Eligieron para comandar la defensa al príncipe Ahau Galel. El valiente entre los valientes, nieto del gran rey Kikab. Ahau Galel ordenó levantar obstáculos para detener a los invasores. Cientos de esclavos construyeron barricadas con piedras y profundas zanjas con estacas clavadas en el fondo en los caminos de acceso. Luego de varias escaramuzas contra las avanzadas de los invasores, Ahau creyó llegado el momento de presentar combate. Ya conocía a los enemigos, sabía que las bestias tenían dificultades para movilizarse en terrenos quebrados, que los troncos que arrojaban fuego necesitaban espacio para provocar daño. Escogió una quebrada cercana a Tzijbachaj, lugar en dónde estableció su centro de comando.
El plan parecía perfecto. Sin embargo no contaba con el ímpetu de su hermano menor, el príncipe Umam Kekab quien desplegó a sus tropas en el valle de Olintepek, terreno propicio para las tropas españolas, y fue barrido por ellos. Los señores k’iche’s ordenaron a Ahau Galel que acudiera en su auxilio, trastocándole todo el plan que había urdido. El nieto de Kikab se vio obligado a obedecer. Lanzó un gemido cuando llegó al lugar y vio a cientos de guerreros masacrados, entre ellos su hermano. Las aguas del río que corría cerca se habían teñido de rojo por la sangre derramada. Hirviendo de furia se colocó el hermoso tocado de plumas de quetzal, su nahual, y arengó a sus tropas. El grito de ¡libertad o muerte! sacudió los corazones de esos guerreros.
El sol brillaba en todo su esplendor cuando ambos adversarios se vieron. Al frente de los invasores, iba un hombre cuya armadura relucía, las pisadas de la bestia que montaba denotaban su deseo de aplastar enemigos. Ahau Galel analizó la situación. Era obvio que ese hombre, que parecía ser el jefe, una vez desmontado de la bestia sería más fácil de vencer, pues perdería la ventaja de la altura y la armadura le restaría agilidad a sus movimientos. Lanzando un escalofriante grito arrojó su lanza contra el caballo. Pero cometió un error de cálculo. La lanza no atravesó el cuello de la bestia, quedó trabada en el arnés. Ahau Galel trató de recuperarla para asestar un nuevo golpe, momento que uno de los guerreros enemigos aprovechó para hundirle su espada por la espalda.
El valiente príncipe cayó. El penacho se empapó con su sangre, y así comenzó la leyenda.
* * * * *
Dicen que la historia la escriben los vencedores. No les bastó esclavizarnos,apropiarse de nuestras tierras y riquezas, también quisieron arrebatarnos la dignidad. Inventaron la historia de un guerrero tan tonto que ni siquiera sabía identificar un caballo del jinete, que había presentado batalla en un terreno inadecuado. Yendo contra la lógica, afirmaron que el capitán que iba sobre el caballo fue quién lo mató. Al ver el tocado empapado de sangre inventaron la leyenda del quetzal muerto. Fueron tan torpes que hasta confundieron su nombre. Pero el espíritu de ese héroe que entregó su vida por los suyos permanece en tantos otros que han visto la primera luz en la tierra del quetzal, que con el paso de los años han henchido el pecho rememorando ese grito inmortal: ¡Libertad o muerte!
Tus herederos, los que amamos esta sufrida tierra te recordamos y te honramos, valiente entre los valientes, príncipe Ahau Galel.
sábado, 19 de febrero de 2011
Mi Secreto
Hoy si me jodió Raúl. Habiendo tantos temas, tuvo que escoger éste. Ahora tendré que revelar mi identidad ante ustedes, terrícolas.
Como mi nombre es impronunciable, pueden llamarme comandante Z. Soy oficial de la tresmillonésima segunda división estelar y, por mi honor, les juro que diré sólo la verdad. Para comenzar quiero aclararles algunas ideas preconcebidas sobre nosotros. No es cierto que parezcamos fetos gigantes, que seamos verdes o que tengamos antenas sobre la cabeza. Tampoco que hayamos renunciado a reproducirnos por el tradicional método del apareamiento. Al contrario. De los orgasmos obtenemos energía en nuestro planeta.
Vengo de un sitio a miles de años luz de esta esfera que llaman tierra. Me enviaron a buscar descendientes de una civilización que en el pasado contactamos. Ahora se les conoce como chapines. Nuestros sabios sospechan que el comportamiento violento, que de un tiempo para acá muestran, se debe a que fueron infiltrados por seres de alguna galaxia depredadora, de esos que buscan extinguir a las especies nativas para quedarse con los recursos del lugar.
Volaba cerca de su ciudad principal cuando el sistema anti-gravitacional de la nave dejó de funcionar. Como el mecanismo de eyección falló, me di un porrazo al dar de cabeza contra la ladera de un volcán cercano. Use mi laser de alta densidad para desaparecer los restos de la nave y aproveché una habilidad que tenemos para adoptar la forma humana. Opté por la imagen de un profesional ladino, maduro, de clase media. (Parece de las más usadas. Es como un password que genera aceptación en la comunidad).
Me uní a este grupo porque luce sospechoso. Mis dudas principian con el coordinador. Sus ideas no se ajustan al estereotipo del “terrícola”. Además, ha dejado pistas de su identidad galáctica como cuando reveló que levitaba. Le pasé mi escáner pero no detecté nada, concluí que tiene un buen disfraz. Siento que con él estamos jugando al gato y el ratón. Cómo ignoro sus intenciones, me preocupa no saber cuál es mi papel en el juego.
Hay otro par de especímenes que he estado analizando. A uno le gustan los relatos de sexo y sangre. En su forma de ser se parece tanto a los del planeta Sodomm. El otro elabora escritos ubicados al otro extremo del planeta, en un lugar que en el pasado también visitamos. Allá dejamos tres grandes antenas orientadas a nuestra galaxia. Incluso, por la barba que usa, le veo cierto parecido con un líder terrícola a quien nuestro comandante supremo ayudó a que sacara su gente de allí y con quien se divirtió haciendo varios actos de magia. En mi mundo aún comentan la tomada de pelo que le dieron a sus opresores con el truco de separar las aguas del mar rojo. ¡Se me olvidaba! El tal Raúl también practica la magia. Otro tema que alimenta mis inquietudes.
Ninguna de las hembras humanas del grupo encaja en el perfil de la chapina promedio. Estas mujeres (ellas prefieren que les llamen así) parecen liberadas de los complejos comunes (o tal vez tienen complejos más complejos).
El peligro es tan evidente que cuando me reúno con ellos siento cosquilleos en lo que acá llaman el culo. (Para no despertar la atención, puse en vibrador la alarma de mi antena orientada hacia el eje del planeta.) Al adoptar esta forma tuve varios problemas para ajustar el equipo estándar. No sólo fue la alarma, también el cañón del laser. Ese me quedó entre las piernas, en el apéndice que los terrícolas conocen como pene. Sinceramente, sobre todo a la vista de las mujeres, me siento ridículo con mi artefacto apuntando a los enemigos y peor si al mismo tiempo me vibra la alarma.
El otro día seguí a un sospechoso a un lugar en donde brincan, se excitan e intoxican, que se conoce como discoteca. Estaba en la barra cuando se me acercó una mujer y, sin disimulo, puso una mano en mi entrepierna. ¡Al palpar mi laser, abrió de tal manera la boca que casi me traga! Con respiración agitada me preguntó si estaba tomando algo llamado viagra.
-Que sorpresota me diste papito. A tu edad es la única explicación para que andés con la cosa así- me dijo, en tono condescendiente, deteniendo su mirada en la barriga que vino con la imagen que adopté.
Afortunadamente están a punto de acabar esos bochornos. Ayer logré establecer contacto con la nave nodriza. Enviarán a recogerme a las 9 de la noche. Tengo poco tiempo para liquidar al infiltrado y hacerme de una provisión de viagra. Con eso tal vez ponga una empresa de generación de energía en mi planeta. En pocos minutos estaré volando al infinito y más allá (el guionista de esa película sabía algo de nosotros, lástima que no pude interrogarlo en esta visita).
Al inicio juré decir sólo la verdad. De manera que llegó el momento de confesarles algo. Todo lo que les he compartido tenía un propósito. Necesitaba descubrir quién es el enemigo galáctico que he estado buscando. Al terminar de leer, lo habré identificado. Porque sólo los habitantes de este planeta en proceso de extinción conocen lo que llaman risa… Así que prepárese el que no haya reído, mi alarma está vibrando. Ni siquiera se atreva a mirar debajo de la mesa porque lo tengo en la mira.
Bicho asqueroso, si te creías el Elegido: ¡Hasta la vista baby!
viernes, 11 de febrero de 2011
Something
En el ala de oncología del hospital había una sección asignada a pacientes terminales. Allá se vivían experiencias diferentes. Al dar por perdida la confrontación con la parca, disminuía la presión de defender la vida a toda costa y sólo el juramento hipocrático nos impedía acelerar un proceso inevitable. De hecho, nuestra principal preocupación era que los pacientes estuvieran cómodos hasta que les llegara el momento de partir
La favorita de todos era Vanessa. Una preciosa jovencita que llevaba meses internada. La leucemia que la consumía había acabado con la rubia cabellera que lucía en una foto que estaba sobre la mesa de noche, pero había hecho florecer la luz que irradiaba de su alma. La dulce voz de Vanessa era como un manantial que me refrescaba cuando llegaba a visitarla. Me encantaba perderme en el diáfano celeste de sus ojos y al leerle, soñar que podíamos escapar a otros mundos donde tomaríamos el control de nuestro destino.
Ella había quedado huérfana desde pequeña, al cumplir dieciocho años había pasado del asilo al hospital. Excepto por el personal, nadie llegaba a visitarla. A menudo nos sorprendía la manera como, a pesar de las dificultades, ponía tanto empeño en ver el lado amable de la vida. Sucedió lo que ustedes habrán imaginado. Me enamoré y ella me correspondió.
En mi perturbada fantasía creí que la fuerza de lo nuestro sería tan grande que vencería a la enfermedad. Que Dios, ese Dios todopoderoso, haría el milagro de curarla en nombre del amor. Sucedió lo contrario. Desde el primer momento que nuestros labios se encontraron, el deterioro de su cuerpo se aceleró. El último día que disfruté su mirada fue el 18 de enero. Desde entonces entró en un estado letárgico que nos impedía saber si estaba consciente de lo que sucedía a su alrededor. Pasé largas vigilias salpicadas de lágrimas, suspiros y evocaciones de lo que pudo haber sido y no fue.
Llegó febrero y con él, la saturación con-su-mística exhortando a abrir la billetera para mostrar el amor. Se aproximaba el que sería nuestro único día de San Valentín. Con una mezcla de sentimientos, preparé el regalo para mi Vanessa. Para asegurar el éxito de mi idea solicité la ayuda de dos enfermeras. Yoly, la delgada alta, y Martita, la gordita bajita, el dúo conocido como el “1o” de nuestra sala. Yoly sólo movió la cabeza en sentido afirmativo. Martita pasó un pañuelo por sus ojos y me dio un abrazo. –Eres un loco Eduardo- dijo -Aunque nos despidan, cuenta con nosotros.-
El catorce a mediodía movieron a Vanessa a la habitación que habíamos acondicionado. No me pregunten cómo, pero tenía una cama como las de casa. Martita le puso la bata de encaje que compré para la ocasión, le aplicó sombra en los ojos y un poco de pintalabios. En el lugar se respiraba un delicado aroma a rosas. El equipo de sonido difundía arreglos instrumentales de los Beatles, su grupo favorito. Al entrar me pareció haberme transportado a una tierra de fantasía, como las que visitábamos en nuestras lecturas, y que estaba admirando a una princesa de cuento de hadas.
Una carretilla cerca de la cama tenía el equipo que necesitaba. Yo ya estaba preparado. Me recosté a su lado y tomé su brazo. Había llegado el momento. Con la mayor ternura le dije cuánto la amaba, que así quería demostrárselo. Cuando comenzó a sonar “Something” sentí el placer indescriptible de ver cómo mi sangre fluía a ella a través de la aguja que penetraba en su piel. Me adelanto a responderles. No. Nuestros tipos no eran compatibles. En realidad ¿qué importaba? Era mi flujo vital recorriendo su cuerpo. Estábamos consumando una unión más allá del sexo, de las creencias religiosas o científicas.
Al cabo de unos minutos sus mejillas recobraron el rubor. Hasta me pareció que sonreía. La tuve en mis brazos toda la noche, esperando lo que inevitablemente iba a acontecer. Así nos encontró el alba, momento cuando su espíritu partió al más allá.
-Vete mi amada mariposa. Vuela alto. Algún día te alcanzaré.- Murmuré entre sollozos.
Por décadas, cada catorce de febrero, he ido al lugar en dónde llevé a reposar su cuerpo; pongo música de los Beatles y al escucharse “Something”, una mariposa blanca aparece agitando delicadamente sus alas.
sábado, 5 de febrero de 2011
HACE TREINTA Y CINCO AÑOS
Estábamos en último año de la U y sentíamos la tensión de tener tan cerca la meta. La mayoría trabajábamos, por eso teníamos muy limitada las horas de estudio. En aquellos tiempos se respiraba tanta seguridad que mi amiga Elizabeth podía dejarme a la salida del Puente del Incienso a altas horas de la noche y yo caminar por la desierta Avenida Elena sin preocuparme de nada. Se escapa de mi memoria si así pasó esa noche, lo que sí recuerdo es que por estar estudiando, apagué la luz del dormitorio cerca de la una de la mañana. Mi hermano tenía un mes de estar en la Escuela Politécnica, de manera que podía hacer con el cuarto lo que quisiera.
Para llegar al dormitorio había que atravesar un verdadero laberinto. Era el lógico resultado de la manera como mamá había ido reformando la casa. Al ingresar estaba la sala, a un costado el dormitorio de mamá, luego de pasar por un corredor entre el baño y el patio, se llegaba a la cocina –que a la vez era el comedor- y haciendo un viraje de 90 grados a la derecha, se entraba a un ambiente de usos múltiples (que se improvisaba de comedor en los días festivos) con un gran ventanal que daba al patio. Al fondo de ese ambiente estaba la puerta de nuestro dormitorio, justo en el área en dónde en la construcción original se ubicaba un pozo.
Estaba profundamente dormido cuando me despertaron los gritos de mamá. Aturdido, y sin saber qué pasaba, eché a correr (por eso era importante describir todo lo que tenía que atravesar para llegar hasta ella). La encontré gateando en la sala. Es increíble pero yo aún no sabía qué había pasado. No había luz y sólo se oían unos extraños ruidos, como que pesadas cosas estaban cayendo afuera. Ella me suplicó que abriéramos la puerta, lo que logré con bastante esfuerzo. Al salir me ahogó la cantidad de polvo que se respiraba allá. Cuando dirigí la mirada hacia el callejón que conducía a la Avenida Elena, la sangre se me heló. En la penumbra, de un lado de la calle, en dónde pocas horas antes se veían las casitas una tras la otra, ahora no quedaba nada.
Como mamá no dejaba de temblar, la senté en el sillón y fui por un vaso de agua. Entonces descubrí que el camino a la cocina y a mi dormitorio estaba cubierto por pedazos de vidrio. ¡Era el mismo camino que recorrí descalzo cuando escuché los gritos de mi mamá! Mis pies estaban intactos. Esa es una de las incógnitas no resueltas de ese amanecer.
Poco a poco las calles se fueron poblando de sombras. Ante la tragedia desaparecen las divisiones, recobramos conciencia de nuestra fragilidad y buscamos la compañía de otros para reconfortarnos. Estoy seguro que además de los que veíamos deambular en shock, por allí también vagaban muchas almas que aún no tenían claro que ya no pertenecían a este mundo. Estábamos de pie en la acera de la primera avenida, cuando vimos pasar una caravana. Era el presidente Laugerud que estaba recorriendo los barrios. No está de más este homenaje a ese hombre, que por una carambola del destino se vio al frente del gobierno, y que sorpresivamente tuvo que encabezar el esfuerzo de reconstrucción con resultados admirables.
Comenzaba a amanecer cuando apareció la camioneta Opel del tío Beto. Al tío Beto siempre lo admiraré por “cabrón”. No en balde el siquiatra me dijo una vez que él había llenado uno de los papeles del padre que nunca tuve a mi lado. Ignoro cómo lo hizo pero había ido desde su casa (en el barrio Gerona) hasta la casa de los abuelos (en la zona 2, cerca del Cerrito) para literalmente rescatar a mis tías y primas, ya que esa casa no había resistido la fuerza del terremoto. En son de broma he comentado que lo que vi en ese momento me asustó más que el sismo: mis queridas primas (que en esa época era unas “teens”) sin maquillaje, con el pelo alborotado y con cara de espanto. En ese relajo se perdió la pekinés de mis primas. Recuerdo que llegaron con ella a mi casa, luego se esfumó. Suena irónico pero ellas lloraban más por la pérdida de la perra que por toda la tragedia a su alrededor.
A las siete de la mañana salí a buscar pan o lo que pudiera encontrar, ya que de ser dos en la casa, ahora éramos siete y con lo limitado de nuestros recursos, no contábamos con una despensa acorde a esas necesidades. Me tardé bastante pues ninguna de las tiendas cercanas estaba abierta. Además, como buen chapín, fui a abrir la boca por la zona 3, un área que había quedado desbastada y a la que regresaría algunos días después para ayudar en la ingrata tarea de rescatar cadáveres y quemarlos.
Dentro de toda esa marea de muerte, la vida luchaba por abrirse paso. Mi prima mayor me confesó que estaba embarazada y llena de preocupación porque su esposo estaba de viaje por el occidente. Él apareció tres o cuatro días después, luego de pasar una increíble odisea para regresar a la capital.
Si mal no recuerdo, el terremoto fue al amanecer de un martes. El viernes era la primera salida de mi hermano y cómo el transporte escaseaba, me fui caminando de la casa hasta la Reforma. El camino no me deparó más sorpresas ya que esa fue un área que no había salido tan afectada. Eran como las dos o tres de la tarde y estaba sentado en una banca frente a la Escuela Politécnica cuando viví una de las sensaciones más extrañas de toda mi vida. De pronto el edificio de la Escuela comenzó a bambolearse, como si fuera un barco en alta mar. Era una de las réplicas más fuertes del terremoto y para ser sincero, la única que sentí.
No quiero entrar en detalles de lo que nos tocó pasar a las brigadas que trabajamos en el Gallito. Llega un momento en que la indiferencia se apodera de uno y deja de pensar en que lo que está arrastrando para poner en la pila, a la que luego se le prendería fuego, días antes era una persona llena de ilusiones. También se presentó la oportunidad de ver cómo, aún dentro de la solidaridad que unía a muchos, aparecían hienas con forma de humanos, que buscaban cómo aprovecharse del dolor ajeno. Grupos de vecinos pasamos incontables noches en vela para proteger a nuestros seres queridos de las bandas de ladrones que, ocultándose en la oscuridad, aprovechaban para incursionar en las carpas levantadas en los jardines de la Escuela de Medicina.
Treinta y cinco años después reconozco que el terremoto representó un antes y un después en mi vida. Me hizo cobrar conciencia de mis responsabilidades y pocos meses más tarde tomé varias decisiones que afectaron mi existencia para siempre.
viernes, 4 de febrero de 2011
Ritual del Alba
Semejaba a una aparición. Él ignoraba quién era esa mujer que, recubierta de velos y flotando en el aire, le desgarraba la piel con sus uñas mientras lo conducía por un oscuro sendero. Parecía una fiera aferrándose a su presa y esa noche la presa era él. El sendero desapareció y cayeron al vacío. La cabellera de su compañera se desplegó, como buscando regresar a la superficie. Entonces apreció su rostro. Jamás olvidaría aquella impresión que le dejó sin aliento: esa sonrisa demoniaca. Esos ojos, que brillaban con destellos de fuego mientras se precipitaban a las profundidades del averno.
Despertó asido a la orilla de la cama, bañado en sudor, sintiendo el corazón a pleno galope. La ansiedad le dificultaba leer los números del reloj que parecían danzar en la oscuridad. Eran las tres y cuarto de la mañana. A tientas y con sumo cuidado, se alejó procurando no despertar a su pareja.
Tomó el pasillo que conducía al salón de los rituales. Todo estaba en orden. Podía retomar la tarea que había ocupado sus madrugadas por más de una década. Se sirvió un vaso de agua y se envolvió en la cobija de colores indefinidos que su esposa había bautizado como “la chamarra de la inspiración”. Un par de minutos después dio inicio a la ceremonia. La pantalla desplegó ante su ansiosa mirada… Nada. Una nada similar al instante anterior al big bang. Era el momento que más disfrutaba: tenía frente a él el desafío de la creación. La excitación le provocaba cosquilleos en la punta de sus dedos.
Hoy quería aprovechar las sensaciones que conservaba de su reciente sueño. Las mezclaría con algún recuerdo de las correrías de su juventud; o quizá lo haría con algún deseo frustrado, uno de aquellos que se había jurado jamás saldrían a luz mientras él aún pisara la tierra. Y para conseguir la fórmula ideal, abriría su mente a las historias que los espíritus a su alrededor pugnaban por comunicarle. Historias que en alguna dimensión habían sido vividas, que en otras se estaban viviendo o que estaban por suceder. Porque al fin y al cabo él estaba convencido que el ayer, el hoy y el mañana solamente eran diferentes facetas de ese tránsito temporal al que ilusoriamente llamamos vida.
Aspiró profundo, se frotó las manos y con gesto decidido, se lanzó a mancillar la pureza de la hoja en blanco.
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