jueves, 29 de septiembre de 2011
La Aventura de mi Madre Pirata
¡Qué difícil es no sucumbir a la piratería! Con el correr de los años, se ha vuelto parte de nuestra vida. Esa tentación es tan irresistible, como la de nuestros primeros antepasados cuando la serpiente les contaba todos los beneficios de comer el fruto prohibido. Ahora podemos disfrutar de música o películas a una fracción de su precio normal, ya no digamos de relojes, camisas de marca o cualquier otro producto que como resultado de su popularidad, se haya ganado el privilegio de ser clonado.
El consumidor sabe que al comprar un producto pirata, se corre el riesgo de no tener la misma calidad que uno original. Sin embargo, en este falso mundo de apariencias, en dónde vales por lo que tienes y no por lo que eres, a pocos importa. ¿Es mejor comprar algo original o la copia pirateada? No quiero que nos sumerjamos en dilemas éticos o legales, tampoco pretendo convencerlos de mi punto de vista. Sólo déjenme que les cuente lo que sucedió medio siglo atrás…
Cuando mi hermano menor nació, por razones que jamás supe, a mamá la despidieron de su trabajo como dependiente en una zapatería. Con el dinero de su indemnización abrió un almacén en la parte de la casa que daba a la primera avenida. En un arranque de inspiración o proyectando un deseo, le puso “Esperanza”.
Era un espacio que en menos de tres metros de ancho, acomodaba un mostrador y una pequeña estantería de madera. Algunas de las despensas Eben Ezer, que ahora abundan, son más ostentosas que nuestro “Esperanza”.
El lugar quedaba en la ruta de acceso al Hospital General y nuestra mercadería servía a quienes visitaban a los recluidos allí: ropa interior “para damas, caballeros y niños” como un poco inspirado pintor plasmó en la pared de la calle, cepillos y pasta de dientes, perfumes, cremas de manos y cuerpo, medias, algunos cosméticos, etc.
Aún no me explico cómo logramos sobrevivir vendiendo eso por casi cuatro años, lo que duró la aventura antes que una inesperada incursión de los ladrones nos precipitara a la bancarrota. Recuerdo que las ventas diarias no pasaban de diez quetzales y muchas veces mamá me enviaba corriendo hasta la séptima avenida a depositarlos íntegros para cubrir un cheque sin fondos que había girado para cancelar facturas vencidas.
Varios años de mi niñez los pasé sentado detrás del mostrador, haciendo mis tareas o leyendo revistas usadas que caían en mis manos, clavando constantemente la mirada en la puerta, mientras le rogaba a Dios que nos enviara a un cliente para que tuviéramos qué comer al día siguiente.
Un día apareció un muchacho que en su mochila llevaba varias latas de crema Nivea. Ignoro qué cuento le metió, el caso es que mamá las compró porque parecían una buena oferta. Unos días después apareció una pareja muy molesta, exigiendo hablar con ella. La muchacha tenía la cara llena de pústulas. ¡Habían sido nuestros primeros clientes de las famosas cremas! Sólo Dios sabe que le habían puesto a esas latas, que en apariencia se veían legítimas.
Luego de muchas súplicas salpicadas por copiosas lágrimas, mi mamá logró calmarlos, y el joven desistió de denunciarla a la policía. Eso sí, tuvimos que devolverles su dinero y tiramos las latas no vendidas.
Pasamos varios días llenos de sobresaltos porque habíamos vendido cuatro latas, nunca supimos que pasó con los otros tres clientes, incluso ahora, cada vez que veo a una anciana con la cara lacerada, me le quedo viendo fijamente en un vano intento de identificar si se trata de alguna de esas clientas estafadas.
Hay momentos que jamás olvido. Al escribir esto, rememoro a mi madre llorando desconsoladamente por el timo que nos hicieron y cada vez que me ofrecen algo pirata, recuerdo la angustia que pasamos en aquellos lejanos días, cuando la vida nos trataba duramente.
martes, 13 de septiembre de 2011
Cadena de Secretos
I
Me crié en un entorno donde los secretos eran parte de la vida. Habían acompañado al abuelo Eduardo siempre y en el caso de papá había otras razones para mantener algunas partes de su vida ocultas.
La existencia del abuelo Eduardo estaba plagada de leyendas. Desde sus humildes inicios trabajando en una plantación propiedad de la United Fruit, su incorporación al grupo que nos liberó de los comunistas a mediados del siglo pasado, las inmensas propiedades que adquirió aprovechando las conexiones que hizo con la gente de la liberación, su casamiento con la hija de un poderoso hacendado, su prematura viudez cuando mi padre nació, su devoción por ese hijo que lo llevó a renunciar a rehacer su vida amorosa, hasta el infortunado accidente del techo que cobró la vida de mi padre y lo dejó a él paralítico.
Todo el mundo le llamaba mayor Solares aunque nunca fue militar, el grado se lo otorgó el gobierno de la liberación por haber colaborado al derrocamiento de Árbenz. De humilde cosechador de banano pasó a ser un respetado terrateniente por cuya casa desfilaban empresarios, militares y políticos. Desde esa época nació la idea de que su hijo David, mi padre, podría ser presidente del país, ya que ese grupo manejaba los hilos de la política del país a su antojo y definía la sucesión en el mando en un plan que abarcaba más de medio siglo.
Esa posibilidad se convirtió en la obsesión del abuelo Eduardo. Imagino que lo veía como la culminación de una vida plagada de éxitos, sin embargo había un requisito no escrito para convertir el sueño en realidad, que papá se graduara en la academia militar. El rechazo de mi padre a la idea, ocasionó frecuentes choques entre ellos. Ante la presión de su padre, él se refugió en la casa de sus abuelos maternos. Sin embargo pudieron más las influencias del abuelo Eduardo.
La estadía de mi padre la academia militar duró hasta que la dirección se enteró que Ana Lucía, mi madre había quedado embarazada. Las influencias del abuelo tenían un límite y prevaleció la aplicación del reglamento. En una cosa concordaron los padres de ella y el abuelo, no era conveniente obligar a los jóvenes a que se casaran. De manera que, sin interrumpir totalmente la relación, cada uno continuó viviendo en su casa.
El día que marcó las vidas de mi familia había llovido mucho. Dicen que mi padre acostumbraba subir al tejado de la casa familiar con la justificación que deseaba ponerse en contacto con el universo. Ellos vivían en una imponente edificación de dos pisos que semejaba ser un castillo de la edad media. El abuelo subió a buscarlo y resbaló debido a la humedad de las tejas. Papá trató de rescatarlo pero no pudo sostenerlo. Al caer se fracturó el cráneo y murió de manera instantánea. El abuelo cayó de espaldas y se rompió la espalda.
Faltaban tres meses para que yo naciera.
A partir de ese día el abuelo Eduardo se apartó del mundo, envejeció siguiendo la misma rutina diaria. La servidumbre lo sacaba a tomar el sol en su silla de ruedas, bien abrigado para prevenir que se enfermara. A cada hora le llevaban una bebida caliente mientras él no hablaba con nadie y se pasaba el día con la mirada perdida hasta que el sueño lo rendía y lo llevaban de vuelta a su dormitorio.
II
Mi relación con abuelo Eduardo fue escasa porque crecí con la familia de mi madre. La gente comentaba el sorprendente parecido que tenía con mi padre, y no sólo era lo físico, a mí tampoco me atraía la milicia. Me llamaban el filósofo porque me atraía la reflexión, encontrarle el sentido a la vida.
Tenía quince años cuando mi madre partió a reunirse con papá y sentí un irresistible llamado de hacerme sacerdote. Mis abuelos maternos respetaron la decisión. Al abuelo Eduardo ni le consulté y casi muere del susto la primera vez que llegué a visitarle vistiendo el hábito. Me miró con el semblante endurecido y se negó a que le diera el acostumbrado beso en la frente, de pronto escondió el rostro entre las manos y rompió a llorar.
―Quiero que se marche. Lo que hizo destruyó la última ilusión que me quedaba.
Pasaron cinco años. Acababa de oficiar misa en la capilla de la cárcel cuando me pidieron que fuera a la casa del abuelo Eduardo ya que reclamaba mi presencia. Al llegar, la mirada de los médicos me dijo más que cualquier palabra, era evidente que sólo esperaban un desenlace fatal.
El abuelo estaba irreconocible. El cáncer lo había devorado hasta que el punto que parecía un costal de huesos recubiertos por una piel apergaminada. De su cuerpo exhalaba un insoportable olor a podredumbre. Al agacharme para darle el beso en la frente me dijo con una voz que sorprendía por su firmeza.
―Pida que nos dejen solos, necesito confesarme.
Cuando todos se retiraron, me senté a la orilla de la cama y le tomé una mano.
III
La alegría por el nacimiento de su padre se vio empañada por la muerte de mi amada. Ese día maldije a ese Dios, que tan ingrato se había portado siempre conmigo y se cobraba con creces cualquier mísera satisfacción que me daba.
Cuando los amigos me propusieron que trabajáramos en el proyecto para que David fuera elegido para la presidencia, lo convertí en la meta de mi vida. Qué lejano estaba que el imbécil fuera tan irresponsable de no controlar el llamado de las hormonas e hiciera mierda el plan que habíamos trazado. No concebía cómo, alguien que llevaba mi sangre me pagara así los sacrificios que había hecho por él. Incluso llegué a preguntarme si realmente él sería mi hijo.
En una tensa reunión celebrada en la oficina del presidente de la cervecería tuve que tragarme la humillación de recibir los reclamos de mis amigos por no haber podido controlarlo. Al salir de allí la sangre me hervía y no hallaba la hora de encarar a tu padre. Recuerdo que había llovido mucho y la servidumbre me dijo que estaba en el techo. Lo encontré sentado cerca de la chimenea, fumando esa yerba que estaba de moda entre los jóvenes y escuchando una endemoniada música que alteraba los sentidos.
Sin mediar palabra comencé a abofetearlo. El ataque lo tomó por sorpresa y retrocedió. En ese momento se resbaló. Me quedé observando cómo era tragado por las tinieblas, por un instante pensé que tal vez era mejor así. Reaccioné cuando escuché el golpe seco de su cuerpo al estrellarse en el jardín, pero ya era tarde. Todo comenzó a girar a mi alrededor, las piernas me temblaban, busqué a tientas un lugar en dónde apoyarme y tú ya sabes el resto.
No me mires así. Necesitaba hacer esta confesión contigo. Suficiente he sufrido en esta vida como para irme a recibir un castigo eterno. No sólo eres mi nieto, eres un ministro de Dios, estás obligado a guardar silencio y a darme la absolución. ¿Qué esperas? Apúrate, has tu trabajo, di qué quieres que rece para que se salve mi alma.
IV
Hay momentos que ponen a prueba nuestra condición humana. El más difícil que he pasado fue cuando escuché la confesión del abuelo. No es cierto que la verdad te haga libre, al contrario, estoy convencido que con malvada premeditación decidió depositar la carga emocional de esa cadena de secretos en mí.
Tuve en mis manos su salvación, o condena eterna, y tomé la decisión que consideré correcta. Nadie sospechó lo qué sucedió. Era obvio que los que estaban allí pensaban que, cuando me encerré con él en la habitación, ya estaba en sus últimos momentos.
miércoles, 7 de septiembre de 2011
Frustrante Venganza
Ya viene de nuevo. No alcanzo a verlo pero siento cómo el aire se enrarece conforme se va acercando. Puedo imaginar la sonrisa maligna dibujada en esa cara que conozco de memoria. Estoy seguro que, como de costumbre, viene dispuesto a atormentarme.
Siempre lo hace de la misma manera. Luego que su padre termina, espera que las luces se apaguen para asomarse y cambia la escena. Yo permanezco inmóvil, pegado al papel, incapacitado de hacer nada.
Hoy su padre me dibujó pescando en una ensenada, sentado sobre una piedra y con los pies hundidos en el agua. Se esmeró mucho con el fondo que le quedó espectacular: el mar y el cielo se funden en una magistral combinación de tonos celestes. Estoy seguro que al verlo se conmoverán como si estuvieran frente a una preciada obra de arte de algún museo y no viendo la caricatura que a diario publican en la Prensa.
El desgraciado no se conformó con borrarme los pies, también dibujó unas mandíbulas aferradas a mis muñones, que ahora están sumergidos en un torbellino de sangre. No me cambió el gesto de la cara y la escena choca por grotesca pues sigo reflejando tranquilidad aunque me están devorando vivo.
No aguanto más y no es dolor, afortunadamente ignoro qué es eso. Es la humillación de estar en manos de estos seres que me usan en sus perversos juegos de cada día.
Dos días después la Prensa publica la noticia.
La policía informó que José Zacarías de 17 años, hijo de Anonymus nuestro caricaturista, fue hallado muerto la mañana de ayer en el taller de su padre. El joven Zacarías tenía ambas piernas cercenadas. “Parecía que un animal se las había arrancado” explicó una fuente que pidió no ser identificada. La imagen de Pirulo, el conocido muñeco que Anonymus usa en sus trabajos, estaba atravesada en el lápiz que el occiso tenía ensartado en uno de los ojos y que le causó la muerte de manera instantánea al perforarle el cerebro.
Las autoridades se encuentran sorprendidas por las extrañas circunstancias del crimen ya que el lugar estaba cerrado por dentro y no se encontraron señales de que alguna puerta o ventana hubiera sido violentada. Anonymus indicó que no ha recibido amenazas, aunque se sospecha que esta acción pudo haber sido una venganza de alguien que se haya sentido aludido por alguno de los sarcásticos señalamientos que caracterizan su trabajo. El Ministerio Público recabó evidencias en la escena del crimen y ha iniciado las investigaciones en busca de los responsables.
Anonymus declaró que con la muerte de su hijo ha perdido la inspiración. Invitamos a nuestros lectores a apreciar por última vez a su personaje, Pirulo, que ha sido testigo de los grandes momentos en la historia contemporánea de nuestro país, en la página 24 de esta edición y en www.laprensadiaria.com.
Miren lo que son las cosas. ¿Cómo se le pudo ocurrir este disparate de emular a la Piedad? Ahora quedaré inmortalizado como una ridícula travestida, observando con tristeza al imbécil de José que yace en mi regazo.
viernes, 2 de septiembre de 2011
Divagaciones teológicas de media noche
Desde pequeño me han fascinado las historias bíblicas. Al principio las creía sin cuestionarlas, con el paso del tiempo comencé a preguntarme qué habría de cierto en ellas o si, como decimos en buen chapín, en el asunto existía “gato encerrado”. A pesar de todo lo que he estudiado, se me hace difícil comprender cómo dios se dejaba llevar por esos arranques de cólera, parecidos a los de mi difunto abuelo, en los que arrasaba con lo que encontrara a su paso. Vale la pena aclarar que mi abuelo era pintor y varias veces lo vi agarrar un viejo cuchillo para destrozar algún lienzo al que le había dedicado incontables horas de creación, sólo porque no le complacía el resultado; pero mi abuelo era falible como cualquier ser humano y su cuadro no era un ser vivo…
Es apasionante analizar, sin prejuicios ni fanatismos, la personalidad -si el término le aplica- del que humildemente se describe como “Yo soy quien soy” y que en el fondo es un dios rencoroso, vengativo, con una insaciable sed de sangre y una autoestima tan baja que requiere constantes pruebas de adoración que rayan lo estúpido, o que acepte imperturbable la libidinosidad de sus mensajeros que bajaban a la tierra a “conocer” doncellas sin que a él le pareciera incorrecto… Mejor paro, no quiero que me caiga un rayo. Me ha costado mucho rehacer mi vida y nunca se sabe si ese viejo loco estará escuchando.
Por fin estoy llegando a la razón de hacer estas reflexiones: es el conocido caso de Adán, Eva, la serpiente y el fruto prohibido. Seamos sinceros, Adán y Eva eran un par de huevones nudistas, sin nada más que hacer que ver al cielo esperando que se apareciera el jefe para conversar con ellos en un lenguaje tan elevado, que no entendían ni jota. En su inocencia ni siquiera se les había ocurrido experimentar con el sexo. Sus necesidades básicas, esencialmente comer y dormir, estaban satisfechas. Obviamente eran vegetarianos porque allí convivían en armonía con todos los animales sin que hubiera comenzado el derramamiento de sangre, Yahve sólo les había impuesto una limitación, que no debían comer los frutos de los árboles del conocimiento y de la vida, y por la mente de ellos jamás cruzó la idea de desobedecerle.
Entra en escena la serpiente quien, con astucia, induce a Eva a probar el famoso fruto. La convence que es una especie de pase para que ella y su compañero sean como dioses. Era una oferta tentadora porque supongo que Adán se pasaba de lo más aburrido: sin sexo, televisión, deportes o amigos con quien irse de farra y todavía faltaba bastante historia para que Noé descubriera el vino. Ella, sin lugares a dónde ir de viaje o de shopping, ha de haber pensado
―Más aburrido que esto no puede ser, así que probemos.
Hagamos una pausa. Si esta fuera una película y como tenemos a Eva totalmente desnuda extendiendo su mano hacia el fruto del árbol, dejaríamos la imagen ligeramente desvanecida por si hubiera menores viéndola. Ella está a punto de precipitar a todos los humanos, al menos se dice así en este rollo, al abismo del pecado original. ¿Se han preguntado en dónde estaba dios? Una bucólica opción es que estaba deshojando una margarita diciendo: ―lo hacen, no lo hacen. Ahora bien, si es tan pilas como los doctos en estos temas afirman, debió saber desde el principio que la mujer nos iba a meter en este lío. Si no lo sabía, entonces nos están viendo cara de pendejos con eso de que él todo lo ve y todo lo sabe. En el texto no fue Adán el que nos involucró en esto, si nos atenemos a la tradición, es palabra de dios, entonces dios fue el primer machista del universo y condenó a las mujeres a la sumisión eterna. Tal vez por eso hay tantas feministas ateas.
Reiniciemos la escena que habíamos dejado en suspenso. Ellos se comieron el fruto, por cierto son cuentos eso que haya sido una manzana, esa es una invención de un pintor de la edad media, y de pronto comenzaron a percibir las cosas de manera diferente. Si Adán era un macho hecho y derecho, más derecho se ha de haber puesto, en este momento ha de haber pensado que dios se había rayado porque su mujer era la más bella del mundo. Por favor no lo juzguen, este pensamiento era en homenaje a Eva. Obviemos que, aunque no hubiera sido muy agraciada, era el único ser bípedo e implume que rondaba por allí, y por favor déjenme con el Adán y Eva de los cuadros del renacimiento, no me hagan pensar en las hembras del planeta de los simios porque se arruina la fantasía.
La biblia dice que, horrorizados al verse desnudos, huyeron a esconderse, ¿se creen ese cuento? Se escondieron para seguir descubriendo esos placeres que su padre celestial les había negado. El viejo mañoso, que todo lo ve, ha de haberse escondido tras las copas de los árboles para presenciar con deleite la primera cópula humana, y si nos tomamos una libertad literaria, ha de haber envidiado a su semejante Zeus, quien en el futuro no se perdería oportunidad para “conocer” a las humanas.
La historia continúa con la expulsión del paraíso, la condena a ganarnos el pan con el sudor de la frente y que Eva y sus descendientes parirían a los hijos con sufrimiento ¿por qué él les habló de parir? Eso confirma que el pícaro dios algo vio. Hasta la pobre serpiente recibió su parte y a partir de ese momento ya sólo pudo arrastrarse por la tierra.
Ahora viene lo bueno. ¿No sería que dios tenía todo “fríamente calculado”? No tiene sentido que dejara a Adán y Eva, castamente encerrados en el paraíso para siempre. Dios, a partir del séptimo día, se tomó un early retirement, como se dice ahora, pero alguien tenía que hacer el trabajo duro. Fuera del paraíso había que poner a producir la tierra y para eso lo mejor que tenía era a este par de haraganes, pero tenía que buscar una excusa para justificar el enviarlos a ocuparse de completar su obra, así que se aprovechó de su inocencia en el incidente del fruto y usó como excusa la desobediencia a las órdenes que había impartido. ¿En dónde quedaba el libre albedrío? Dios, como haría cualquier buen político, ofreció algo que nunca cumplió. Los griegos, que lo entendieron así, armaron tremendas telenovelas -aunque aún no se llamaban de esa manera- en donde los pobres seres humanos eran víctimas del "destino", un nombre apropiado para denominar los desvaríos del desalmado titiritero.
Para él era negocio redondo. Si nos reproducíamos el tendría más admiradores, le harían más sacrificios y habrían más especímenes que eliminar cuando la agarraran las rabietas. Si ellos no hubieran sido expulsados ¿de qué viviríamos la gente como yo? Solo había un pero, él con un inmenso decoro no se había atrevido a tener con los chicos la que luego se convirtió en famosa conversación de los pájaros y las abejas. Sin embargo no tuvo qué preocuparse, siempre aparece alguna serpiente dispuesta a hacer el trabajo sucio.
Siglos después apareció un tal Agustín, chavo nada tonto porque se la dio en grande durante su juventud, no se rían por favor, a muchos nos ha sucedido, y luego tal vez a consecuencia de algún amor no correspondido o algún virusino que le pegó una damisela de poca higiene, decidió renunciar a los placeres carnales, se inventó esto del pecado original y proclamó que el sexo sólo era permitido para procrear. Una proyección dirían mis amigos sicólogos. En su inspiración concluyó que el hijo de carpintero nacido en Belén, era el dios reencarnado que había venido a salvarnos del pecado primigenio. Lo curioso del caso es que quien realmente se inventó al Jesús que actualmente veneramos fue Pablo, un misógino rechazado más, pero eso será materia de otra reunión, si no los he aburrido demasiado y me vuelven a invitar.
¿Ya vieron que tarde es? Les agradezco la invitación. Les ruego me disculpen, debo decir misa mañana temprano y estoy algo mareado. Prométanme que esto quedará entre nosotros o se cagarán en mi carrera, porque tengo el presentimiento que voy en camino de llegar a obispo. Hasta la próxima muchá, por favor avísenme cuando la promoción se reúna de nuevo.
Al escuchar que se cerraba la puerta los que aún estaban despiertos se miraron sorprendidos.
―Qué rollo el de Eduardo, si el montón de mulas que lo van a oír cada domingo supieran lo que en realidad piensa.
Ocurrió cerca del Colegio Americano
El camión se estacionó a dos cuadras del objetivo. Era la parte alta de la calle, desde donde se tenía un panorama completo del área. El obeso Santana, en uniforme de combate y bañado en sudor, consultó su reloj.
― ¿Estás listo? Mirá para allá.
El ronroneo de dos helicópteros de combate, volando en dirección a la casa, rompía la quietud de la mañana. Decenas de soldados surgían de las calles aledañas y rodeaban los accesos. El sonido inconfundible de las orugas de un tanque se escuchaba en la esquina opuesta.
Un altavoz reprodujo la voz del mayor Pérez.
―Señores, están rodeados. Ríndanse y salgan con las manos en alto porque no tienen posibilidad de escapar.
Desde las ventanas de la casa respondieron con ráfagas de ametralladora.
Los soldados intentaron un primer asalto pero fueron rechazados. Rodrigo escuchó que Pérez vociferaba por la radio.
―¡Mierda Santana! ¿Y no que no habría resistencia? Ya perdimos cuatro efectivos. La prensa está cubriendo el evento. Eso no nos conviene.
―Tiene razón mi mayor. Por favor tenga un poco de paciencia. Recuerde que los queremos vivos para sacarles información.
― ¡Cinco minutos! Si en cinco minutos esos malditos no se han rendido, ordenaré que bombardeen la casa.
Al transcurrir el tiempo fijado, el estruendo del cañón del tanque hizo brincar a Rodrigo. Casi de inmediato el muro que rodeaba la casa comenzó a desmoronarse. El siguiente disparo voló la fachada. Con el tercero, el fuego de los defensores cesó. Los soldados corrieron a la edificación que, a punto de derrumbarse, estaba cubierta por una nube de polvo. Los helicópteros concentraron sus disparos en la arboleda de atrás.
Santana se cubrió el rostro con una gorra de lana y le pasó otra a Rodrigo.
―Vení. Tenés que ratificarnos la identidad de Bernardo.
Subieron por los escombros hasta llegar a una losa resquebrajada y manchada de sangre, era lo único que quedaba de la terraza. Dos cadáveres estaban tirados allí. El orificio de bala en la sien, del que salía un hilillo de sangre, no había dañado la belleza en el rostro de esa mujer rubia que varias veces le había hecho perder los sentidos. En una de sus manos, que parecían talladas en marfil, asía el arma con la que se había arrebatado la vida, la otra tomaba la de de un hombre fornido, de espesa barba, al que un cañonazo había arrancado las piernas y cuya mirada había quedado fija en el firmamento.
En el rostro de Rodrigo se dibujó una sonrisa de satisfacción que disimuló debajo de la máscara: Por fin se había vengado de ese desgraciado que le había hecho la vida imposible. Con los ojos fijos en Santana afirmó con la cabeza. Al salir observó cómo varios soldados golpeaban con las culatas de sus armas a un sobreviviente del asalto.
― ¡Andrés! ―gritó sin poder evitarlo. El muchacho levantó el rostro ensangrentado, pero no logró identificar, en el individuo delgado cubierto con una máscara de lana negra, al traidor que los había denunciado al enemigo.
Tres décadas después, Rodrigo seguía recordando ese día cada vez que observaba la cara del otrora mayor Pérez, ofreciendo solucionar los problemas del país con su mano empuñada cubierta en sangre.
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