sábado, 28 de mayo de 2011
El Talismán
El marido de Rocío fue uno más en esa interminable lista de pilotos que cayeron asesinados por negarse a pagar la extorsión. Dos tipos, con la cara irreconocible por los tatuajes, le metieron varios tiros en una soleada mañana de mayo. Rocío, que llevaba a Luisito en brazos, observó el crimen tres filas de asientos atrás. Al día siguiente la foto de ella, abrazando desconsolada el cuerpo de su marido, acaparó las portadas de los diarios.
Las vecinas le aconsejaron huir de la colonia.
-Esos malditos saben que usted los vio y van a venir a buscarla. No lo haga por usted sino por su niño, él merece una oportunidad de vivir.
Una soleada mañana el vivaracho Luisito, que para entonces tenía cuatro años, se soltó de la mano de su mamá y echó a correr. Al voltear a verla, chocó contra una extraña mujer.
Delfina era una anciana solitaria que había establecido sus dominios en el ático de la vivienda en dónde se hospedaban Rocío y su pequeño. De afilado rostro, ganchuda nariz y largas greñas, tenía una bien ganada fama de bruja. Numerosas mujeres de caras angustiadas, pasaban horas sentadas en los incómodos bancos de madera colocados alrededor del patio, esperando el momento de consultarle sus pesares. Cada sábado, al despuntar el alba, salía a un lugar desconocido. Regresaba al atardecer trayendo consigo bolsas repletas de raras hierbas.
Entre los vecinos se rumoraba que poseía una fortuna, porque cobraba con joyas los trabajos que realizaba para recuperar maridos y novios infieles.
Los ojos de la anciana se concentraron en un punto indefinido sobre la cabeza del niño y sin quitar la vista de allí, se dirigió a la mamá.
-Querida, percibo algo extraño en el aura de tu hijo ¿Me permites leerle la mano?
Aunque dudó por un momento, Rocío no se atrevió a negarse.
-Claro doña Delfina, hágame el favor.
La anciana la examinó con cuidado y luego le confió.
-Tu hijo está destinado a ser un líder. Pero un gran peligro amenazará su vida. Debemos hacer algo o no llegará a viejo. Permíteme…
Hurgó en su morral y sacando una extraña medalla, que colgaba de una cadena de plata, se la entregó con una mueca que trataba de ser una sonrisa.
-Toma esto. Cuida que siempre lo lleve puesto, así nada le pasará.
Cuando Rocío intentó abrir su bolso, Delfina la detuvo con un gesto de enojo.
-Ni se te ocurra. No hay dinero en el mundo que pueda pagar lo que vale este talismán.
Tres meses después de ese encuentro, hallaron a Delfina muerta en su estudio. El desorden que las autoridades encontraron en el lugar y las quince puñaladas que tenía en el pecho, convencieron al más escéptico de los investigadores, que no había tenido una muerte natural.
Luis maneja ahora un autobús, como lo hacía su padre veinte años atrás. Cada mañana, antes de ir a trabajar, se pone el talismán y sale con la esperanza que ese sea el día en que se cumpla la predicción de Delfina.
viernes, 27 de mayo de 2011
Agua Bendita
-¡Doña Chonita! ¿Ya se enteró? Dicen que la seño Maruca volvió a caminar.
-Eso es imposible Juanita. Ella se hizo trizas la espalda al caerse del caballo.
-Le juro por Dios que es cierto.
-Mirá chula. Si seguís hablando tonterías, me la vas a pagar. No hay que estar jugando con el dolor ajeno.
La jovencita, delgada, morena y con una trenza que le llega casi a la cintura, sin disimular el gesto de angustia, se persigna varias veces.
-Por favor créame. Dicen que hasta el cura ha asegurado que es un milagro.
La patrona, obesa como barrica de roble, sonríe mientras degusta la humeante taza de chocolate.
-A ver decime. ¿Cómo le hizo?
-Dicen que ella soñó que la virgen le ordenaba bañarse en el nacimiento que queda abajo, por la quebrada. La llevaron allá y bastó que rezara siete aves marías bajo la caída de agua, para que la fuerza volviera a sus piernas.
El jolgorio de los pájaros anuncia que pronto el sol aparecerá tras las montañas. Una mujer delgada, morena, con una trenza que le llega casi a la cintura, baja la quebrada con pasos inseguros. Con frecuencia dirige la mirada al cielo, mientras une las manos y repite una plegaria:
-Virgencita, te lo ruego, volveme a poner apretada, como cuando era virgen, para que el Pancho sienta sabroso al hacerme el amor y no se le ocurra buscar a otras.
Al día siguiente, la gente se aglomera para observar el paso del féretro por la calle principal de la aldea, que luce adornada con cordones de pino y manzanilla. Detrás va Pancho, arrastrando los pasos y con la mirada perdida.
Un recién llegado pregunta a una anciana en silla de ruedas qué fue lo que sucedió.
La Maruca, enjugando sus lágrimas, refunfuña en voz baja:
-Dicen que una manada de coyotes la atacó mientras se bañaba en el nacimiento que queda por la quebrada. El marido escuchó los gritos. Todavía alcanzó a verla viva. Antes de partir, ella le contó la razón por la que estaba allí. Patoja estúpida, ¿cómo pudo creerse ese cuento que inventaron para el día de los inocentes?
domingo, 22 de mayo de 2011
El Festín
Juan Chej era un muchacho de unos veinte años, delgado, moreno, que apenas hablaba el español. Era de esas personas que nunca miran a los ojos y por lo tanto es difícil saber cuándo hablan con la verdad. Me preguntaba si él sería la persona indicada para darme pistas del desaparecido. Le indiqué que mi clienta, la viuda de don Jorge Suarez, quería averiguar qué había sido de su esposo. Ella no buscaba venganza, sólo deseaba localizar sus restos para que él descansara en paz. Presentía que iba por buen camino, sin embargo el muchacho no soltaba una palabra.
-Mirá Juan, no tenemos nada contra vos o con tu tío. Mi clienta está dispuesta a darles suficiente dinero para que se vayan de aquí y busquen un lugar más tranquilo para vivir. Nadie va a saber jamás lo que ustedes hablaron. Creeme, nadie los acusará. Al contrario, ésta es la oportunidad que tienen para lavar sus conciencias de eso.
Juan comenzó a temblar, el llanto se apoderó de él. Con medias palabras me contó lo sucedido.
* * * * *
José Chej se hizo cargo de su sobrino cuando el ejército mató a sus padres durante la guerra. José poseía un terreno bastante grande que quedaba a más de ocho horas de camino entre la montaña. En el lugar habían encontrado los restos de una antigua iglesia edificada en tiempos de la colonia.
Desde pequeño, a Juan le encantaba explorar esas ruinas. Así descubrió la entrada secreta a unos calabozos subterráneos. El lugar era húmedo, oscuro, se había convertido en nido de murciélagos y de inmensas ratas negras.
Cuando Juan tenía dieciseis años, los sorprendió la visita de un grupo de hombres fuertemente armados. Era la primera vez que Juan veía un vehículo como el que les transportaba, le pareció increíble que existiera una máquina capaz de llegar hasta donde ellos vivían. Los hombres trataron con respeto a José, le dijeron que iban a botar los árboles que estaban en el valle, al pie de sus terrenos, porque necesitaban construir una pista de aterrizaje, que su intención no era molestarlo y que le pagarían una suma mensual por mantener la pista limpia. También le pidieron que les avisara si gente extraña llegaba por allá. Le dieron un teléfono y un número para llamarlos. Su tío aceptó.
A Juan le fascinaba ver cómo aterrizaban las avionetas. Si era de noche lo hacían guiándose por las luces de los vehículos que se estacionaban en los bordes de la pista. Las descargaban y, en menos de media hora, se perdían de nuevo en el firmamento. Uno de ellos, al que llamaban el Mexicano, llegaba con frecuencia a visitarlos. Era el responsable de tener todo en orden. Aunque su aspecto intimidaba, se portaba amable con ellos, incluso llevaba dulces o juguetes a Juan. Una vez le confesó que tenía un hijo de la misma edad y que tenía años de no verlo. Cuando Juan le contó su descubrimiento en la iglesia, el Mexicano le pidió que se la enseñara.
-Pinches curas- recuerda Juan que dijo. -Ve tú a saber qué hacían aquí. Esto da miedo manito. Vámonos antes que las ánimas nos comiencen a perseguir.
Una tarde el Charro llegó con varios secuaces. Traían con ellos a un tipo con los ojos vendados. El “señor” venía herido de un hombro y estaba casi inconsciente.
-Juanito- dijo el Charro. -Vamos a encerrar a este güero en aquel hoyo que me mostraste.
Luego de tirarlo en una celda, atravesaron un candado en la reja. El Charro instruyó a Juan:
-Quiero que lo alimentes y para que no se nos muera, con cada comida dale estas pastillas, una es para el dolor, la otra para prevenir una infección.
-No se preocupe don Pepe, esto será sólo por unos días. Cuando termine la negociación, lo vendremos a traer. -Dijo el Mexicano para calmar al tío.
Cinco días después el Charro apareció con cara de pocos amigos.
-Esta mierda no está funcionando. La vieja es más terca que una mula -recuerda Juan que dijo maldiciendo. Antes de bajar al calabozo, con dos de sus hombres, dijo a Juan:
-No te quiero cerca. Ándate para otro lado.
Al rato subieron con algo envuelto en un trapo y llamó al muchacho.
-Hazme un favor Juanito. Cuidá al señor. Tuvo un accidente. Lávale la herida. Échale esto para que no se infecte. Voy a dejarte una copia de la llave del candado para que puedas entrar, pero cuidado, no se te vaya a escapar. Eso me pondría muy enojado Juanito.
A pesar del tono amistoso, a Juan se le erizó la piel. Esa tarde bajó. El señor estaba desmayado. Le lavó la mano cercenada. Luego le echó el ungüento y lo vendó con un trapo limpio. Los siguientes días fueron complicados. El prisionero era presa de una fiebre incontrolable. Finalmente su tío logró controlarla usando unas hierbas.
La macabra historia se repitió una semana después. Esta vez fue la oreja. Juan se sentía aterrorizado al ir descubriendo la verdadera personalidad del hombre que le llevaba dulces y juguetes.
Juan se colaba en el subterráneo y se sentaba en la oscuridad de las gradas a observar ese hombre, alto, de ojos claros y pelo rubio que comía poco y pasaba casi todo el tiempo perdido en sus pensamientos. A veces lanzaba unos alaridos que estremecían. Juan se preguntaba, con la morbosidad de los adolescentes, ¿qué le cortaría el Charro la próxima vez que viniera?
Dos semanas después, a José le avisaron que esa tarde llegaría una avioneta. Era la temporada de lluvia y no hacían vuelos nocturnos. Como en otras ocasiones, desenterraron los bidones de gasolina para reaprovisionarla y los pusieron al extremo de la pista. Recogieron las ramas y piedras que estuvieran ensuciándola y se sentaron detrás de una arboleda a esperar. Al mediodía apareció la gente del Charro, esta vez él no llegó. Casi a las cinco la avioneta realizó un aterrizaje perfecto. Los hombres iniciaron la descarga. Estaban afanados en eso cuando de detrás de un cerro apareció un helicóptero. El trepidar del fuego de las ametralladoras de ambos bandos hizo que José y Juan salieran corriendo. Las fuerzas rivales habían rodeado el lugar. Tío y sobrino subían por la montaña, aferrándose a las raíces, resbalando continuamente, mientras escuchaban el zumbido de las balas disparadas en los alrededores. De pronto Juan escuchó un gemido y vio caer a su tío. Una bala le había atravesado la cabeza.
Juan estuvo escondido en la montaña por más de una semana. Vio cómo los soldados incendiaban la que había sido su casa, lo que avivó el recuerdo de cuando había perdido a sus padres. Por fin, cuando se animó a bajar, lo hizo con infinitas precauciones. En la pista habían quedado las huellas del combate. Estaban la avioneta y varios vehículos quemados, había manchas de sangre, pero ni un solo cadáver.
De pronto recordó al señor en el calabozo. Cuando bajaba a buscarlo, un insoportable hedor le hizo retroceder. Sólo alcanzó a describirme las inmensas ratas negras, entregadas a un incontrolable frenesí dentro del calabozo.
Mateo 18.3
Domingo 22 de mayo del 2011. Despierto, o al menos creo haber despertado. Más allá de mis párpados percibo una luz. ¿Será la misma que penetra cada día por la ventana de mi dormitorio? Con temor extiendo la mano y toco el cuerpo que reposa a mi lado. Mis dedos lo recorren procurando no despertarla. Confirmo que en realidad es ella. Todo parece seguir en su lugar, entonces abro los ojos, giro a la derecha y poso los pies sobre el piso. Qué delicioso siento ese frío que comienza a subir por mis piernas. Qué hermoso es sentirse vivo.
Ya aliviado, luego de mi habitual visita al baño, enciendo el televisor. En Barcelona, un Red Bull encabeza la carrera. Los Ferrari relegados a posiciones secundarias. Nada novedoso este año en la fórmula uno. Apago el televisor y salgo a recoger los diarios. Como siempre están tirados tras la verja del garaje. Me siento a leerlos en la sala familiar.
Qué raro. Son casi las ocho y los chicos no se han despertado. Voy a su dormitorio y observo sus camas. Están tan ordenadas como las vi la noche anterior, antes de enviarlos a dormir.
domingo, 15 de mayo de 2011
El Concierto
Para ser franco, me tenías desesperado. Pasaste casi dos meses dando lata con que venía Chayanne. Primero fue la peregrina idea de que te acompañara. ¿Te imaginas cómo me hubiera sentido, sumergido entre ese torbellino de mujeres que se niegan a reconocer que ya no son adolescentes y se portan como alucinadas en presencia del artista que les robaba el corazón hace un cuarto de siglo? Luego se te metió la necedad de ir con esas amigas que me agradan tanto como quedarme atascado en el tráfico vespertino. Como esto es entre nos, te diré que dos de ellas me inspiran cero respeto. Ambos sabemos dónde nació su amistad, así como sabemos que, a diferencia de tí, ellas no han logrado romper el cordón umbilical con aquel inframundo del vicio.
Pasaste toda la tarde arreglándote. Me reía en mis adentros pensando -¿De qué le servirá? El artista apenas distinguirá hasta la cuarta fila. De allí en adelante sólo verá una masa de figuras indefinidas, agitándose al compás de su música. Reconozco que sentí celos. Hace tiempo que no te arreglabas así para mí. Sin embargo traté de tomarlo por el lado positivo y me deleité observando cómo cubrías ese cuerpo maravilloso con lo justo para no ser arrestada por quebrantar las leyes de moralidad. Debajo de la microfalda y la camiseta, llevabas el juego de pantaletas y sostén rosados, de encaje francés, que te traje de Nueva York -¡Querida, por ti no pasan los años!- Exclamé, en un arranque de emoción, luchando por dejar archivada, en mi memoria, la primera vez que entregué mi aguinaldo a cambio de degustar tan delicioso manjar.
El beso de despedida fue un leve roce de labios. -No me vayas a quitar el brillo- dijiste con esa voz sensual que me eriza la piel. Afortunadamente el novio de Leticia, una de esas amigas que me niego a soportar, ofreció venir por tí al edificio y traerte de vuelta al concluir el concierto. No te diste cuenta, pero desde el balcón observé cómo subías a la Range negra.
Casi de inmediato, los malditos celos volvieron a apoderarse de mí. Esa inseguridad, que ha regido mi vida, profundizaba la frustración -¿Has visto que tu mujer es la mejor del grupo? La mejor está con el más pobre. ¿Cuánto tiempo crees que le durará el amor sabiendo la facilidad con que podría conseguir a alguien que satisfaga sus caprichos?-
Tomé un par de tequilas, leí un poco y luego me venció el sueño. No sé cuánto habría dormido cuando sentí que estabas de vuelta. Te movías sigilosa entre las sombras, tratando de no despertarme. Para evitarte la preocupación, te pregunté -¿Cómo estuvo el concierto? En respuesta te lanzaste sobre mí. Tus labios apresaron los míos, tu lengua, que vibraba en mi boca, producía descargas que explotaban entre mis piernas. Sentía la firmeza de tus senos rozando contra mi pecho, mientras tu mano tomaba mi miembro trasmitiéndole vigor. Con el correr de los minutos fui cosechando la maestría que habías adquirido en la casa de Jenny. Mis fantasías se concretaron cuando, de horcajadas sobre mí, te entregaba mis embestidas, recompensadas con tus gemidos de placer. En la agonía del éxtasis interminable le daba gracias a Chayanne, ya que había sido su música o sus movimientos, el afrodisiaco perfecto para esa sesión de amor.
No decías nada. Ni falta hacía. Había otras formas de demostrarme que para ti no había, ni habría nadie más. Luego de visitar el universo del placer, caímos rendidos uno en brazos del otro. Apenas escuché tu respiración acompasada, la maldita costumbre volvió a traicionarme. Me separé de ti y me volteé hacia la orilla de la cama.
El canto de los pajarillos me despertó. Aún no había salido el sol de ese día que presagiaba ser especial. Siempre la hemos pasado muy bien luego de esas apasionadas sesiones de lujuria. En la penumbra, caminé sigilosamente al baño, con la vejiga a punto de reventar. Mientras aliviaba mi necesidad, hacía planes para el resto del domingo. Podríamos escaparnos a la Antigua y desayunar en aquel convento hábilmente transformado en hotel de fama mundial.
Regresé de puntillas y me metí entre las sábanas. Instintivamente extendí el brazo buscándote. Nada. El lado de tu cama estaba frío y vacío… Cómo había permanecido en los últimos dieciséis años, desde aquel día que inesperadamente partiste. Me faltaba el aire, las paredes del dormitorio giraban sin control. En ese instante cada recuerdo comenzó a ocupar el lugar correcto.
Anoche había vuelto a actuar Chayanne. Pero la última vez que viste a tu artista favorito fue hace diecisiete años. En aquella ocasión insististe que te acompañara y, ante mi negativa, fue el novio de Leticia quien te llevó. Cuando regresaste hicimos el amor de una manera desenfrenada. Recuerdo que el encaje del juego de pantaletas y sostén rosados, sufrió las consecuencias de nuestra pasión desbordada y que tú, haciendo el gesto de una niña que ha perdido su mejor juguete, me culpaste por haberlo roto. También recordé el berrinche que armaste cuando te conté que había tirado los restos a la basura.
Todo, excepto el concierto de anoche, ocurrió hace diecisiete años.
Un año después, asqueada de mis incontrolables celos, te marchaste del apartamento. Supongo que, para poner en orden tus pensamientos, decidiste pasar un fin de semana en Costa Rica. Eras uno de los ciento treinta pasajeros que iban en el vuelo de TACA que esa noche se estrelló en el Salvador.
La lógica parecía irrefutable. El retorno del artista había activado mi subconsciente y te había traído de vuelta en mis sueños. Sin embargo, conteniendo la respiración y sin terminar de darle crédito a mis ojos, no lograba entender qué hacían, al lado de la cama, aquellas prendas color rosa con el encaje rasgado, impregnadas con el inconfundible aroma a ti.
viernes, 6 de mayo de 2011
MARILYN FOREVER
Ocupas el lugar de siempre. Una mesa medio oculta en el extremo del lugar. Como siempre, te acompañan una humeante taza de café y el cigarrillo a medio consumir. Afuera llueve. El frío se cuela por las rendijas de las mal ajustadas ventanas. Frente a tu mesa, dos reflectores iluminan una añeja fotografía de la eternamente joven Marilyn que, con gesto picaresco, repite su invitación a acompañarla a la alcoba.
A tu alrededor se encuentran los parroquianos habituales: encorvados, canosos y arrugados. Cada vez se ven más sillas vacías. Pertenecen a los que emprendieron el camino sin retorno. Reflexionas que cuando el último se marche, y sólo quede ella, tendrán que cerrar el lugar.
Marilyn, la única mujer en el lugar. No se necesitan más. Ella sola podría satisfacerlos a todos. Puedes dar fe por las noches de pasión que han pasado mientras recorrías su cuerpo de ensueño. Sin embargo, a pesar de esas inolvidables veladas, has decidido dar el paso. Respiras profundo, para llenarte por última vez de ese inconfundible aroma a Chanel, y dejas escapar el torrente de palabras.
¿Cuántas veces lo hemos intentado? No sé tú, como dice la canción del Luis Miguel, pero ya dejé de contar. Seamos sinceros, lo nuestro no pasará de ser una aventura sexual. He poseído tu cuerpo, pero jamás tu corazón, mucho menos tus pensamientos. No te basta con tenerme medio loco, también tengo que aguantar que coquetees con cualquier estúpido que se cruza en tu camino. Tu falta de respeto a esta relación es insoportable. Por eso he decidido romper este cordón umbilical que más parece un gran equívoco de Dios.
Conozco tu costumbre en los momentos importantes. Cómo te encierras en este mutismo que desespera. Sabes que dejarme hablar sin responder a mis provocaciones, termina por sacarme de mis casillas. Pero esta vez no caeré. Te conozco desde el pelo hasta la punta de los pies, como ha declarado Arjona, y estoy preparado para el definitivo adiós.
Tus lamentos no lograrán convencerme. Tus promesas de evitarme esa decepción, que me invade al tenerte cerca, las depositaré en el cofre de las desilusiones. Allí guardo los billetes de un millón de pesos, el diseño de la casa en la playa y la foto del ferrari. Ni siquiera intentes volver a seducirme. Aún no se descubre el viagra que revitalice los sueños.
Para variar no dices nada. Mueves la cabeza sonriendo con ironía. Me recuerdas una vez, en el desierto, cuando paralizado de miedo veía la cascabel a punto de morderme. La maldita sólo agitaba la lengua, mientras balanceaba la cabeza buscando el mejor ángulo para morderme.
Tus mordidas me sorbieron los sesos. Pensaba en ti día y noche. ¡Por ti hubiera dado la vida! Hoy se acabó. Ya no te amo, tampoco temo perderte. ¿Cómo se puede perder aquello que jamás se ha poseído? Lo último que me ataba a ti, se disipa con el humo de mi cigarrillo. Mira a tu alrededor, tus fans, al igual que mi arrobamiento, se están desvaneciendo. En unos años serás sólo polvo, al igual que yo.
Estás sorprendida. No trates de negarlo. Lástima que la cámara no pueda captar el asombro en tu gesto, ni el close up revele que ya no eres tan joven como pretendes aparentar.
Se hace tarde. Amiga, llego el momento. En diez segundos alcanzaré la puerta marcada “salida”, aquella que conduce al boulevard de los sueños rotos, el mismo en que se inspiró a Sabina. Te quedarás aquí, preguntándote en qué fallaste, por qué no pudiste retenerme. Sabiendo que, aunque pase una eternidad, no volverás a encontrarme.
Pero no quiero que el asunto termine así. Nuestra aventura, que duró casi un cuarto de siglo, merece un brindis de despedida. Permíteme, traje una botella de tu champán favorito. A tu salud bella entre las bellas.
El cigarrillo se consumió.
La tormenta arreciaba.
Otra silla quedaba vacía.
Los reflectores secan rápidamente las indiscretas lágrimas que resbalaban por el rostro de porcelana de Marilyn. Ella dirige los ojos hacia la puerta de entrada y vuelve a asumir el gesto picaresco que embelesará al siguiente soñador.
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