viernes, 26 de noviembre de 2010
Una Enemiga en Casa
Finalizo otra agotadora semana en la oficina. La tensión me está afectando.
En casa me desahogo disfrutando del vicio que adquirí en mis tiempos de estudiante. Las golosinas. No hay placer más grande que sentarse en el sillón reclinable, encender la televisión y pasar al menos dos horas comiendo papalinas, maní, nachos con queso, salami ¡Todo lo que puedan imaginarse! Por supuesto que acompañado de una abundante provisión de cervezas. Mi esposa, que es la persona más comprensiva del mundo, comienza con su molesta letanía: “Eso no es bueno para tu salud” “Deberías cambiar de dieta y hacer un poco de ejercicio” “Recuerda que ya no eres tan joven...” Con toda sinceridad pienso que el asunto es menos grave de cómo lo pinta. Es cierto, estoy más llenito pero aún no me contratarían para trabajar de Santa Claus en las navidades. Además nadie me conoce como yo. Soy una persona que cuando dice “hasta aquí” cumple su propósito. Así dejé el cigarrillo y también a Wendy. Wendy…
Ya que se están escapando las confesiones, debo reconocer que en mi vida hay alguien más. Pero no quiero arriesgarme, en este relato ella será simplemente “ella”.
He perdido la cuenta de los meses que han transcurrido sin que pueda alejar mi pensamiento de ella. Durante el día, basta con que aparte la vista de la montaña de papeles que casi me sepulta, para que nuestro próximo encuentro acapare mis deseos y mis temores. La nuestra es una clásica relación de amor-odio. Sería imposible compartir con ella más de unos minutos al día, pero no puedo dejar de verla cada vez que el sol inicia su recorrido por el firmamento. Sí, como ustedes acaban de enterarse, siempre acomodo mi agenda para pasar un momento a solas con ella.
Somos como el fuego y el hielo.
Me acerco a ella abrasado de ansiedad, soñando con recibir en nuestro fugaz encuentro, los placeres que mi calenturienta fantasía elabora. A cambio obtengo un mecánico y rutinario desprecio. Lo hacemos siempre de la misma manera. Me subo en ella, y al terminar, me despide con ese silencio que me destroza, como si nada hubiera ocurrido. ¡Y lo peor es que ese rechazo a mis ansias me incita a regresar cada día con la esperanza de desquebrajar su caparazón de indiferencia! Les ruego que perdonen mi sinceridad pero hasta cuando hago el amor con mi esposa, me pregunto qué reacción tendrá ella al día siguiente. Estoy convencido que ella, fruto de la mente maestra que la creo, tiene una manera casi matemática de calcular los efectos de todos mis actos..
Cada mañana me preparo para nuestro encuentro. Sé que ella me espera en el lugar de siempre. Sé que estará sobre la alfombra, mostrando sin pudor su cuerpo desnudo. Quisiera penetrar en sus pensamientos, pero el temor me detiene. Esa indiferencia dice más que las palabras, su mudo significado es “pagaste por mí, puedes hacerme lo que quieras, pero jamás te mentiré. Jamás leerás en mi lo que anhelas. Nunca lograrás que llegue a ser completamente tuya”...
Me encamino al sitio que oculta nuestro furtivo encuentro. Cierro la puerta. No deseo que nadie nos interrumpa ni que haya testigos de mi vergüenza. Me quito la ropa, es parte de las reglas de nuestra relación. Antes de seguir me deleito con la blancura y simetría de sus formas. Ya estoy preparado. Subo sobre ella y no me muevo. Ella así lo prefiere. He llegado al extremo de contener el aliento por varios segundos esperando que a cambio de satisfacer sus caprichos, de una respuesta favorable a mis ansias. Cuatro, a los sumo cinco latidos de mi corazón después, culmina la unión de nuestros cuerpos.
Oigo el clic del mecanismo al activarse.
Observo los fríos números que se dibujan en la pantalla.
Doscientas ocho libras.
Me bajo desilusionado. La dejo en el lugar de siempre, yaciendo sobre la alfombra, sin nada que cubra sus blancas formas.
Su indiferente respuesta ha vuelto a lastimarme y eso se refleja en mi apagada mirada.
jueves, 25 de noviembre de 2010
Cambia para hacerme feliz
Erase una vez un niño que detestaba las flores rosadas, el color favorito de su madre.
-¿Por qué Dios me castiga con esto?- preguntaba en su adolescencia cada vez que corría las cortinas de su habitación y observaba el cuidado jardín pletórico de flores de ese color.
Intentó de todo. Llegó hasta el extremo de pintarlas, pero para su desventura, cuando nuevos botones brotaban, volvían a ser de color rosa.
-Odio a mi madre. Si ella sabe que detesto ese color ¿por qué no las cambia para darme gusto?- murmuraba aún en la edad adulta.
Pasaron los años. Nuestro joven se mudó hacia otra ciudad. Allí se casó y formó una familia. La aversión hacia lo rosado pasó a un segundo plano cuando nació su pequeña.
Ahora, con la sabiduría de la madurez ha llegado a concluir que el color siempre fue el mismo. Que el color, como muchos acontecimientos en la vida, es algo neutro. Que la tonalidad con la que se tiñen nuestras emociones es el resultado de nuestra interpretación de los hechos.
Que en nuestras manos está la oportunidad de ser feliz pero que muchas veces la dejamos ir, encaprichados en pedir a la naturaleza que cambie, cuando el que debe cambiar para disfrutar lo que se le ofrece es uno, con nuestras percepciones, nuestros prejuicios y nuestras actitudes.
viernes, 19 de noviembre de 2010
Algo Cotidiano
Él fue descubriendo las señales de violencia tatuadas en aquel cuerpo joven que ya mostraba los estragos del abuso. Intentó averiguar qué había sucedido presintiendo la respuesta que, similar a una bofetada, cortó en seco el interrogatorio
-No quiero hablar de eso
Entonces se dio cuenta que la sonrisa desenfadada que le había llevado a escogerla entre el menú de piel y miserias expuestas a los ojos pletóricos de lujuria de los clientes, no era más que una fachada. Una máscara que ella se ponía para ocultar su tristeza y abandono.
Entonces le hizo el amor de una manera diferente. No quería que se sintiera utilizada. En los cuarenta minutos que recibió a cambio de sus trescientos pesos se empeñó en demostrarle que hay hombres diferentes. La acarició y besó como si fuera la mujer de su vida. Los estremecimientos que logró arrancarle (a pesar de la obvia resistencia que ella ponía para entregarse) fueron su recompensa. La sorprendió con tanta dulzura y delicadeza. Dulzura y delicadeza que continuaron aún cuando habían terminado los vaivenes en el crujiente lecho. Le acarició la cabellera alborotada. Su mano cálida le recorría la espalda rodeando los tres infames cardenales, mudos testigos de la última golpiza.
Los minutos que quedaban dieron lugar a las confesiones.
Dijo llamarse Magdalena (-Otra vez la pecadora- pensó él). Le contó que abandonó los estudios por seguir al amor de su vida. Se unió a él cuando recién había cumplido los quince años.
(-Quince años. ¿Será que a los quince años uno tiene la madurez necesaria para tomar una decisión tan trascendental? ¿O es que para el amor no existe la edad?-).
"Era un hombre maravilloso en todo sentido" dijo ella.
Y él, al ver sus ojos brillando de emoción, confirmó que aún en los lugares más insospechados, encuentra cobijo el amor.
Engendraron un hijo que su amado "Conoce desde el cielo."
Cuando tenía tres meses de embarazo, a su amado le dieron "Una visa al otro mundo."
El brillo se diluyó en lágrimas. La sonrisa adquirió un toque de resignación.
Él se vistió sumido en sus reflexiones. No sólo llevaba la ropa ajada. También su alma estaba estrujada por el sentimiento de culpa. Una culpa colectiva por formar parte de esa sociedad maldita que rinde culto consuetudinario a la violencia. Se marchó con la intención de volver. De volver el tiempo atrás para darle otra oportunidad a ese amor quinceañero que sólo había cosechado los amargos frutos de la soledad. Sus labios se encontraron por última vez en la puerta de salida.
-Volveré- le dijo, resistiéndose a soltarle la mano.
Se acercó a su auto sin reparar en los dos jóvenes que cruzaban precipitadamente la calle.
-Dame el celular y la cartera hijo de puta- Parecía que las palabras eran vomitadas por el frío cañón puesto contra su nuca.
Alzó la mirada.
Alcanzó a verla, apenas oculta tras la raída cortina.
Inconscientemente levantó la mano.
En ese momento, la detonación explotó en su cerebro.
"Ayer por la tarde fue asesinado el sacerdote de origen español Jésús Varela en una calle de la zona 5. Se supone que fue por oponerse a un asalto. El padre Varela, quien vestía de particular al momento del percance, recibió un disparo en la cabeza. El Gobierno lamentó el incidente y ofreció castigar a los responsables. Se informó que el cadáver será repatriado a su país de origen."
viernes, 5 de noviembre de 2010
Luciérnagas
David conducía hacia el altiplano preguntándose qué terribles secretos ocultaban las majestuosas montañas que iban saliéndole al paso.
El padre Falla estaba oficiando misa en un claro de la selva. El espectáculo le confirmó que para encontrar a Dios no se necesitaban lujosas iglesias o imágenes recubiertas de oro y piedras preciosas. Dios estaba allí, manifestándose en esa arboleda bañada de luz, en el armonioso gorjeo de los pájaros, en el dulce murmullo del arroyo que corría por las cercanías.
Al concluir la ceremonia, el sacerdote se acercó a saludarle.
-David, alabada sea la Providencia que guió tus pasos hasta aquí. Te suplico que nos acompañes mañana y seas testigo de lo que encontremos. Déjame explicarte. Hace ocho días un grupo de investigadores localizó los restos de un poblado llamado San José. Muchos en la región conocían en dónde estuvo situado, pero por alguna razón callaban. Entre los vecinos corre un rumor. Que algo diabólico ocurrió cuando lo destruyeron. Dicen que el lugar está embrujado y que las almas de los ajusticiados aún rondan por allí. Para complicarnos más las cosas, el alcalde de la región nos ha estado acosando. Se trata de un acaudalado terrateniente llamado Pedro Coyoy. Sabemos que es un ex PAC y sospecho que alguna razón ha de tener para querer obstruir nuestra investigación. A diario se presenta acompañado de hombres armados a preguntar qué estamos haciendo.
-No se preocupe padre, pueden contar conmigo.
La caminata por la montaña les tomó casi doce horas. Llegaron a su destino cuando el sol estaba ocultándose. Decidieron descansar e iniciar el trabajo al alba. David no lograba conciliar el sueño. Prefirió sentarse bajo la ceiba que dominaba el lugar. Le sorprendió observar algo así como un estallido de luces detrás de una colina cercana. Semejaban diminutas estrellas de movimientos erráticos que violentaban la oscuridad de la noche. De pronto se acercaron. Era un enjambre de luciérnagas. Revolotearon sobre él y retornaron tras la colina.
Al notar cómo repetían la maniobra, David decidió seguirlas.
Caminó unos cuatrocientos metros y llegó a una explanada cubierta de maleza. En su extremo más lejano se levantaba un montículo. Las luciérnagas revoloteaban en la cima. Cuando David lo trepó le rodearon. Con su frenético aleteo le obligaron a cerrar los ojos. De pronto unas ráfagas de viento comenzaron a azotar el área y las arrastraron consigo. David experimentó una extraña sensación, que no estaba solo. Una especie de quejido prolongado brotaba de la tierra. David intentó moverse pero fue en vano. Sentía que unas manos invisibles le sujetaban los pies. El viento transportaba sonidos parecidos a una emisión de radio con muchísima estática. Poco a poco comenzó a diferenciarlos... semejaban llanto, disparos, gritos de terror, fuego devorando madera...
Temblando en medio de la oscuridad, alcanzó a musitar una oración.
-¡Dios mío! Estoy aquí porque tú lo has querido. Pongo mi vida en tus manos. Que se haga tu voluntad. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
En cuanto pronunció la última palabra, un silencio, tan denso como las tinieblas que le rodeaban, se apoderó del lugar.
Retornó al campamento sintiendo los violentos latidos de su corazón y a punto de desfallecer. No pegó los ojos por el resto de la noche.
En la mañana comentó el suceso con el resto de expedicionarios.
-Llévanos allá.
El montículo parecía un tumor maligno emergiendo de la faz de la tierra.
-Eso no parece natural. Veamos que hay allí.- dijo Falla.
Comenzaron a escavar y pronto hallaron una masa de restos semidestruidos por el fuego. Siguieron profundizando, encontraron osamentas casi completas.
-Han de haber sido los primeros ajusticiados. Por eso el fuego no los llegó a consumir- comentó uno de los expertos.
-La ropa tiene el diseño que se usaba en San José- dijo otro.
David examinó los cascabillos y esquirlas que recogieron.
-Son las municiones que el ejército utilizaba en esa época- confirmó casi sin mover los labios.
A los forenses les tomó una semana concluir su tarea. Estimaron que habían encontrado los restos de entre cien y ciento cuarenta hombres. No se encontraron osamentas de mujeres o niños.
Ya había entrado la noche cuando Falla celebró un oficio religioso suplicando a Dios por el eterno descanso de las almas de los caídos. David alcanzó a ver detrás de la arboleda cómo un enjambre de luciérnagas se elevaba en el firmamento.
miércoles, 3 de noviembre de 2010
Crepúsculo
-Última hora. Última hora. Nos informan desde el lugar de los hechos que hoy se encontró tirado en el basurero un cuerpo desnudo, degollado y con las manos cercenadas. La víctima no portaba documentos y fue imposible identificarlo. Los bomberos indicaron que el occiso era de sexo masculino, complexión delgada y de aproximadamente dieciocho años. Tenía un corazón tatuado en el pecho con la palabra “china” adentro. No pierdan nuestra sintonía, seguiremos informando.
El sol había recobrado su primacía luego de un fugaz chubasco. Oculta tras los arbustos, con los zapatos hundidos en el fango y aspirando esa extraña mezcolanza de olores que caracteriza los camposantos de los abandonados por la fortuna, una joven de llorosa mirada y en avanzado estado de embarazo observaba cómo inhumaban a aquella enésima víctima de la violencia. Esperó a que los sepultureros se alejaran para acercarse. Cayó de rodillas y varias veces golpeó con el puño el promontorio de tierra recién removida. Cuando el día comenzó a despedirse, se alejó arrastrando los pasos. Nadie permanecía en el sitio una vez entraba la noche. Corrían rumores que muchos espíritus vagaban en las tinieblas en busca, tal vez, de una explicación para lograr descansar en paz.
El lugar conocido como la Verbena era la última morada de aquellos desafortunados a quienes la parca había cortado prematuramente el hilo de su existencia. Sólo poniendo el debido cuidado se alcanzaba a esquivar los incontables túmulos que emergían de la colina. Algunos estaban señalados con rudimentarias cruces, en otros se veían marchitos ramos de flores silvestres. Pero la inmensa mayoría estaba perdida en la insensibilidad de las tres equis con las que se rebautizaba a los sin nombre.
Bandadas de zopilotes pululaban por el lugar esperando la hora del festín. Como todos los días, no tardarían en llegar los perros expertos en desenterrar cadáveres de recién llegados aún en proceso de descomposición.
El Sueño de Hermógenes
Iba ascendiendo por una empinada ladera bajo el abrazo inclemente del sol.
Escuchaba inconfundibles gruñidos detrás del espeso monte. Sabía que eran las alimañas enviadas por aquellos que le odiaban tanto. Se ocultaban esperando el momento propicio para atacarle. Como en otros momentos de su vida, sabía que no estaba solo. La voz lo alentaba a seguir subiendo. Varias veces estuvo a punto de darse por vencido, pero ella insistía que el fin llegaría en cuanto se detuviera.
Tras inconcebibles esfuerzos logró alcanzar la cúspide. Luchaba por recuperar el aliento cuando escuchó el murmullo de un manantial. Con las piernas que apenas podían sostenerle, llegó hasta donde el agua brotaba de las entrañas de la tierra. Un sorbo bastó para saciar su sed y reconfortar su alma. Entonces buscó refugio bajo la sombra de un arbusto. Luego de descansar unos minutos, inició el descenso. A su encuentro fue saliendo una multitud vestida de túnicas blancas que le aclamaban y pedían su bendición. Su corazón comenzó a recobrar la calma. El peligro parecía haber quedado atrás.
Al final del sendero había un pequeño muelle. Una barca, en cuya vela resplandecía una inmensa cruz esperaba en el embarcadero. El navegante, extrañamente parecido a un retrato de san Pedro que había visto en el Vaticano, le tendió los brazos y con una sonrisa le invitó a subir.
-Hermano, buen trabajo. He venido a llevarte a casa.
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