jueves, 4 de octubre de 2012

Un encuentro en plena selva


Aquella lluviosa tarde avanzaban entre el monte buscando rezagados cuando una voz le alertó:

 ―Mi Capitán, encontramos a uno.

Un anciano, desnudo y en avanzado estado de desnutrición, estaba tirado en la maleza. Temblando, unía las manos en actitud de súplica mientras el terror se reflejaba en sus ojos. Aníbal se acercó. Era obvio que en este caso no había peligro, que al desgraciado le quedaba poco tiempo de vida.

―Denle un poco de agua y algo de comer. Traigan a Venancio. Necesito que me sirva de intérprete para interrogarlo.

El anciano dijo llamarse Pedro. Al recuperar algo de fuerzas, decidió contarles su historia. El relato de un mundo diferente al que aquel capitán de fría mirada conocía.

―Somos de San Antonio, aunque llevamos rato de no vivir allí. Nos llaman “población en resistencia” sólo porque nos resistimos a morir. Hace años vivíamos tranquilos en las tierras de nuestros abuelos, hasta que un día los ejércitos llegaron. Nunca se aclaró qué los llevó por allá. Dicen que los llamaron unos vecinos. Estaban asustados porque algunos muchachos se habían unido a las guerrillas. Al principio los soldados aparecían de noche para llevarse a los hombres que tenían apuntados en una lista. Al cabo de los días encontrábamos sus cuerpos hechos pedazos a la orilla del camino. Luego comenzaron a matarlos en el mismo pueblo. No imaginás qué agonía vivíamos sólo de pensar que tarde o temprano nos llegaría el turno de aparecer en la lista de los que ustedes llamaban enemigos de la democracia.  ¡Y ni sabíamos la razón!

Pedro se detuvo para recuperar el aliento.

―Nos agarró el pánico cuando nos enteramos que hasta el Monseñor había cerrado la diócesis. Los del ejército decían que los que huyen es porque algo deben. Que el inocente se queda para demostrarlo. Huimos porque sabíamos que a todo el que agarran lo torturan y lo matan. Queríamos irnos a México pero el cerco de los ejércitos nos lo impidió. Hemos vagado años entre el monte, pasando unas privaciones que ni te imaginás. Mirá cómo estamos. Somos puros huesos. Ya ni fuerzas tenemos para enterrar nuestros muertos. Tu gente está equivocada. Nosotros no somos guerrilla. ¿Cómo podemos serlo si ni armas tenemos?

Las lágrimas rodaban por el curtido rostro del hombre.

―No negaré que las guerrillas se metieron en nuestras aldeas, que envenenaron el corazón de los jóvenes. Les calentaron la cabeza para que se enrolaran en esa lucha que ni era suya ni la entendían. Les prometieron un futuro mejor, pero jamás dijeron que por estar provocando relajo, la venganza de los ejércitos se desataría contra nosotros y que ellos no se quedarían a defendernos. A veces pienso que si las cosas van a cambiar ¿Quién quedará para disfrutarlo? Terminamos en medio de una guerra que ustedes dos se traen y que sólo ustedes dos entienden. Ambos dicen que luchan por darnos una vida mejor. Si es así  ¿Por qué nosotros ponemos los muertos? Tatita, ojalá algún día la verdad se abra camino hasta tu corazón.

El moribundo, agotadas sus últimas fuerzas, reclinó la cabeza. Aníbal se dirigió a los que estaban a su alrededor.

Viejo estúpido. Sólo babosadas hablaba. De plano su gente lo abandonó para que no les sirviera de estorbo. Miren arriba. Los zopilotes solo están esperando que nos larguemos para terminar con lo poco que quedaba de él. Tenemos que regresar al campamento antes de que oscurezca. ¡Muévanse huevones!
 
En silencio, la patrulla desapareció entre la bruma.

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