Hace algunos años, en una
sesión con el siquiatra, volví a mi rollo de que “no había tenido papá”. Él me
explicó que en hebreo existen cuatro definiciones para padre, que en algunos
casos todas las llena una persona pero que en otros, los papeles los realizan
personas diferentes. Allí salió a la conversación el tío Beto, un orgulloso quichelense esposo de mi tía
Maruca. Hasta hace tres semanas él no
supo que, para mí, el desempeñó uno de esos importantes roles.
Era raro el domingo que no
pasara, en su camioneta Opel celeste, a recogernos a mi hermano y a mí para
llevarnos a algún lugar junto con sus dos hijos (mis primos Carlos Braulio y
José). Podía ser que fuéramos a un
pedazo de terreno para jugar futbol en un área lejana, la que
hoy es la Avenida de las Américas, o a barranquear detrás de la Plaza Berlín,
el lugar donde ahora vivo. Él no tenía mucho dinero, pero le abundaba la
voluntad y disposición de jalar con todos los patojos. Recuerdo que su casa estaba
abierta para las fiestas (y también cuando no las había). Tal vez es el único
lugar en que siempre éramos bien recibidos, aunque mi tía solo pudiera ofrecernos una taza de
café con pan. Mi mamá le hacía ganas para los traguitos e invariablemente
terminaban peleando. Pleitos de bolo que a la mañana siguiente se habían
olvidado.
Le encantaba estar
arreglando cosas, pero también era “estudiado”.
Con mucho esfuerzo sacó su licenciatura en economía, que no lo sacó de
pobre, pero nos dio un ejemplo de que sí se podía.
Además tenía otra virtud: ¡era
puro rojo!
Cuando aprendí a manejar,
él tuvo la confianza de prestarme la viejita camioneta Opel para que yo
practicara. Esa camioneta Opel que sirvió para acarrear a mis aterrorizadas
primas y tías en la mañana del terremoto cuando se les había caído la casa.
Nadie se lo pidió. La ciudad estaba en ruinas y era casi imposible
transitar, pero él se las ingenió para irlas a buscar y luego manejar hasta la
nuestra.
Con entereza pasó por algo
que todos los padres tememos: enterró a mi primo Carlos Braulio, y no
dudo que sufrió mucho pensando en que mi otro primo corriera el mismo
destino durante la guerra.
Valiente, orgulloso,
servicial, abundarían los adjetivos para describirlo.
Pasaron los años y dejé de
verlos, hasta que hace poco me comentaron que estaba hospitalizado.
Llegué a verlo y conversé con mi primo José. Cuando mi primo se fue, aproveché para
cerrar el círculo y reconocer esa deuda de gratitud que tenía con él por todo
lo que representó en mi vida. Aunque aseguraran que estaba inconsciente , sé que me
escuchó y que no le importó que a pesar de haberse confesado ateo, le haya
deseado con todo mi corazón, que Dios lo recibiera en su seno.
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