lunes, 8 de octubre de 2012

Domingo siete


Como ya se ha vuelto costumbre, en la madrugada estaba deambulando por los oscuros corredores de la casa. Desde que escuché la historia de la dama de rosa que ronda por esos mismos lugares, me asalta la morbosa inquietud de ignorar qué haré el día cuando coincidamos en tiempo y espacio. Estaba escrito que no sería hoy.

Dos temas abarcaban mi agenda del día, que se volvieron tres cuando caí en cuenta que era domingo siete. La tan temida fecha que me recordaba el accidente de aquel lejano domingo de ramos cuando faltaban pocas semanas para que mi hermano naciera y que nos dejó más golpeados que el nazareno cuyos sufrimientos íbamos a recrear a su paso por las estrechas callejuelas de los barrios de la Candelaria.

Retomando el hilo de mis preocupaciones, el mayor reto que se me presentaba era ponerme de acuerdo con mi pierna derecha, que desde hacía tres días decidió declararse en huelga y con una obstinación digna de mejores causas,  mostraba su rebeldía provocándome un dolor, que motiva las sonrisas en mi esposa por el drama que se refleja en mi cara, pero que duele más en el ego, mis lectores masculinos entenderán la razón. Con más optimismo que ganas, calculé que llegaría a una tregua con mi pierna para poder ver otras en mejores condiciones, me refiero al clásico del futbol español.

Perdonen damas, de sobra conozco esos gestos, reconozco que ustedes no pueden penetrar a esa parte de nuestro cerebro, supongo que muy cercana al bulbo raquídeo, que se activa cuando veintidós gladiadores disputan una pelota con el único afán de introducirla en una red situada al extremo de un rectángulo de cien metros de largo. Pocas de ustedes habrán sentido su corazón latir a la velocidad de ese balón cuando viaja por los aires, a menudo desafiando las leyes de la física, para alcanzar el objetivo. Jamás entenderán la excelsitud de este arte que paraliza, literalmente, a medio mundo, nos hace olvidar los cotidianos problemas y dispara los niveles de consumo de alcohol y cigarrillos. No pregunten la lógica, simplemente es así, es parte de los rituales que nos entretienen en este contaminado globo que vaga por el espacio llevándonos como incómodos pasajeros.

El gran problema, que desde hace más de dos años enfrentamos en la familia es ¿en dónde podremos ver el partido? Somos de esa mayoría que no cuenta con la señal directa en casa y debe salir a buscar un restaurante para disfrutar del espectáculo. Los ojos de mi hijo brillaron cuando le pregunté si quería que fuéramos a ver el juego. Minutos después ya estaba con la camisola de nuestro equipo puesta. Esa es otra parte importante del ritual. La camisola te identifica con tu tribu. Sus colores se impregnan en tu piel. Te da un sentido de pertenencia. La pierna no entendía estas razones. Ella quería quedarse en casa, pero ya había abierto la boca, así que no le quedó más que acompañarnos.

La zona viva estaba más viva que nunca. Veías carros por doquier, vendedores ambulantes ofreciendo camisolas, bufandas, banderas y cualquier otro recuerdo de tu equipo. Una amiga (pobre mortal que no ha sido contagiada por el virus del futbol) dijo una vez, con ese aire de superioridad que les inyectan en las aulas de una universidad cercana, que somos tan insignificantes que tomamos como propia una contienda deportiva que se está librando a miles de kilómetros. Las palabras de esa amiga me recordaron a mi pierna, ojalá existiera alguna manera de cambiarlas...

Me la jugué a los seguro. Ese restaurante español que pareciera ser el más grande del mundo porque nunca se llena. Además, como buen aficionado, tengo una cábala. Mi equipo nunca ha perdido cuando lo he visto jugar allí. Hoy era fundamental. El equipo de mis amores parecía un hospital en las Ardenas durante la primera guerra mundial. Tal vez por eso mi pierna, aplicando la lógica que reside en las neuronas del muslo, insistía que era una batalla perdida. Gustara o no, las cartas estaban echadas. Era mi pierna contra la cábala del restaurante español.

Mi ángel guardián encarnado en don Chepe, aquel mesero que me conoce desde hace varios años, intuyó esas angustias existenciales que me abrumaban y decidió ahogarlas en cerveza. Bendito sea. Hasta mi pierna estuvo de acuerdo que así valía la pena acompañarme. Ese líquido frío, de reflejos dorados, sacaría de lo profundo de mis pensamientos una sabiduría futbolística que ni mi pierna ni yo sabíamos que existía.

Compartiríamos con tres grupos esos noventa minutos. Había aficionados de ambos equipos, pero los nuestros eran más, como dicen algunos, tal vez no éramos machos pero éramos muchos.

En la cancha comenzaron a revelarse las estrategias de ambos técnicos, que fieles a sus estilos de juego, buscaban aprovechar cualquier error del rival. Los primeros minutos fueron de sufrimiento, no parecía que los nuestros fueran locales, horrorizado veía como una avalancha blanca nos abrumaba, parecía ser solo cuestión de tiempo para que nuestra portería perdiera la virginidad. Para nuestra mala fortuna, el profanador fue ese número siete tan odiado por un verdadero fan de los nuestros.   

-Domingo siete.

Pareció llegarme el mensaje por debajo de la mesa. Hasta entonces recordé que si bien la pierna no podía ver el partido, lo estaba escuchando. Me preparé para el resto del sermón:

-¿Ya ves que te lo dije?

Dos ángeles llegaron al mismo tiempo, el que me llenó el vaso y el que empató el partido. Esa sincronización abrumó hasta a mi pierna que prefirió ignorarme.  Mi hijo, con esa sabiduría cibernética que ahora traen las nuevas generaciones, veía el partido, comía una deliciosa paella, opinaba sobre las jugadas y chateaba por su celular. Se notaba que la estaba gozando, sobre todo cuando la jovencita de diminutos pantaloncillos, que estaba sentada enfrente, se paraba sobre su silla para alentar a su equipo. Creo que en esos momentos a él no le importaba que ella fuera fan de los rivales. Nuestro crack hizo de las suyas de nuevo. Metió uno de esos goles que quedan grabados en la memoria y que algún día mi hijo le contará a sus nietos. Poco nos duró la alegría, el terminator rival volvió a empatar las acciones.

Los últimos minutos fueron de infarto. La pelota, lanzada por uno de nuestros debutantes, pegó en el marco de los oponentes. Luego se nos escapó otra oportunidad. El pitazo del árbitro puso final a las acciones. Los jugadores, al borde del agotamiento, se abrazaron. Los de camisola blanca se veían más contentos, se habían salvado de perder en cancha ajena. Las cámaras enfocaban la cara de angustia del terminator rival, más tarde me enteraría que se luxó el hombro.

El mundo comenzó a girar de nuevo, mi pierna hizo un ligero intento de reiniciar sus protestas, me da la impresión que ahora quería quedarse, pero le demostré quien mandaba y la obligué a regresar conmigo. Salimos del restaurante orgullosos de la camisola que llevábamos puesta. Orgullosos de haber visto una excelente demostración de nuestro deporte favorito. Estas oportunidades en la vida son irrepetibles, parecían decir nuestros rostros. Fue maravilloso compartir con mi hijo ese inolvidable momento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario