domingo, 13 de junio de 2010

Ajuste de cuentas



Acabo de llegar a un edificio que parece una torre de cristal. No sé de dónde vengo ni tengo claro por qué estoy aquí. Hay mucho movimiento. Los ascensores son pequeños y van atestados. Logro colarme en uno que va para arriba. Me llama la atención que un señor de mediana edad, delgado, bajito, con anteojos y bigote bien recortado, protesta enérgicamente. Parece que lo llevaran a la fuerza. El resto, absortos en nuestros pensamientos, lo ignoramos. Llego al piso de mi destino. Bajo y me dirijo a la recepción. Allá me encuentro con una señora mal encarada (estará en la frontera entre los 30s y los 40s, es blanca y tiende a la obesidad). Ni siquiera me dirige la palabra.

Ahora estoy en un cubículo. Es un espacio pequeño pero cómodo. Tiene una linda vista. El cielo está despejado. La vista se pierde hasta el horizonte. Contario a lo que estoy acostumbrado, acá no hay volcanes. Todo se ve limpio, aséptico. Parece una clínica. Me aburro. Como no tengo algo concreto que hacer, decido salir a caminar. Salgo por la puerta principal. Al pasar por un estacionamiento veo a la señora mal encarada dentro de una Van. Tiene un bebé en brazos. Parece estarlo forzando a algo. La veo con una jeringa en la mano. Le está inyectando un líquido, parece sangre. El bebé comienza a convulsionar. A pesar de lo terrible que parece la escena, yo sigo de largo.

Todos los autos van en la misma dirección en la calle, en medio hay un arriate. Me pongo a caminar por el arriate, siguiendo la dirección de los autos. El arriate se nota descuidado, apenas tiene grama en algunos sectores, en otros se ve la tierra seca. Una que otra flor silvestre hace un vano intento de sobrevivir. Camino un largo trecho hasta que el camino termina de manera abrupta. A continuación sólo se ve un gran lodazal sin ninguna señal de vida (nada de personas, animales o plantas, sólo un inmenso mar de lodo). Me detengo justo en la orilla. Temo mancharme. De pronto noto que algo se mueve al fondo. ¡Es la señora mal encarada que está hundiéndose allí! En mi interior me alegro de que le pase.
Doy la vuelta y regreso al edificio.

Cuando estoy por cruzar en dirección al lobby, veo a cuatro personas. Todos son conocidos, pero dos no recuerdo quienes eran. Los otros dos fueron mis compañeros de colegio. José aún vive. El otro, Estuardo, falleció en un accidente al poco tiempo de haber sido expulsado del Colegio –le sorprendieron fumando marihuana-. Corrió el rumor que yo lo había delatado. Cuando Estuardo ve que me acerco, me voltea la espalda. Veo la oportunidad de darle mi versión. Siento una inexplicable necesidad de disculparme con él, que me perdone. La angustia y su indiferencia me llevan a llorar. Él se voltea y me abraza. Entre sollozos me dice que ni idea tengo de todo lo que él ha sufrido en estos años.

Los otros personajes se desvanecen. En la escena sólo quedamos él y yo. Estamos suspendidos en el aire, en una especie de puente de cristal, conversando y consolándonos mutuamente.
Me siento en paz.

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