miércoles, 16 de junio de 2010

La leyenda del atentado



I
El tal Juanito siempre me pareció medio raro. Eso de andar por el parque arrastrando una correa no es de gente normal.
-Comadre, no lo juzgue. El pobrecito estaba condenado desde que nació. Recuerde como era la nana. Sólo un chiflado se pudo haber metido con ella.
-Tiene razón. Pero ahora, a causa de sus malos pasos, todos en el pueblo vamos a pagar las consecuencias.
-Y qué le vamos a hacer. Todos tenemos parte de culpa. Debimos frenarlo cuando aún era tiempo. Si supiera la cantidad de veces que fui con el jefe municipal a decirle “Coronel, será mejor que encierren al Juanito”. ¿Le he contado cómo reaccionaba? Se reía de mí. Ahora, arrepentido ha de estar.
(Sobre la mesa, la bandeja de chiles pimientos, la olla repleta de carne molida mezclada con zanahorias y papas, como las docenas de huevos, aguardaban a que las dos robustas mujeres terminaran de comentar el suceso que había conmovido al pueblo.)
-¿Cree que lo dejarán preso?
-Que Dios la oiga. Mi abuelo contaba que hace muchos años hubo en el pueblo otro como él. Lo creían inofensivo hasta que un día mató a garrotazos a la dueña de la panadería y a sus dos hijos. Espero que las autoridades recuerden eso. Voy a asegurarle algo. Tal vez hoy no logró su objetivo, pero la próxima vez no fallará.
-Ay comadre, ya me metió miedo. Voy a confesarle algo. A mi el Juanito me da lástima. ¿Se ha fijado que tiene unos ojos y una boquita bien chulos?
-Cuidado comadre. Recuerde que los espíritus malignos se ganan a la gente. Dios nos libre y usted se termina enredando con ese muchachito.
-¡Ave María purísima! ¿Cómo va a creer eso? Si hasta mi hijo podría ser.
-¡Ja! Vaya con ese cuento a otro lado. En estos quince años que lleva de viuda no va a negarme que a veces el cuerpo pide consuelo.
-¡Comadre!
-No se enoje. Si se lo digo es porque usted todavía se ve bien galana. Además, no se pondría esos escotes si no estuviera buscando algo.
-¿Qué quiere que le conteste? Tiene razón. ¡A veces me agarran unas calenturas! Pero cuando me vienen recuerdo el juramento que le hice al Esteban antes de entregarlo a nuestra madre tierra, “mi negro, juro que te seré fiel hasta la muerte”. Entonces me echo unos guacalazos de agua helada y rezo el rosario rogándole a Nuestro Señor Jesucristo que me de fuerzas para aguantar las tentaciones.
-¡Comadre! ¿Ya vio qué hora es? Mejor nos apuramos. Apenas llevamos una docena de chiles… a ese paso nunca vamos a terminar.

II
Encerrado en un improvisado despacho en el sótano del palacio municipal, Albino Zelaya, jefe de seguridad de la presidencia, rumiaba su preocupación.
Me tiene arralado eso de que el general se niegue a darme audiencia. Sólo ha querido recibir a la Andrea y al Haroldo. ¡Que culazo es esa uruguaya! Es más viva que un gato vivo. Se ha estado hueveando un dineral sin que nadie le diga nada. El General se hace el loco, porque cada noche le saca las calenturas. Igual que lo hace de día con otro montón de cerotes. A quien le tengo más respeto es al Haroldo. ¡Qué poder tiene ese desgraciado! Ninguna decisión importante se toma sin su consentimiento. Y no tiene escrúpulos para despacharse a los que se oponen a sus planes.>
Del techo pendía un bombillo presa de constantes desvanecimientos. Sobre el escritorio descansaban dos botellas de aguardiente casi vacías. El cadencioso tictac de un reloj acompañaba la agitada respiración del hombre, moreno y fornido, que sudaba a mares.

El rechinido de la puerta le provocó un sobresalto.
-Mi comandante. Siento informarle que el reo se nos fue.
-¡Me lleva la chingada! Ahora ¿a quién le echaremos la culpa del atentado?


III
La preocupación se dibujaba en el rostro de aquella hermosa mujer de ojos violáceos, nacarada piel y voluptuosas formas, apenas cubiertas por una traslúcida bata.
-No alcancé a ver el atentado. Dicen que le atravesaron algo para hacerle caer. Sentí alivio cuando escuché el rumor de que había muerto. Ya me convencí de que sólo así me libraré de él. Luego, de pronto, me sentí desamparada. Gracias a Dios esto no pasó de un susto pero estoy segura que cuando él desaparezca, los que me odian buscarán cómo desquitarse de mí. A menos que Peláez sea su sucesor.
Que lejos estaban aquellos días cuando, a cambio de un trago para engañar su vacío existencial, entregaba su cuerpo recién emergido del capullo de la adolescencia. Ahora era la mujer más poderosa de ese ridículo reino bananero, repleto de amansados súbditos que nada escuchaban, nada veían y a todo callaban. Su pasaporte indicaba treinta y siete años. Las malas lenguas aseguraban que llevaba por lo menos una década más de aventurero recorrido cuidadosamente diluido con hábiles cirugías.
Andrea caminó hasta el balcón de la habitación del hotel. Desde allí observó el lugar del atentado. Allí, varias personas seguían comentando el suceso.
-Tanto que me he esmerado por complacer a Peláez en la cama. Aunque con él enfrento dos problemas. Está casado y es un completo idiota. No me preocupa lo primero, pero lo otro… Llegó a comandante del ejército precisamente por eso. De lo contrario Federico hace rato que lo hubiera quitado de su camino. El gordito tiene las mismas respuestas para todo: “Lo que usted ordene mi general” y “Lo que tú digas mi reina.” No. Por mucho que lo desee, no será él el elegido. Al pobre tipo nadie lo respeta. Cuando Federico desaparezca… Saldaña tomará el poder ¡Que tipo tan repugnante! Podré tener malos ratos pero no malos gustos. Con él no me meto ni aunque me dieran todo el oro que guardan en el Banco Central. Aunque tal vez por algo así estaría dispuesta a considerarlo. ¡Ay no! ¡Qué asco! Me temo que pronto tendré que poner tierra de por medio, porque en este lugar el peligro me acecha por todos lados.


IV
El escuálido Haroldo Saldaña, Secretario de Seguridad del Gobierno, vistiendo un ajado traje negro y protegiendo sus diminutos ojos con unos lentes redondos de gruesa armazón, estaba en una habitación cercana a la de Andrea.
Un torbellino de pensamientos le impulsaba a caminar como fiera enjaulada.
<¿Convendrá seguir con el cuento del atentado o no? Parecía una buena opción para ganar tiempo, pero tengo que pensar en otras. El estúpido de Albino sólo logró capturar a un idiota que paseaba por el parque y que es el hazmerreír del pueblo. También descarté la idea de acusar a los subversivos. Les haríamos una innecesaria propaganda. ¿Será Albino el que organizó esto? No lo creo. No se hubiera atrevido solo. ¿Estará aliado con Peláez? Imposible. Al gordinflón le faltan los huevos para meterse en algo así. A menos que alguien lo hubiera convencido de hacerlo para alcanzar el poder, y esa sólo puede ser… ¡Andrea! ¡Puta maldita! Hace mucho debió desaparecer de mi vista. El general está tan embobado con ella que no me he querido exponer quitándola del camino. Esa ramera, con tal de asegurar su posición, se ha acostado con todos… menos conmigo. A mí sólo me ha obsequiado indiferencia. Ni imagina que yo podría regalarle la luna y las estrellas a cambio de unas migajas de su amor. ¡La odio! Algún día descubrirá lo que estaba cultivando con sus desprecios. Cuando ya no tenga la protección del general y venga de rodillas implorando misericordia, la obligaré a besarme los pies. Luego tendré el placer de estrangularla con mis propias manos. Se despedirá de este mundo llevándose grabada la imagen del que realmente mandaba aquí y arrepentida de haberme tratado como basura.
Sigo sospechando que esto no fue un accidente. Si ese Juanito fuera menos estúpido ya lo hubiéramos obligado a confesar que estaba cumpliendo las órdenes de otros. Eso me hubiera permitido armar una trama para quitar de en medio a mis enemigos. Pero ni con esa esperanza cuento. Sólo ha mencionando a un tal Duque. Estoy seguro que es el seudónimo de su contacto o alguna señal para que lleguen a rescatarlo.>
Sus reflexiones se vieron interrumpidas por voces y carreras en la calle. Al abrir el balcón vio que mucha gente se dirigía a la cárcel.


V
-Miren muchá, si es una broma les prometo que van a arrepentirse.
-Te juro Gato que es cierto. Adán, uno de los nuestros, estaba visitando a su familia y fue testigo del asunto.
-¿Y por qué putas ningún medio ha dado la noticia?
-Vos sabés que el gobierno los tiene controlados.
-Decile a ese Adán que venga.
Casi de inmediato un jovencito de profundos ojos negros, que aparentaba unos diecisiete años y cuyo esquelético cuerpo desaparecía en la inmensidad del uniforme verde olivo, se asomó a la puerta del rancho.
-Ordene comandante.
-Compañero, cuénteme qué pasó con el general.
-Si señor. Estaba de franco y decidí visitar a mis padres, justo en el día cuando el señor presidente… perdón señor, el odiado dictador, pasaría por el pueblo. Sinceramente no vi el accidente porque estaba algo lejos. Sólo sé que se cayó de la moto cuando estaba atravesando el parque. Lo levantaron medio inconsciente, con la cara toda ensangrentada, y de inmediato lo llevaron al hospital. Entiendo que sigue allí.
-¿Sabe si tomaron alguna represalia contra la población?
-No señor. Aunque me contaron que capturaron a un pobre diablo. Dicen que es el principal sospechoso.
-Gracias compañero. Puede retirarse.
-¡A la orden mi comandante!
El otrora capitán de infantería Augusto Escudero encendió un cigarrillo, reflexionó unos minutos, y llamó a los miembros de su estado mayor.
-He decidido emitir un comunicado haciéndonos responsables por el atentado contra el dictador.
-¿Te has vuelto loco? Ni siquiera sabemos si en realidad fue un atentado. En cuanto se entere, el ejército lanzará una ofensiva contra nosotros.
-Precisamente eso quiero provocar.
Los demás le miraron asombrados.
-Levantaremos el campamento y antes del amanecer habremos cruzado la frontera. Cuando el ejército ataque, ni sombras encontrarán de nosotros.
-Entonces matarán a los que viven acá… Masacrarán a gente inocente…
-¿Qué quieren que haga? Así es como funcionan estas cosas. El fuego de la revolución se alimenta con las víctimas de la represión. En su sangre, sangre de mártires, mojaremos los estandartes de nuestra lucha. Estoy seguro que el ataque del ejército terminará con las dudas de los demás pueblos y se nos unirán. Cuando triunfemos, levantaremos acá un santuario para recordar el sacrificio de nuestros amados compañeros.
El comandante se puso de pie y comenzó a preparar su armamento.
-Queda poco tiempo. Quiero que partamos en media hora. Voy a dictar el boletín. Búsquenme a Arturo.
-¿Me llamaste Gato?
-Sí vos, por favor tomá nota:
“El heroico frente guerrillero Ernesto Guevara a los compañeros proletarios del mundo orgullosamente informa que, luego de una ardua tarea de inteligencia, logró infiltrar los organismos de seguridad de la tiranía y montó un operativo de justicia revolucionaria contra el dictador, el cual fue consumado hoy…”


VI
A menos que le de una explicación clara y convincente, pagaré con mi pellejo el descuido.>
El alcaide, con mano temblorosa, abrió la puerta del pequeño despacho y se dirigió a las celdas.
O el pueblo era muy pequeño, o las noticias corrían muy rápido, porque en su camino hacia el lugar que albergaba a Juanito, se encontró con Albino y con el padre Granados, párroco del pueblo. Apenas cruzaron un escueto saludo. Llegaron a su destino y los guardias les franquearon el paso. Las sorprendidas miradas de los tres se dirigieron al piso de la celda. El sacerdote se persignó y comenzó una oración.


VII
Dos meses después

-Lo siento mi coronel pero esto se ha vuelto insoportable. Vengo a presentarle mi renuncia si no, terminaré volviéndome loco. Con la de anoche van ya tres veces que me sucede. La primera vez callé. Había estado bebiendo y pensé que había sido fruto de mi imaginación. La segunda estaba reponiéndome de una gripe y, como todavía tenía mucha fiebre, pensé que había sido una alucinación. Pero anoche… Anoche estaba completamente sobrio y completamente sano.
El jefe municipal, un hombre en cuyo moreno semblante se reflejaban los excesos cometidos en su vida, echó la silla hacia atrás y colocando las manos sobre la barriga, esbozó una sonrisa burlona.
-Cálmese Eliseo. Cuénteme lo que pasó.
-Disculpe señor pero no me atrevo a hacerlo. Sólo de recordarlo se me pone la piel de gallina. Allí sucede algo sobrenatural. Le suplico que me deje largarme.
-¡No me diga que usted también cree en ese cuento del Juanito y su perro!
El semblante del guardián del parque se transformó. Los ojos parecían a punto de salírsele de sus órbitas. Tomó su sombrero y se abalanzó contra la puerta.
-¡Yo me voy! ¡Este pueblo está maldito!
-¡Eliseo! ¡Eliseo deténgase! ¡Es una orden!
El aterrorizado hombre salió corriendo del despacho. Segundos después se escuchó un chirrido de frenos, un golpe seco y un inconfundible grito de agonía.


VIII
El atentado y sus secuelas

Todos los días Juanito el simple paseaba por el parque. Las chismosas del pueblo sonreían burlonas al verlo arrastrar una raída correa. No alcanzaban a comprender lo que Juanito intentaba explicarles en su indescifrable lenguaje: Estaba paseando a Duque, su perro era invisible.
Ese mediodía una noticia había alterado la apacible vida del pueblo:
¡El dictador pasaría por allí en su visita al Santuario de la Virgen Negra!

Era una mañana soleada y los vecinos esperaban en las aceras para vitorear el paso del “protector de la patria”. El general atravesaba la calle que dividía el parque cuando perdió el control de su Harley y rodó por el suelo. Parecía un accidente pero un rumor comenzó a ser propagado por las chismosas del pueblo:
¡Había sido un atentado y el responsable era el Juanito!

El Juanito, descalzo, mugriento, con su eterna sonrisa desdentada y sus agujereados pantalones que ni siquiera alcanzaban a cubrirle los tobillos, paseaba por el parque arrastrando su correa cuando dos malencarados policías lo detuvieron. Fue a dar a la cárcel acusado de atentar contra la vida del presidente.
Su estadía en prisión no pasó de una noche. Al siguiente amanecer los guardias encontraron su frío cuerpecito acurrucado en una esquina de la celda.

Algo inexplicable ocurre desde entonces en aquel poblado de sinuosas callejuelas y casas de adobe y teja, que reposa al pie de dos majestuosos volcanes: Cada vez que un aterrado vecino asegura que ha visto a una figura espectral paseándose por los senderos del parque acompañado de un enorme perro blanco…
A los pocos días fallece una de las chismosas del pueblo.

domingo, 13 de junio de 2010

Las abejas



Entre los vecinos corría un rumor. Que ese hombre de pocas palabras, quien paseaba por las tardes a su hijo minusválido, cargaba sobre su conciencia las consecuencias de su pasado. Algo que no era raro en este país en dónde cada tanto, desde tiempos inmemoriales, las tierras se abonaban con sangre humana.

El general Gallardo lo sabía, y no porque se lo hubieran contado. Lo sabía porque él había participado en ello. Gracias a su papel en la historia reciente había logrado bajar la intensidad de la matanza puesto que “los objetivos estratégicos se habían alcanzado”. Graduado de Harvard, y con evidentes aspiraciones políticas, estaba dedicado a perpetuar su legado, dejando plasmada por escrito su interpretación de los acontecimientos de las últimas décadas.

Gallardo era un hombre moreno y fornido, de áspera voz y tajantes modales, que sin proceder de noble cuna, había alcanzado la cúspide dentro del ejército gracias a su dedicación al estudio y a sus pocos escrúpulos. Además era un consumado artista en el arte de la mimetización. Por años había ido puliendo una imagen de hombre culto y de gran apertura mental, todo lo contrario al prototipo de matón uniformado que caracterizaba al militar de la nación. Ni su esposa estaba segura de conocer al hombre con el que compartía el lecho.

Su hermana recordaba sus humildes orígenes en el altiplano del país (precisamente la región más castigada durante la guerra) y la ambición que brillaba en los ojos de Gallardo cuando les comunicó que viajaría a la capital para ingresar a la academia militar. -Poco supimos luego de él- comentaba esa mujer que a duras penas sacaba adelante a su familia y a quien, era un secreto a voces, su exitoso hermano le había vuelto la espalda.

-Es un maldito aprovechado- afirmaba aquel oficial que había sido obligado a dejar el ejército luego de un fallido golpe de estado, uno de los muchos abortados por Gallardo, según se decía, porque no encajaban en sus planes personales.

-Gracias a él se ha preservado la democracia en este país- declaraba con pasión el joven presidente, cuyos excesos habían puesto en peligro la institucionalidad, misma que ferozmente custodiaba Gallardo.

-Nadie podía mover un dedo sin que él lo supiera- balbuceaba la monja estadounidense, enjugándose los ojos, mientras narraba el infierno de violaciones y torturas que había sufrido a manos de los hombres de inteligencia militar.

-En cuanto llegó a ministro, Gallardo ordenó que destruyeran todos los papeles que le incriminaban en las masacres. Ningún rastro quedó de lo que sucedía en la base militar de San José cuando él era el comandante. Ese era un centro de operaciones de contra-insurgencia. Si hay algo que le admiro, es la manera cómo ha sabido aprovecharse de las situaciones para ir escalando. Pocos saben que ha sido una escalera hecha de cadáveres…- terminó diciendo el informante, antes de levantarse y desaparecer entre la niebla que cubría las calles de la ciudad.

-Me siento orgulloso de haber cumplido con mi deber de soldado- manifestó más de una vez a los periodistas que le entrevistaban.
-Nosotros luchábamos por defender a la patria de una invasión. La invasión de una doctrina extranjera. Actuábamos siguiendo el mandato que nos daba la Constitución. Ellos estaban fuera de la ley y por lo tanto no merecían el calificativo de combatientes, ni podían acogerse a la Convención de Ginebra- afirmó en una conferencia en Harvard.

Se retiró del Ejército con todos los honores y se preparó para competir por la presidencia. Tremenda decepción se llevó cuando el conteo posterior a los comicios le demostró que sus ideas no habían conmovido a los electores. Se tragó su orgullo, decidió analizar lo sucedido y prepararse para la próxima elección. Esa fue la segunda frustración en su vida. La primera, sólo sus allegados la conocían.

Como todos los militares que se respetan, desde joven él soñaba con tener un heredero que continuara la dinastía. Cuando Ricardo vino al mundo una jugarreta del destino le obligó a cambiar de planes. Su muchacho no llegó a caminar, es más sufría una parálisis cerebral parcial que limitó su desarrollo. Gallardo tomó la situación como una prueba más. Por él compró la granja fuera de la ciudad. A Ricardo, que en otras circunstancias estaría sacando una maestría en el exterior, le beneficiaba el aire puro y la tranquilidad del campo.
Por las mañanas lo sacaba al jardín; lo dejaba a solas para que se distrajera con las flores, los pajarillos y las mariposas que visitaban el lugar. Él, mientras tanto, se dedicaba a escribir el segundo tomo de su historia del país. Ocasionalmente levantaba la vista para observar la figura, encorvada e inmóvil sobre la silla y hasta parecía que los ojos se le nublaban.

Esa mañana parecía otra más, excepto por dos cosas.
Extrañamente, ningún pajarillo había llegado a refrescarse a la fuente. La otra, que contrario a lo que había ocurrido por años, los pensamientos de Gallardo se rebelaban. Él estaba escribiendo sobre el respeto a los derechos humanos que, según su versión, el ejército había guardado durante el conflicto. Pero otros recuerdos afirmaban lo contrario. Recuerdos de campesinos brutalmente asesinados a machetazos “para no malgastar municiones”. Recuerdos de padres que inútilmente trataban de defender a sus indefensos hijos del ataque de los militares. Recuerdos de gente clamando por misericordia. Recuerdos de fosas a las que eran arrojados, sin diferenciarlos, los muertos y los vivos para luego ser consumidos por el fuego…
Sus manos temblaban. Parecían haber cobrado vida. Se negaban a seguir manchando el papel con mentiras. Sudaba frío, el corazón parecía querer salírsele del pecho. Su mirada buscó a Ricardo. Una nube gris parecía rodearlo. Gallardo frunció el ceño y se levantó. ¿Qué era eso? De pronto gritó
-¡Hijo!
Corrió atropelladamente a su encuentro.

Miles de abejas lo rodeaban. Sólo detenían su frenético vuelo para dejarse caer en picada y clavar sus aguijones. Ricardo se convulsionaba mientras abría la boca en un inútil intento de pedir auxilio. Gallardo llegó hasta él. Lo abrazó. Intentó poner su fornido cuerpo como escudo entre los enfurecidos insectos y su hijo. Inmediatamente comenzó a sentir los alfileretazos en la espalda, el cuello, las manos. Gritó pidiendo auxilio, misericordia, que alguien se apiadara de ellos. Pero el ataque no cesó. Sus piernas se aflojaron y rodó con su hijo. Cayeron en una zanja abierta para construir una piscina. Quedó boca arriba, terriblemente desfigurado por la tortura.
El sol brillaba. El cielo lucía un radiante color celese.
En sus últimos momentos comprobó que era cierto aquello de que la vida de una persona desfila ante sus ojos como en una película. Pero en su caso, alguien puso el rollo equivocado.
Porque lo último que acudió a su mente fueron recuerdos. Recuerdos de campesinos brutalmente asesinados a machetazos. Recuerdos de padres que inútilmente trataban de defender a sus indefensos hijos del ataque de los militares. Recuerdos de gente clamando por misericordia. Recuerdos de fosas a las que eran arrojados, sin diferenciarlos, los muertos y los vivos…

El enjambre se alejó con rumbo hacia aquellas montañas que desde tiempos inmemoriales eran abonadas con sangre humana.

Ajuste de cuentas



Acabo de llegar a un edificio que parece una torre de cristal. No sé de dónde vengo ni tengo claro por qué estoy aquí. Hay mucho movimiento. Los ascensores son pequeños y van atestados. Logro colarme en uno que va para arriba. Me llama la atención que un señor de mediana edad, delgado, bajito, con anteojos y bigote bien recortado, protesta enérgicamente. Parece que lo llevaran a la fuerza. El resto, absortos en nuestros pensamientos, lo ignoramos. Llego al piso de mi destino. Bajo y me dirijo a la recepción. Allá me encuentro con una señora mal encarada (estará en la frontera entre los 30s y los 40s, es blanca y tiende a la obesidad). Ni siquiera me dirige la palabra.

Ahora estoy en un cubículo. Es un espacio pequeño pero cómodo. Tiene una linda vista. El cielo está despejado. La vista se pierde hasta el horizonte. Contario a lo que estoy acostumbrado, acá no hay volcanes. Todo se ve limpio, aséptico. Parece una clínica. Me aburro. Como no tengo algo concreto que hacer, decido salir a caminar. Salgo por la puerta principal. Al pasar por un estacionamiento veo a la señora mal encarada dentro de una Van. Tiene un bebé en brazos. Parece estarlo forzando a algo. La veo con una jeringa en la mano. Le está inyectando un líquido, parece sangre. El bebé comienza a convulsionar. A pesar de lo terrible que parece la escena, yo sigo de largo.

Todos los autos van en la misma dirección en la calle, en medio hay un arriate. Me pongo a caminar por el arriate, siguiendo la dirección de los autos. El arriate se nota descuidado, apenas tiene grama en algunos sectores, en otros se ve la tierra seca. Una que otra flor silvestre hace un vano intento de sobrevivir. Camino un largo trecho hasta que el camino termina de manera abrupta. A continuación sólo se ve un gran lodazal sin ninguna señal de vida (nada de personas, animales o plantas, sólo un inmenso mar de lodo). Me detengo justo en la orilla. Temo mancharme. De pronto noto que algo se mueve al fondo. ¡Es la señora mal encarada que está hundiéndose allí! En mi interior me alegro de que le pase.
Doy la vuelta y regreso al edificio.

Cuando estoy por cruzar en dirección al lobby, veo a cuatro personas. Todos son conocidos, pero dos no recuerdo quienes eran. Los otros dos fueron mis compañeros de colegio. José aún vive. El otro, Estuardo, falleció en un accidente al poco tiempo de haber sido expulsado del Colegio –le sorprendieron fumando marihuana-. Corrió el rumor que yo lo había delatado. Cuando Estuardo ve que me acerco, me voltea la espalda. Veo la oportunidad de darle mi versión. Siento una inexplicable necesidad de disculparme con él, que me perdone. La angustia y su indiferencia me llevan a llorar. Él se voltea y me abraza. Entre sollozos me dice que ni idea tengo de todo lo que él ha sufrido en estos años.

Los otros personajes se desvanecen. En la escena sólo quedamos él y yo. Estamos suspendidos en el aire, en una especie de puente de cristal, conversando y consolándonos mutuamente.
Me siento en paz.

sábado, 12 de junio de 2010

Sweet Caroline



Sweet Caroline
Good times never seemed so good


Dulce Carolina.
Llegaste en el despertar de mi vida,
te marchaste antes de que comenzara el ocaso.
Gracias a ti conocí el infierno y el éxtasis
El verdadero significado de amar.
Amar sin esperar ser correspondido.
Amar y sentirme vivo

Siempre te recordaré como aquella bella joven, de ojos color miel,
que cada vez que me sonreía con ternura
rompía pedazo a pedazo mi iluso corazón.

Llámame, si quieres, loco
Porque gracias a esa locura,
casi medio siglo después
este amor imposible permanece inmaculado, perfecto, completo.

Como alguna vez escribí,
Tu eres la razón por la que me he negado a escribir mis memorias
de aquellos inolvidables días en la Universidad
Porque si te excluyo de ellas
No quedaría nada, nada que valiera la pena recordar.

Angelito: Mi alfa y mi omega
Gracias por esos momentos maravillosos que compartimos
Gracias porque de la hoguera de este amor que no llegó a realizarse,
resurgió como un ave fenix,
esta conciencia que me llevó a conectarme con la raíz de mi ser.

Utopia



María se levantó cuando los primeros rayos del sol comenzaban a calentar la tierra. Su amado José aún dormía. Ella sonrió al recordar la pasión de la noche anterior. Con la mirada recorrió el rancho, que aunque pequeño, llenaba las necesidades de ellos y sus dos niños. Gracias a Dios tenían un techo que los protegía del agua y del viento. Afuera los pájaros cantaban ocultos entre los árboles. Era un día hermoso.
María fue a la cocina, encendió la leña y comenzó a preparar el desayuno.

La lengua, húmeda y pegajosa, que recorría su rostro, la volvió de golpe a su soledad. Ahuyentó al famélico perro y en la penumbra del amanecer divisó cientos de bultos que comenzaban a prepararse para otra jornada de penurias.
Llovía y el frío le calaba hasta los huesos.
El grifo de sus ojos se abrió y entre gemidos recordó que lo único que había rescatado de la persecución de los pintos era la vida. Todo lo demás se había perdido.
Todo.
Y mientras envolvía los restos de dos tortillas tiesas, se preguntaba ¿por qué Dios no había dejado que ella también partiera con José y con sus hijos? ¿Por qué precisamente el día en que el ejército incursionó, ella se encontraba en el otro pueblo visitando a su comadre?
¿Por qué?

Golondrina



Cuántas veces me debatí en la incertidumbre de ignorar si regresarías a mí.

Cuántas veces borré tu número, como que si al hacerlo, se desvanecerían los recuerdos tuyos tatuados en mi corazón.

Cuántas veces, al volver a escuchar tu voz, me dije -déjala, ella no es para ti-
Y cuántas veces, cuando volvía a tenerte entre mis brazos,
y me deleitaba con la dulzura de tus besos,
daba gracias a Dios por haber vuelto a caer.

Eras mi golondrina;
la que luego de volar a saber qué lejanas y peligrosas tierras,
regresabas agotada y sedienta
buscando el cálido nido de mi lecho.

Aún hoy, que la lógica me estrella contra la realidad de tu partida final,
mi desvariada razón me dice que debo conservar la esperanza.

Que un día abriré los ojos,
y volveras a iluminarme con tu maravillosa sonrisa.
Que cuando llegue ese momento volaremos hacia el infinito,
ahora sí, juntos para siempre.