I
El tal Juanito siempre me pareció medio raro. Eso de andar por el parque arrastrando una correa no es de gente normal.
-Comadre, no lo juzgue. El pobrecito estaba condenado desde que nació. Recuerde como era la nana. Sólo un chiflado se pudo haber metido con ella.
-Tiene razón. Pero ahora, a causa de sus malos pasos, todos en el pueblo vamos a pagar las consecuencias.
-Y qué le vamos a hacer. Todos tenemos parte de culpa. Debimos frenarlo cuando aún era tiempo. Si supiera la cantidad de veces que fui con el jefe municipal a decirle “Coronel, será mejor que encierren al Juanito”. ¿Le he contado cómo reaccionaba? Se reía de mí. Ahora, arrepentido ha de estar.
(Sobre la mesa, la bandeja de chiles pimientos, la olla repleta de carne molida mezclada con zanahorias y papas, como las docenas de huevos, aguardaban a que las dos robustas mujeres terminaran de comentar el suceso que había conmovido al pueblo.)
-¿Cree que lo dejarán preso?
-Que Dios la oiga. Mi abuelo contaba que hace muchos años hubo en el pueblo otro como él. Lo creían inofensivo hasta que un día mató a garrotazos a la dueña de la panadería y a sus dos hijos. Espero que las autoridades recuerden eso. Voy a asegurarle algo. Tal vez hoy no logró su objetivo, pero la próxima vez no fallará.
-Ay comadre, ya me metió miedo. Voy a confesarle algo. A mi el Juanito me da lástima. ¿Se ha fijado que tiene unos ojos y una boquita bien chulos?
-Cuidado comadre. Recuerde que los espíritus malignos se ganan a la gente. Dios nos libre y usted se termina enredando con ese muchachito.
-¡Ave María purísima! ¿Cómo va a creer eso? Si hasta mi hijo podría ser.
-¡Ja! Vaya con ese cuento a otro lado. En estos quince años que lleva de viuda no va a negarme que a veces el cuerpo pide consuelo.
-¡Comadre!
-No se enoje. Si se lo digo es porque usted todavía se ve bien galana. Además, no se pondría esos escotes si no estuviera buscando algo.
-¿Qué quiere que le conteste? Tiene razón. ¡A veces me agarran unas calenturas! Pero cuando me vienen recuerdo el juramento que le hice al Esteban antes de entregarlo a nuestra madre tierra, “mi negro, juro que te seré fiel hasta la muerte”. Entonces me echo unos guacalazos de agua helada y rezo el rosario rogándole a Nuestro Señor Jesucristo que me de fuerzas para aguantar las tentaciones.
-¡Comadre! ¿Ya vio qué hora es? Mejor nos apuramos. Apenas llevamos una docena de chiles… a ese paso nunca vamos a terminar.
II
Encerrado en un improvisado despacho en el sótano del palacio municipal, Albino Zelaya, jefe de seguridad de la presidencia, rumiaba su preocupación.
Del techo pendía un bombillo presa de constantes desvanecimientos. Sobre el escritorio descansaban dos botellas de aguardiente casi vacías. El cadencioso tictac de un reloj acompañaba la agitada respiración del hombre, moreno y fornido, que sudaba a mares.
El rechinido de la puerta le provocó un sobresalto.
-Mi comandante. Siento informarle que el reo se nos fue.
-¡Me lleva la chingada! Ahora ¿a quién le echaremos la culpa del atentado?
III
La preocupación se dibujaba en el rostro de aquella hermosa mujer de ojos violáceos, nacarada piel y voluptuosas formas, apenas cubiertas por una traslúcida bata.
-No alcancé a ver el atentado. Dicen que le atravesaron algo para hacerle caer. Sentí alivio cuando escuché el rumor de que había muerto. Ya me convencí de que sólo así me libraré de él. Luego, de pronto, me sentí desamparada. Gracias a Dios esto no pasó de un susto pero estoy segura que cuando él desaparezca, los que me odian buscarán cómo desquitarse de mí. A menos que Peláez sea su sucesor.
Que lejos estaban aquellos días cuando, a cambio de un trago para engañar su vacío existencial, entregaba su cuerpo recién emergido del capullo de la adolescencia. Ahora era la mujer más poderosa de ese ridículo reino bananero, repleto de amansados súbditos que nada escuchaban, nada veían y a todo callaban. Su pasaporte indicaba treinta y siete años. Las malas lenguas aseguraban que llevaba por lo menos una década más de aventurero recorrido cuidadosamente diluido con hábiles cirugías.
Andrea caminó hasta el balcón de la habitación del hotel. Desde allí observó el lugar del atentado. Allí, varias personas seguían comentando el suceso.
-Tanto que me he esmerado por complacer a Peláez en la cama. Aunque con él enfrento dos problemas. Está casado y es un completo idiota. No me preocupa lo primero, pero lo otro… Llegó a comandante del ejército precisamente por eso. De lo contrario Federico hace rato que lo hubiera quitado de su camino. El gordito tiene las mismas respuestas para todo: “Lo que usted ordene mi general” y “Lo que tú digas mi reina.” No. Por mucho que lo desee, no será él el elegido. Al pobre tipo nadie lo respeta. Cuando Federico desaparezca… Saldaña tomará el poder ¡Que tipo tan repugnante! Podré tener malos ratos pero no malos gustos. Con él no me meto ni aunque me dieran todo el oro que guardan en el Banco Central. Aunque tal vez por algo así estaría dispuesta a considerarlo. ¡Ay no! ¡Qué asco! Me temo que pronto tendré que poner tierra de por medio, porque en este lugar el peligro me acecha por todos lados.
IV
El escuálido Haroldo Saldaña, Secretario de Seguridad del Gobierno, vistiendo un ajado traje negro y protegiendo sus diminutos ojos con unos lentes redondos de gruesa armazón, estaba en una habitación cercana a la de Andrea.
Un torbellino de pensamientos le impulsaba a caminar como fiera enjaulada.
<¿Convendrá seguir con el cuento del atentado o no? Parecía una buena opción para ganar tiempo, pero tengo que pensar en otras. El estúpido de Albino sólo logró capturar a un idiota que paseaba por el parque y que es el hazmerreír del pueblo. También descarté la idea de acusar a los subversivos. Les haríamos una innecesaria propaganda. ¿Será Albino el que organizó esto? No lo creo. No se hubiera atrevido solo. ¿Estará aliado con Peláez? Imposible. Al gordinflón le faltan los huevos para meterse en algo así. A menos que alguien lo hubiera convencido de hacerlo para alcanzar el poder, y esa sólo puede ser… ¡Andrea! ¡Puta maldita! Hace mucho debió desaparecer de mi vista. El general está tan embobado con ella que no me he querido exponer quitándola del camino. Esa ramera, con tal de asegurar su posición, se ha acostado con todos… menos conmigo. A mí sólo me ha obsequiado indiferencia. Ni imagina que yo podría regalarle la luna y las estrellas a cambio de unas migajas de su amor. ¡La odio! Algún día descubrirá lo que estaba cultivando con sus desprecios. Cuando ya no tenga la protección del general y venga de rodillas implorando misericordia, la obligaré a besarme los pies. Luego tendré el placer de estrangularla con mis propias manos. Se despedirá de este mundo llevándose grabada la imagen del que realmente mandaba aquí y arrepentida de haberme tratado como basura.
Sigo sospechando que esto no fue un accidente. Si ese Juanito fuera menos estúpido ya lo hubiéramos obligado a confesar que estaba cumpliendo las órdenes de otros. Eso me hubiera permitido armar una trama para quitar de en medio a mis enemigos. Pero ni con esa esperanza cuento. Sólo ha mencionando a un tal Duque. Estoy seguro que es el seudónimo de su contacto o alguna señal para que lleguen a rescatarlo.>
Sus reflexiones se vieron interrumpidas por voces y carreras en la calle. Al abrir el balcón vio que mucha gente se dirigía a la cárcel.
V
-Miren muchá, si es una broma les prometo que van a arrepentirse.
-Te juro Gato que es cierto. Adán, uno de los nuestros, estaba visitando a su familia y fue testigo del asunto.
-¿Y por qué putas ningún medio ha dado la noticia?
-Vos sabés que el gobierno los tiene controlados.
-Decile a ese Adán que venga.
Casi de inmediato un jovencito de profundos ojos negros, que aparentaba unos diecisiete años y cuyo esquelético cuerpo desaparecía en la inmensidad del uniforme verde olivo, se asomó a la puerta del rancho.
-Ordene comandante.
-Compañero, cuénteme qué pasó con el general.
-Si señor. Estaba de franco y decidí visitar a mis padres, justo en el día cuando el señor presidente… perdón señor, el odiado dictador, pasaría por el pueblo. Sinceramente no vi el accidente porque estaba algo lejos. Sólo sé que se cayó de la moto cuando estaba atravesando el parque. Lo levantaron medio inconsciente, con la cara toda ensangrentada, y de inmediato lo llevaron al hospital. Entiendo que sigue allí.
-¿Sabe si tomaron alguna represalia contra la población?
-No señor. Aunque me contaron que capturaron a un pobre diablo. Dicen que es el principal sospechoso.
-Gracias compañero. Puede retirarse.
-¡A la orden mi comandante!
El otrora capitán de infantería Augusto Escudero encendió un cigarrillo, reflexionó unos minutos, y llamó a los miembros de su estado mayor.
-He decidido emitir un comunicado haciéndonos responsables por el atentado contra el dictador.
-¿Te has vuelto loco? Ni siquiera sabemos si en realidad fue un atentado. En cuanto se entere, el ejército lanzará una ofensiva contra nosotros.
-Precisamente eso quiero provocar.
Los demás le miraron asombrados.
-Levantaremos el campamento y antes del amanecer habremos cruzado la frontera. Cuando el ejército ataque, ni sombras encontrarán de nosotros.
-Entonces matarán a los que viven acá… Masacrarán a gente inocente…
-¿Qué quieren que haga? Así es como funcionan estas cosas. El fuego de la revolución se alimenta con las víctimas de la represión. En su sangre, sangre de mártires, mojaremos los estandartes de nuestra lucha. Estoy seguro que el ataque del ejército terminará con las dudas de los demás pueblos y se nos unirán. Cuando triunfemos, levantaremos acá un santuario para recordar el sacrificio de nuestros amados compañeros.
El comandante se puso de pie y comenzó a preparar su armamento.
-Queda poco tiempo. Quiero que partamos en media hora. Voy a dictar el boletín. Búsquenme a Arturo.
-¿Me llamaste Gato?
-Sí vos, por favor tomá nota:
“El heroico frente guerrillero Ernesto Guevara a los compañeros proletarios del mundo orgullosamente informa que, luego de una ardua tarea de inteligencia, logró infiltrar los organismos de seguridad de la tiranía y montó un operativo de justicia revolucionaria contra el dictador, el cual fue consumado hoy…”
VI
El alcaide, con mano temblorosa, abrió la puerta del pequeño despacho y se dirigió a las celdas.
O el pueblo era muy pequeño, o las noticias corrían muy rápido, porque en su camino hacia el lugar que albergaba a Juanito, se encontró con Albino y con el padre Granados, párroco del pueblo. Apenas cruzaron un escueto saludo. Llegaron a su destino y los guardias les franquearon el paso. Las sorprendidas miradas de los tres se dirigieron al piso de la celda. El sacerdote se persignó y comenzó una oración.
VII
Dos meses después
-Lo siento mi coronel pero esto se ha vuelto insoportable. Vengo a presentarle mi renuncia si no, terminaré volviéndome loco. Con la de anoche van ya tres veces que me sucede. La primera vez callé. Había estado bebiendo y pensé que había sido fruto de mi imaginación. La segunda estaba reponiéndome de una gripe y, como todavía tenía mucha fiebre, pensé que había sido una alucinación. Pero anoche… Anoche estaba completamente sobrio y completamente sano.
El jefe municipal, un hombre en cuyo moreno semblante se reflejaban los excesos cometidos en su vida, echó la silla hacia atrás y colocando las manos sobre la barriga, esbozó una sonrisa burlona.
-Cálmese Eliseo. Cuénteme lo que pasó.
-Disculpe señor pero no me atrevo a hacerlo. Sólo de recordarlo se me pone la piel de gallina. Allí sucede algo sobrenatural. Le suplico que me deje largarme.
-¡No me diga que usted también cree en ese cuento del Juanito y su perro!
El semblante del guardián del parque se transformó. Los ojos parecían a punto de salírsele de sus órbitas. Tomó su sombrero y se abalanzó contra la puerta.
-¡Yo me voy! ¡Este pueblo está maldito!
-¡Eliseo! ¡Eliseo deténgase! ¡Es una orden!
El aterrorizado hombre salió corriendo del despacho. Segundos después se escuchó un chirrido de frenos, un golpe seco y un inconfundible grito de agonía.
VIII
El atentado y sus secuelas
Todos los días Juanito el simple paseaba por el parque. Las chismosas del pueblo sonreían burlonas al verlo arrastrar una raída correa. No alcanzaban a comprender lo que Juanito intentaba explicarles en su indescifrable lenguaje: Estaba paseando a Duque, su perro era invisible.
Ese mediodía una noticia había alterado la apacible vida del pueblo:
¡El dictador pasaría por allí en su visita al Santuario de la Virgen Negra!
Era una mañana soleada y los vecinos esperaban en las aceras para vitorear el paso del “protector de la patria”. El general atravesaba la calle que dividía el parque cuando perdió el control de su Harley y rodó por el suelo. Parecía un accidente pero un rumor comenzó a ser propagado por las chismosas del pueblo:
¡Había sido un atentado y el responsable era el Juanito!
El Juanito, descalzo, mugriento, con su eterna sonrisa desdentada y sus agujereados pantalones que ni siquiera alcanzaban a cubrirle los tobillos, paseaba por el parque arrastrando su correa cuando dos malencarados policías lo detuvieron. Fue a dar a la cárcel acusado de atentar contra la vida del presidente.
Su estadía en prisión no pasó de una noche. Al siguiente amanecer los guardias encontraron su frío cuerpecito acurrucado en una esquina de la celda.
Algo inexplicable ocurre desde entonces en aquel poblado de sinuosas callejuelas y casas de adobe y teja, que reposa al pie de dos majestuosos volcanes: Cada vez que un aterrado vecino asegura que ha visto a una figura espectral paseándose por los senderos del parque acompañado de un enorme perro blanco…
A los pocos días fallece una de las chismosas del pueblo.