Por más de tres décadas he tenido la dicha de contar
con ustedes. Ustedes me han hecho crecer. De ustedes he aprendido alegrías y
tristezas, hemos compartido triunfos y derrotas. Las grandes han comenzado a
vivir sus propias vidas, los pequeños están dando sus primeros pasos en busca
de su identidad. Sin embargo todos tienen en común esta raíz que se pierde en
la niebla del pasado, de la que he tratado de rescatar lo positivo, un ancla
para enfrentar las tormentas que, como a todos, la vida nos tiene reservadas.
Tormentas que no son más que lecciones disfrazadas, pruebas que superar,
peldaños que subir en el interminable camino hacia la perfección.
Anoche, al enterarme de la terrible noticia de la
matanza en Newtown, recordé a su abuela cuando la vida de mi hermano se
interrumpió abruptamente. Sus lágrimas. El dolor que desde ese día fue
carcomiéndola por dentro hasta que finalmente la llevó con él. Oré por esos
padres que esa noche velarían en aquellos cuartos vacíos, tan vacíos como han
de haber quedado sus corazones, destrozados por esta inexplicable tragedia en
vísperas de Navidad. ¿Qué se le puede decir a alguien que pasa por algo así?
¿Cómo confortarlo? ¿Es posible que esa sea la voluntad de Aquel que mora en las
alturas? O más bien, ¿Será que Él los recogió consigo de manera prematura por
alguna razón que escapa a nuestro entendimiento? No sé.
Pero anoche, con los ojos llenos de lágrimas di gracias
por tenerlos conmigo. Por todas esas vivencias que llevo guardadas y que me han
dado una razón para vivir.
Ignoro si yo tendría la fuerza para pasar por algo
como esto, porque mi mayor anhelo es que todos ustedes estén juntos el día que
me toque partir. Cuando llegue ese momento quiero dejarles mis sueños y mis
esperanzas. Dejen que me lleve mis temores y mis frustraciones para que su
camino sea menos pedregoso y empinado del que a mí me tocó.
Mientras ese día llega, recuerden que los he amado,
los amo y los seguiré amando de manera incondicional hasta que exhale mi último
suspiro.
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