martes, 18 de diciembre de 2012

A desocupar el cuarto


Sabía que el día tenía que llegar, pero no esperaba que fuera tan pronto. Apenas abrí los ojos, escuché inconfundibles ruidos en el cuarto de mamá. Caminé hacia allá y encontré el más increíble revoltijo. Gavetas y cajas volcadas sobre el suelo revelando las entrañas de tantos años pasados acá. No quise distraerla en su afán de escoger lo que nos debíamos llevar de esa mezcolanza.

– ¡Ay mamá! –Pensé conteniendo una sonrisa. –Cuántas veces te dije que no guardaras tanto cachivache. Ahora ¿cómo nos los vamos a llevar?

De mi parte el asunto estaba resuelto. Solo llevaría lo que cupiera en dos maletas. Más que preocuparme por lo que se iría conmigo, mi meta era dejar limpio el sitio que nos había acogido. No quería que el próximo inquilino lo encontrara sucio. Sin embargo, a pesar de que el lugar era pequeño, parecía una tarea titánica. La basura se reproducía en cada rincón, como los problemas en la vida de algunos desafortunados. Era una basura negra, pegajosa, irreconocible. El colmo era que no tenía una herramienta que me ayudara en la tarea, así que agachado y con las manos, fui formando un asimétrico volcán que en cada viaje amenazaba con ocupar todo el cuarto.
Pegué un salto cuando escuché el timbre. La hora había llegado y aún no terminábamos. Mamá me pidió que abriera. Yo me veía las manos negras, el volcán, las maletas a medio llenar. Me agarró un inmenso deseo de quedarme para terminar la tarea, pero sabía que había llegado el momento de desocupar el cuarto.  

sábado, 15 de diciembre de 2012

A mis hijas e hijos


Por más de tres décadas he tenido la dicha de contar con ustedes. Ustedes me han hecho crecer. De ustedes he aprendido alegrías y tristezas, hemos compartido triunfos y derrotas. Las grandes han comenzado a vivir sus propias vidas, los pequeños están dando sus primeros pasos en busca de su identidad. Sin embargo todos tienen en común esta raíz que se pierde en la niebla del pasado, de la que he tratado de rescatar lo positivo, un ancla para enfrentar las tormentas que, como a todos, la vida nos tiene reservadas. Tormentas que no son más que lecciones disfrazadas, pruebas que superar, peldaños que subir en el interminable camino hacia la perfección.

Anoche, al enterarme de la terrible noticia de la matanza en Newtown, recordé a su abuela cuando la vida de mi hermano se interrumpió abruptamente. Sus lágrimas. El dolor que desde ese día fue carcomiéndola por dentro hasta que finalmente la llevó con él. Oré por esos padres que esa noche velarían en aquellos cuartos vacíos, tan vacíos como han de haber quedado sus corazones, destrozados por esta inexplicable tragedia en vísperas de Navidad. ¿Qué se le puede decir a alguien que pasa por algo así? ¿Cómo confortarlo? ¿Es posible que esa sea la voluntad de Aquel que mora en las alturas? O más bien, ¿Será que Él los recogió consigo de manera prematura por alguna razón que escapa a nuestro entendimiento? No sé.

Pero anoche, con los ojos llenos de lágrimas di gracias por tenerlos conmigo. Por todas esas vivencias que llevo guardadas y que me han dado una razón para vivir.

Ignoro si yo tendría la fuerza para pasar por algo como esto, porque mi mayor anhelo es que todos ustedes estén juntos el día que me toque partir. Cuando llegue ese momento quiero dejarles mis sueños y mis esperanzas. Dejen que me lleve mis temores y mis frustraciones para que su camino sea menos pedregoso y empinado del que a mí me tocó.

Mientras ese día llega, recuerden que los he amado, los amo y los seguiré amando de manera incondicional hasta que exhale mi último suspiro.

domingo, 2 de diciembre de 2012

CATARSIS


Ha vuelto con la mirada borrosa y el corazón estrujado. Camina hacia allá reviviendo los recuerdos de aquella madrugada cuando los gemidos se mezclaban con el polvo. Su hijo le acompaña. Le da fuerzas para avanzar hasta aquella puerta a la que ahora protege una reja de hierro. La ve y añora. Añora aquellos tiempos cuando se podía caminar sin temor. Cuando todos se conocían. Hoy no conoce a nadie. Nadie sabe que sus primeros pasos fueron en estas viejas calles cuyas arrugas son casi tan profundas como las que atraviesan sus pensamientos.



La anciana que abre la puerta guarda un ligero parecido con aquella mujer que a regañadientes compró un suéter de cuello de tortuga al soñador adolescente que cumplía doce años. A él no se le ha olvidado aquel gesto de enfado que hizo cuando le dijeron lo que costaba la prenda. Ella lo volteó a ver como esperando que a él le diera pena y dijera que no lo comprara. Esperó en vano. Fue la dulce revancha de ese niño al que ella privó del gusto de nacer en la casa de sus abuelos. Solo Dios sabe por que, cuando la ciudad quedó en ruinas, ella encontró techo, en el hogar de aquel niño, por casi cuatro décadas. Solo Dios lo sabrá.
Luego de más de diez años la casa, su casa, lo recibe con la misma calidez que cuando volvía agotado tras pasar otro día de suplicio en la Academia. Le da la bienvenida el retrato de su hermano, con aquella sonrisa que los disparos borraron para siempre antes de que pudieran reconciliarse. Lo reciben los recuerdos de aquella última vez que pasó por acá. Los familiares hablando en voz baja y con los ojos llorosos mientras en el cuarto de al lado por fin descansaba su madre.
El alma de su madre la abandonó allí. Ella sacrificó sus mejores años para hacer de él lo que hoy es. En sus últimos momentos ella escuchó su desgarradora confesión, una tardía petición de que le perdonara por no haberle agradecido suficiente esa devoción y entrega.
Las palabras se quiebran mientras le cuenta a su hijo lo que sucedió en aquellos días. Voltea ver y sonríe en tanto amargas lágrimas brotan de sus ojos.

Cuando se alejan, estrecha contra su corazón el ajado sobre que guarda los testimonios de aquella parte de su existencia que abandonó allí.