Sabía que el
día tenía que llegar, pero no esperaba que fuera tan pronto. Apenas abrí los
ojos, escuché inconfundibles ruidos en el cuarto de mamá. Caminé hacia allá y
encontré el más increíble revoltijo. Gavetas y cajas volcadas sobre el suelo
revelando las entrañas de tantos años pasados acá. No quise distraerla en su
afán de escoger lo que nos debíamos llevar de esa mezcolanza.
– ¡Ay mamá! –Pensé
conteniendo una sonrisa. –Cuántas veces te dije que no guardaras tanto
cachivache. Ahora ¿cómo nos los vamos a llevar?
De mi parte
el asunto estaba resuelto. Solo llevaría lo que cupiera en dos maletas. Más que
preocuparme por lo que se iría conmigo, mi meta era dejar limpio el sitio que
nos había acogido. No quería que el próximo inquilino lo encontrara sucio. Sin
embargo, a pesar de que el lugar era pequeño, parecía una tarea titánica. La
basura se reproducía en cada rincón, como los problemas en la vida de
algunos desafortunados. Era una basura negra, pegajosa, irreconocible. El colmo
era que no tenía una herramienta que me ayudara en la tarea, así que agachado y
con las manos, fui formando un asimétrico volcán que en cada viaje amenazaba
con ocupar todo el cuarto.
Pegué un salto cuando escuché el timbre. La hora
había llegado y aún no terminábamos. Mamá me pidió que abriera. Yo me veía las
manos negras, el volcán, las maletas a medio llenar. Me agarró un inmenso deseo
de quedarme para terminar la tarea, pero sabía que había llegado el momento de
desocupar el cuarto.