jueves, 2 de febrero de 2012

RAÍCES


Un grupo de personas con trajes de diversos colores observan a los hombres que extraen esqueletos de la fosa excavada entre un bosque de pinos. Los lamentos llegan a mí transportados por los ventarrones del altiplano. Me muerdo los labios pero no logro retener las lágrimas. Algunos soldados observan impasibles, medio ocultos entre los árboles. Al verlos se me corta el aliento. El miedo se cuela por mis pies provocando choques eléctricos en mi cuerpo engarrotado. Aunque hace frío, sudo copiosamente.

Sucedió la última vez que regresé a Guatemala. Volví para cerrar un círculo. Necesitaba presenciar cómo recuperaban los cuerpos martirizados de mi madre y mis hermanos, identificados gracias a aquella gota de saliva que voluntariamente doné, y que ahora reposan en un lugar digno.

Por años he padecido la agonía de haber quedado vivo y preguntarme ¿Por qué?
A menudo mi cerebro insiste en recordar lo sucedido aquella noche cuando nos despertaron los gritos, las descargas de fusilería y las explosiones de las granadas. Sin embargo, por mucho que hurgue, de mi memoria se han borrado los detalles de lo que ocurrió después.

Algo se me activó dentro al leer que el General salió caminando del tribunal ya que la jueza le permitió regresar a dormir tranquilo a su casa. Ese hombre, que gobernaba cuando nuestro pueblo fue borrado del mapa por aquella horda de bestias uniformadas que obedecían sus órdenes, siempre me recordará lo que me arrebataron de niño.

A ustedes les parecerá sencillo: él salió caminando y durmió tranquilo en su casa… Sencillo porque no están confinados en un ataúd de metal o no están amarrados a una silla de ruedas, como quedé yo después de lo que sucedió aquella noche.

No sé qué odio más, lo que le hicieron a mi familia, o haber quedado vivo. Vagando en el desierto de mis perpetuos insomnios, por enésima vez lanzo al viento la misma interrogante: ¿Por qué? Sabiendo de antemano que ni siquiera el eco me devolverá la pregunta.

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