miércoles, 15 de febrero de 2012
Alfonsina
Acudo a tu llamado, desnuda, vulnerable, temblorosa, dispuesta a expiar este karma que me ha impedido disfrutar de los placeres del amor.
Sumérgeme en tus torbellinos. Haz que en cada alarido que me arranques expulse el dolor que me desgarra por dentro. Y cuando me tengas sometida, despójame de lo único que me queda.
Desapareceré en los abismos con mi postrer deseo satisfecho cuando mis lágrimas se diluyan en lo salobre de tus aguas.
martes, 7 de febrero de 2012
15 DE FEBRERO
Llevo días soportando esta incomodidad. No importa si estoy despierto o dormido, de pronto siento unos agudos piquetazos justo en medio de la espalda.
En vano me terminé una caja de calmantes porque pensé que era a causa del trabajo. Luego supuse que alguna pulga había decidido abandonar la tibia melena del Bebé, nuestro caniche, para explorar otros mundos. Sacudí minuciosamente la cama sin encontrar a la culpable. Finalmente le pedí a mi esposa que me revisara la espalda.
Con gesto incrédulo me dijo que tenía una serie de agujeritos en forma de corazón. Ante mi negativa a aceptarlo, tomó una foto y me la mostró. Lo único que se nos ocurrió fue atribuir la curiosa forma al azar.
El caso tomó otro giro anoche cuando sentí que los piquetazos literalmente llegaban a mi corazón. Luego de examinarme mi esposa dijo que de los agujeritos brotaba sangre.
―Corre por tu espalda como si fueran lágrimas ―me dijo sobresaltada.
No pegué los ojos por el resto de la noche porque había caído en cuenta que era el 15 de febrero y se cumplían veinticinco años del aciago día en que aquella muchacha, morena, de melancólica mirada y frondosa cabellera azabache, que consumió sus últimas esperanzas en el día de San Valentín, prefirió lanzarse al vacío antes que aceptar lo que era evidente: que jamás atraería mi atención.
Decidí escribir esto porque siento que los piquetazos me están traspasando y de mi pecho ha comenzado a brotar sangre.
jueves, 2 de febrero de 2012
RAÍCES
Un grupo de personas con trajes de diversos colores observan a los hombres que extraen esqueletos de la fosa excavada entre un bosque de pinos. Los lamentos llegan a mí transportados por los ventarrones del altiplano. Me muerdo los labios pero no logro retener las lágrimas. Algunos soldados observan impasibles, medio ocultos entre los árboles. Al verlos se me corta el aliento. El miedo se cuela por mis pies provocando choques eléctricos en mi cuerpo engarrotado. Aunque hace frío, sudo copiosamente.
Sucedió la última vez que regresé a Guatemala. Volví para cerrar un círculo. Necesitaba presenciar cómo recuperaban los cuerpos martirizados de mi madre y mis hermanos, identificados gracias a aquella gota de saliva que voluntariamente doné, y que ahora reposan en un lugar digno.
Por años he padecido la agonía de haber quedado vivo y preguntarme ¿Por qué?
A menudo mi cerebro insiste en recordar lo sucedido aquella noche cuando nos despertaron los gritos, las descargas de fusilería y las explosiones de las granadas. Sin embargo, por mucho que hurgue, de mi memoria se han borrado los detalles de lo que ocurrió después.
Algo se me activó dentro al leer que el General salió caminando del tribunal ya que la jueza le permitió regresar a dormir tranquilo a su casa. Ese hombre, que gobernaba cuando nuestro pueblo fue borrado del mapa por aquella horda de bestias uniformadas que obedecían sus órdenes, siempre me recordará lo que me arrebataron de niño.
A ustedes les parecerá sencillo: él salió caminando y durmió tranquilo en su casa… Sencillo porque no están confinados en un ataúd de metal o no están amarrados a una silla de ruedas, como quedé yo después de lo que sucedió aquella noche.
No sé qué odio más, lo que le hicieron a mi familia, o haber quedado vivo. Vagando en el desierto de mis perpetuos insomnios, por enésima vez lanzo al viento la misma interrogante: ¿Por qué? Sabiendo de antemano que ni siquiera el eco me devolverá la pregunta.
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