martes, 10 de enero de 2012

La Pesca


Estaba tan concentrado tratando de esquivar al sol, que con el correr de las horas se obstinaba en invadir el cada vez más escaso territorio delimitado por la sombrilla, que salté sobresaltado al escuchar un motor a menos de diez metros de mi improvisado refugio.

El libro de Los Misterios del 2012 rodó por la arena al ponerme de pie para observar la vieja lancha, de tablas corroídas por la sal, que acababa de encallar frente a mí. Tres pescadores de edad indefinida, ojos oscuros y piel tostada, saltaron por la borda y se dirigieron presurosos a jalar la red que se perdía entre la reventazón. En sus enjutos cuerpos resaltaban los músculos, tensos por la fuerza que provocaba su lucha contra el mar. En eso escuche gritos a mi derecha y como a veinte metros observé otra pareja empeñándose en la misma tarea.

Habían transcurrido menos de cinco minutos y ya la playa estaba repleta de sorprendidos bañistas que observábamos en silencio el esfuerzo de los pescadores. Poco a poco sobre la ardiente arena se fueron acumulando metros y metros de red.

De pronto mi hijo me señaló como, después de la reventazón, justo donde una bandada de pelícanos revoloteaba a ras de las olas, los peces literalmente volaban sobre ellas en un desesperado intento de escapar de la trampa, pero su lucha fue en vano. Antes de que terminara de contarlos, el extremo de la red yacía sobre la playa.

La mayoría no resistimos la curiosidad de observar cómo la muerte se ensañaba sobre las indefensas criaturas. Incluso bromeamos al ver a algunas moviendo sus aletas insinuando un desesperado adiós. Los cuerpos inertes de cuarenta especímenes se convirtieron en trofeos de los pescadores. En algunos peces destacaban reflejos dorados o plateados, en otros las largas colas, unos mostraban cuerpos redondos, en otros eran alargados; sin embargo todos tuvieron un denominador común final: conforme fueron muriendo, sus inexpresivos ojos quedaron dirigidos hacia ese sol que parecía deseoso de derretirnos.

Llegó el turno de los niños. Dos parejas fueron recolectando la cosecha en sacos de brin. Sólo tomaron a los especímenes más grandes; los pequeños, que serían casi la mitad, quedaron tirados en la playa. Víctimas caídas sin oficio ni beneficio.

―Lástima que no lo supimos antes ―comenté con mi esposa ―tal vez hubiéramos podido devolverlos vivos al mar.

La aventura había concluido. Considerando que había visto suficiente,le di la espalda a la playa. Tampoco tenía sentido volver a la lectura de las premoniciones del 2012.

1 comentario:

  1. Tengo un libro titulado: Cartas de Amor del Profeta con una dedicatoria que me parece proviene de este mismo autor. Arymiami@gmail.com

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