martes, 26 de abril de 2011
Veintiseis de Abril
En diez minutos llegaría a su casa. Mientras luchaba por no dormirse al volante, los ecos de lo discutido con su hermana, seguían resonando en su cabeza. Le dolía reconocerlo, pero ella tenía razón. A su edad ya no tenía fuerzas suficientes para enfrentarse a aquella bestia, que había despertado de su sueño de impunidad, con el documento hecho público dos días atrás. De pronto percibió la silueta por el retrovisor.
-Que susto me diste. No esperaba que estuvieras de vuelta hoy.
Su relación, con el extraño visitante, había nacido dos décadas atrás, bajo el estruendo de las ráfagas y los estallidos de granadas, que desgarraban las noches en el altiplano. Estaba a su lado cuando, con palabras entrecortadas, comunicaba a la comunidad su decisión de cerrar la diócesis. Temblaron juntos al escuchar que Su Santidad le ordenaba volver. Y se fundió a él, como su sombra, luego que las autoridades le impidieron reingresar a su tierra.
¡Cuántos remordimientos lo acosaron lejos de su comunidad! Una voz retumbaba en su cabeza reprochándole que aquellas plegarias, implorando a Dios perdón por su cobardía, no eran suficientes. Que sólo las obras cambiarían su destino porque ¿De qué habían servido tantos escritos a favor de los pobres, si el autor de tan fogosas palabras había dejado, sin consuelo, a miles de seres indefensos en el momento que más lo necesitaban? Siempre sostuvo que cerró la diócesis para detener la matanza de sus colaboradores, pero su conciencia le recordaba lo que él se negaba a aceptar: que había sido el temor, ese acompañante que había conocido bajo el estruendo de las ráfagas y los estallidos de granadas, quien lo había guiado.
Veinte años después, decidido a lavar su culpa, asumió la responsabilidad de elaborar el documento que bautizó con el revelador título de “Guatemala nunca más”. Pasó meses sintiendo cómo su corazón se desgarraba, reviviendo cada tragedia que la gente le confió. Dejando al miedo de lado, dedicó todo su empeño en revelar la verdad.
Tomó el empedrado camino que conducía a su casa. Abrió el portón y acomodó el coche en el lugar de siempre. Caminaba por el oscuro corredor, cuando tuvo una extraña sensación. Frunció los ojos y distinguió, al otro lado, a un adolescente pálido y delgado que parecía aguardarlo.
-Buenas noches joven.
-Buenas noches Monseñor. Le estaba esperando. Me urge hablar con usted.
-Hijo, es casi medianoche, ¿no podemos hacerlo mañana?
-Monseñor, nunca sabremos si habrá un mañana…
Los labios del muchacho seguían moviéndose, pero el torbellino de confusiones, que azotaba sus pensamientos, le impedía escucharle. Un estremecimiento le helaba la sangre e iba recorriendo hasta el más recóndito rincón de su otrora vigoroso cuerpo porque ese misterioso joven, que decía estar esperándolo, tenía los rasgos de su acompañante, aquel que instantes antes había observado en el asiento trasero de su auto y que, hasta ese momento, había considerado sólo un fruto de su imaginación.
Alzó la mano para ajustarse los anteojos, pero el temblor le impidió sujetarlos y se estrellaron a sus pies. Antes que la mano asiendo la piedra surgiera de la nada, cayó de rodillas, abrió los brazos y, con los ojos anegados en llanto, pronunció las palabras que saldarían aquellas cuentas pendientes desde hacía tantos años:
-Perdóname hijo.
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Hoy hace trece años, Gerardi pagó con su vida por haber divulgado la verdad.
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