domingo, 20 de marzo de 2011

A mi querido primo Luis Alberto









¿Qué te puedo decir? Acabo de leer lo que tu hijo puso en el facebook y tengo el corazón partido. Hace muchos años que no nos vemos. Sin embargo, cada vez que veo a los rojos, te recuerdo con mucho cariño, porque vos fuiste quien me inculcó el amor a ese equipo.

Fuiste como mi hermano mayor, pues no sólo te acordabas de mí para acompañarte al estadio, también fuiste para mi madre como un hijo más. Un hijo que le trajo muchas alegrías, y también algunas tristezas.

Cuando yo era pequeño, te veía con admiración. Eras alto, moreno y atlético, con una eterna sonrisa adornando tu rostro. Te veía tan seguro de ti mismo, que así ansiaba ser cuando creciera. A tu lado me sentía protegido, sabía que andando contigo, nadie me haría daño.

Pasó el tiempo, y como a todos, te tocó enfrentar las pruebas que nos llevan a la madurez. Y como a todos nos pasa, algunas te costó más superarlas. Fueron situaciones sobre las que no puedo, ni debo opinar.

Luego Dios tocó tu corazón y por su gracia, reencontraste la paz que por un tiempo habías perdido. Tu madre, mi querida tía Minita, recibió tu cariño y cuidados en sus últimos años. Tu esposa y tus hijos, te tuvieron a su lado, compartiéndoles la sabiduría que la vida te había dado. El amor y el perdón reinaron en sus corazones.

La última vez que te vi, fue en unas fotos que tu hija colgó en la red. Te veías feliz rodeado de los tuyos. Aunque estabas lejos, mi corazón te sentía cerca. Porque tú siempre formarás parte de mi cada vez lejana niñez.

Estoy seguro que, estés donde estés, en el momento que escribo esta nota, nuestras almas estarán comunicadas. Con esa convicción quiero decirte:

-¡Gracias querido primo, qué Dios te bendiga! Puedes estar seguro que tu vida dejó huella.

sábado, 19 de marzo de 2011

Si lo hubieras sabido


Llegó el vienes. Con emoción apenas contenida, apagas la computadora y te despides de tus compañeros. Quisieras gritarles -¡Hasta nunca esclavos!- Pero te refrenas. Llevas contigo la laptop para no dejar pistas. Ninguno sospecha que, en unas horas, una cuenta en Barbados engrosará significativamente.

Todo comenzó cuando te ganaste la confianza de Chepe, el contador. Habías rastreado sus frecuentes visitas a los sitios porno, entonces lo invitaste a leClub. El insignificante hombrecillo perdió la cabeza con las mujeres que conoció allá. En quince días acumuló deudas que no pagaría con sus salarios de un lustro.

Entonces le propusiste cubrirlas con dinero de la cuenta confidencial de la compañía. La cuenta no aparecía en libros y se nutría con negocios que oficialmente no existían. Los jefes confiaban tanto en él, que hasta contaba con clave para accesarla electrónicamente. Chepe también preparaba el reporte con los movimientos del mes. Al fin y al cabo, le insinuaste ¿qué significaban cien mil pesos en ese ir y venir de millones? Además tú lo cubrirías. No sólo eras el encargado de informática, también su único amigo en la compañía.

En tres meses, los cien mil se convirtieron en medio millón. Chepe era ahora don José y presumía sin recato de su bonanza. Para entonces ya conocías la clave.

José Urrutia abrió una cuenta en Barbados (escogiste un conveniente homónimo de Chepe, tus habilidades sirvieron para falsificar los papeles de identidad). El siguiente paso fue programar el sistema para que el sábado 19, a las doce de la noche, efectuara una transferencia automática de diez millones de dólares. También compraste un pasaje en el vuelo 319 de Copa para el domingo 20. Sabías que el lunes, al descubrirse el asunto, estarías lejos, demasiado lejos para oír los lamentos de Chepe, cuando los jefes lo torturaran buscando que les devolviera el dinero.

Celebraste toda la noche. En medio de la vorágine de licor, putas y coca, gritabas que la vida era bella y había que disfrutarla. Estabas tan entusiasmado, que tu ego te traicionó. Entre un enredo de piernas, tetas y culos al aire, alzaste la botella de champán y gritaste -¡Soy millonario! ¡Ni siquiera Dios puede evitarlo!-

Saliste de leClub a las 5 de la mañana. Estabas por subirte al carro, cuando una anciana vendedora de periódicos, con mano temblorosa, te ofreció uno. Te sentías generoso y lo compraste. Lo metiste en el maletín de la laptop sin siquiera verlo.

Es el domingo 20. Estás cómodamente sentado en un sillón de primera clase del vuelo 319, con destino a Panamá. Son las dos de la tarde. Llevan media hora en el aire. El cielo se ha oscurecido. Atraviesan una zona de turbulencia, encienden las luces de abrocharse los cinturones. Apagas la laptop. Cuando estás guardándola, ves el periódico que adquiriste a la salida de leClub. Lo abres para leerlo.

El titular atrae tu mirada. Incrédulo buscas la fecha. Es del lunes 21. Las grandes letras de la portada te cortan la respiración: Tragedia aérea. Vuelo 319 de Copa se estrelló ayer. No hubo sobrevivientes.

El zumbido del despertador te hace pegar un brinco. Aún medio dormido se te escapa un suspiro de alivio. Recuerdas que hoy es sábado 19, no tienes que correr al trabajo.

sábado, 12 de marzo de 2011

Revelación



¿Sabes que te ves muy guapo? El lugar me gusta. Es lujoso, tranquilo; las flores combinan, la luz no molesta. Antes que abran el salón, voy a confesarte lo que he ocultado por un cuarto de siglo.

Para qué voy a mentirte, cuando supe que estaba embarazada, rompí a llorar. Lloraba de alegría, pero también de miedo. Temía que, si mi padre no me mataba, por lo menos me echaría de la casa por poner en entredicho la honorabilidad de la familia. ¿Te imaginas, si se hubiera enterado que eras el fruto de mis amoríos con un hombre casado? Un desgraciado que se esfumó, con todas sus promesas, luego de darle la noticia. Por eso inventé lo de la plaza de maestra en Huehuetenango, fue el lugar más lejano que se me ocurrió, en realidad me mudé a una pensión en la zona 5.

Jamás olvidaré la primera vez que te tuve en brazos. Cómo costó que nacieras. Sin embargo, al verte, olvidé los sufrimientos pasados. Eras un hermoso niño, eras mi niño. Te puse Eduardo, como tu abuelo. Pensé que tal vez así me perdonaría. ¡Qué equivocada estaba! La barrera que mis hermanas levantaron, impidió que volviera a verles. Pasamos tiempos difíciles hijo. A veces no tenía ni para comer. Lo que no faltaba eran pretendientes revoloteando a mi alrededor. No hay nada más apetecible para esos desgraciados que una madre soltera, joven y de buen ver. Y yo que no quería saber nada de hombres, pero detecté una oportunidad.

Al final de las Américas, había una casa, la manejaba una española conocida como la Maruja. Me contrató al conocer mi necesidad. Me enseñó a hablar como ella y ordenó al personal que dijera que yo era “una sobrina de la península”. Las compañeras decían -Algo le das a los hombres para volverlos locos.- No había tales. Era porque no me portaba como ellas, que sólo entraban a dar el servicio con la consigna de “mientras más rápido mejor”. Conmigo los clientes podían conversar, pedirme consejos, sentirse importantes, mimados. Muchas veces ni sexo pedían. Sólo querían que les pusieran atención.

Muchos ofrecieron sacarme de allí. Decían que tenía demasiada clase para dedicarme a eso. Más de una vez, estuve a punto de aceptar las ofertas, pero en el último instante me dominaba el miedo. Miedo de que volvieran a aprovecharse de mí.

Además tenía que velar por tí. Gracias a mi trabajo, te di estudio. Hasta me di el lujo de enviarte a la mejor universidad del país, a que cumplieras tu sueño de estudiar medicina. Quería que te codearas con gente importante, que tú fueras importante.

Varias veces leí en tus ojos la pregunta que nunca escapó de tus labios. -¿A qué se dedica mamá, que siempre regresa de madrugada?- Me prometí que jamás lo sabrías. Quien me ve en la calle ni sospecharía a qué me dedico. Nunca fui tan obvia. Pero como quería irme con la conciencia tranquila, te confesé todo en una carta y pedí que te la entregaran cuando muriera. En vida no hubiera soportado ver tus ojos cuando te enteraras.

Los años pasaban Eduardo. Tu madre ya no era la jovencita de antes. Y aunque, en apariencia me conservaba bien, el cuerpo ya pedía una tregua. Sin embargo seguí en el negocio; medicina es una carrera larga y no quería truncar tu ilusión.

Te recibiste con honores, esa fue mi mejor recompensa. El día de tu graduación, caminé de tu brazo, disfrutando las sorprendidas miradas de tres o cuatro padres de tus compañeros. Aunque parezca irónico, me sentía agradecida pues, en cierta manera, ellos habían ayudado a costear tu carrera.

Qué lejos estaba de pensar que uno de esos hipócritas tendría el descaro de contarle a su hijo en dónde me había conocido; que ese imbécil, en plena parranda y frente a tus amigos, te lo iba a echar en cara. Y que tú, ofendido, le caerías a golpes.

Mi amado Eduardo: Ese estúpido que te mató tenía razón. ¡Te suplico que me perdones! Lo único que deseo es que estas lágrimas, que no he dejado de derramar desde que me dieron la noticia, sirvan para limpiar tu vergüenza. Hijito, cada centavo que gané, cada humillación que recibí, los recibí gustosa pensando en ti. Cómo me arrepiento de no habértelo dicho antes. Así, con la conciencia tranquila, hubieras podido responder a quien trató de ofenderte. ¡Es cierto! ¡Mi madre es una puta y estoy orgulloso de ello!

viernes, 4 de marzo de 2011

Dilema


Aún recuerdo cuando, estrechando tu cuerpo desnudo contra el mío, entre sollozos revelabas aquella amarga confesión:

-Te amo más que a nada en el mundo, pero lo nuestro nunca podrá ser. Mi padre me prometió a uno de los suyos.

Desde aquel día, mi vida perdió sentido. La rabia que circulaba por mis venas impidió que nuevos amores anidaran en mi corazón.

Estudiando economía me enrolé en el movimiento. Canalicé mis frustraciones liquidando a los malditos que, no sólo nos han explotado por siglos, sino que disponen de nosotros a su antojo. No encontraba placer más grande que mirarles, a mis pies, desangrándose y en los estertores de la agonía, segundos antes de pegarles el tiro de gracia.

Mi reputación transcendió fronteras y me pidieron ir al Salvador. Necesitaban que los ayudara con el presidente de la Asociación de Cafetaleros. Averiguamos que esa sanguijuela acostumbraba ir sin escolta a la sinagoga, así que montamos el operativo cerca de una rotonda, en donde forzosamente tendría que frenar. La compañera Susana aceptó atravesarse y simular que la había atropellado.

Jamás olvidaré ese día. Todo salió a pedir de boca. En el momento que el imbécil bajó a auxiliarla, aprovechamos para coserlo a balazos. Entonces, a través de la puerta abierta del carro, observé los horrorizados ojos de su esposa. Unos ojos que conocía muy bien.

Tanto como conocía la consigna: No podíamos dejar testigos.