domingo, 31 de octubre de 2010
Ojo por ojo
Buenas noches querido niño mío. Que tengas el descanso que mereces. ¿Sabes? Comprendo lo duro que ha sido.
No es cierto. Estoy mintiendo.
Para qué seguir fingiendo. Desde que te dejé dormido no consigo ubicarte en mi mundo ideal. En esa ilusión que sólo vive en las desquiciadas mentes de los hacedores de cuentos.
¡Tres años! ¡Han sido tres interminables años en que me he dejado guiar por este instinto que me arrastra al próximo de ustedes que será liberado! Tres años esperando que se oculte el sol, que el tránsito disminuya para comenzar mi periplo por las oscuras callejuelas del centro histórico.
Al principio me entretenía armando inverosímiles historias para justificar su presencia por esos lares:
Como la del huérfano de padres con sida que todos los familiares rechazaron…
O la niña abusada por su padrastro a la que la celosa madre echó de la casa acusándola de puta mentirosa…
O aquel par de primos que lograron sobrevivir a las masacres del ejército…
Pronto dejé atrás las fantasías porque los hechos son los hechos.
Ustedes son la escoria de la sociedad. Criaturas sin remedio. Germen de drogadictos, ladrones, violadores, asesinos, o en el mejor de los casos, futuros progenitores de seres iguales o peores que sus padres. Ustedes son burdas caricaturas que sólo conservan la fachada de humanos, porque su alma se ahogó en los vapores del pegamento.
Cuando los veo apiñados bajo los puentes cubriéndose con cartones para protegerse del frío me pregunto si ustedes y nosotros merecemos eso. Cuando los veo con la mirada apagada extendiendo sus cadavéricas manos suplicando por una moneda me pregunto qué será mejor ¿dárselas para que sigan envenenándose hasta morir o negárselas para que mueran más pronto?
Hace tres años comprendí que si la vida es sólo una etapa en el trayecto para alcanzar la perfección entonces, mientras más rápido la superen, más pronto llegarán a la meta. A partir de allí nuestros caminos comenzaron a cruzarse.
¿Te he contado de la voz interior que me habla por las noches? Ella me planteó la oportunidad de asumir este papel y entregarme a la causa de su redención. Me veo como el que ha recibido la estafeta de la dinastía de los Iscariotes. Soy otro eslabón en esa interminable cadena de los que, como él, seguiremos siendo incomprendidos a través de los siglos por haber sido escogidos para ejecutar el trabajo sucio que salvará a la humanidad.
Tengo un cómplice perfecto. Mi esposa. Obviamente sospecha algo, pero jamás ha cuestionado mis escapadas nocturnas. Tampoco pregunta por qué me llevo el arma o por qué compro municiones con frecuencia. Pero no sólo ella resguarda mis acciones. Las autoridades y la prensa también. Contigo querido niño mío van ciento catorce, en ciento diez de esos casos nadie lo consideró importante como para hacerlo público. ¿Necesitas otra prueba de que nadie se preocupa por ustedes?
Tengo una ardua tarea por delante. Ustedes brotan en la oscuridad como hongos después de la lluvia. Lo hacen en todos colores y tamaños. Eso me ha obligado a volverme selectivo. Los más grandecitos van primero, después llegará el momento para los chiquitines.
Esta noche no te tocaba. ¿Qué edad tenías? ¿Cinco? ¿Seis? No podía darme el lujo de perder tiempo con los de tu edad si pululan ya tantos adolescentes. Azares del destino.
Cómo me he esforzado para no hubiera testigos. Por eso adquirí el silenciador especial. No fue mi culpa si te despertaste. Se suponía que lo harías muchas horas después cuando sintieras la frialdad del cuerpo acurrucado a tu lado. Calculé mal eso de la sangre. Una bala debió perforar la carótida. Y como dicta la Ley de Murphy, una circunstancia se agregó a la otra. La pendiente de la callejuela en la que estaban acostados. Que tú yacieras centímetros más abajo. La corriente que se coló por debajo de los cartones.
Que bellos ojos tenías querido niño mío. Alcancé a ver sus destellos esmeraldas en medio de la oscuridad cuando los abriste. Me tomaste desprevenido. Ya no tenía balas. Si hubiera sido tú, me habría quedado quietecito. Me hubiera hecho el dormido aunque mis ropas se estuvieran empapando con la tibia sangre de mi compañero (¿o sería tu hermano mayor?)
Pero tenías que echar a correr.
La fortuna puso a mis pies la piedra ideal para hacer un lanzamiento perfecto. Te di justo en la nuca.
Lo que pasó después se salió de control.
Ni bien había terminado ya me estaba arrepintiendo. Tiré la navaja entre los matorrales y huí del lugar. Te ruego que comprendas, no podía darme el lujo de que en esos ojos de selva virgen encontraran grabada la imagen de quien te había arrebatado la vida.
Querido niño mío, lamento que a causa de mi arrebato seas ahora un angelito ciego.
Si ya te expliqué que todo fue un error ¿por qué no me dejas en paz?
En todo espejo, cristal o incluso en el agua, encuentro tus destellos color esmeralda.
¿Para qué me persigues?
¿Quieres que te compense con estos ojos, negros como aquella tétrica noche cuando te cruzaste en mi vida?
¡Tómalos!
Desde entonces, ver ha sido un martirio.
Mira, acá están…
Siento mis manos empapadas de sangre.
Escucho tus pasos.
Siento tus manitas heladas que los toman.
Me muero de frío y de miedo
Siento mucho miedo…
martes, 26 de octubre de 2010
Graduación
El sábado asistimos a la graduación de la hermanita de mi esposa. Luego de cuarenta años de ir a eventos como éste, de haber escuchado esos idílicos discursos de agradecimiento por los conocimientos recibidos y de aliento para comerse el mundo, creía haber experimentado todo.
Sin embargo me esperaba una sorpresa.
Si nos atenemos a la ley de probabilidades, era lógico que dentro de las veinticinco jovencitas que recibirían su título, más de alguna no contaría con la presencia de padre o madre. Las razones, sólo Dios y la familia cercana las conocerían. La más evidente divorcio, pero con la ola de violencia que nos azota, hasta el asesinato ha pasado a aceptarse como una causa natural.
La protagonista de esta historia fue la decima o décima primera, una chica promedio en un grupo promedio: morena, de mediana estatura, nada que para un asistente promedio como yo, mereciera ser guardado en su archivo de memoria. Se puso de pie cuando la llamaron y pasó al frente. De entre el público se levantó una señora de treinta y pico de años que subió al estrado, abrazó a la hija, le puso el anillo de graduación y cambió el gesto de amargura en su rostro por la mejor de sus sonrisas para la clásica foto.
Los flashes habían comenzado a destellar cuando a mi lado pasó un hombre de traje café. Pareció dudar un momento. Llegaba demasiado tarde. Más bien parecía llegar como un no-invitado a la ceremonia. Con la vista fija en la joven aspiró profundo y caminó hacia el estrado. En el momento que subía las gradas la joven lo vio. En su cara se dibujó un gesto de sorpresa. Ambos se fundieron en un abrazo que me pareció como un luminoso puente tendido para unir décadas de separación. Sus cuerpos se estremecían por el llanto mientras se susurraban palabras que buscaban convertirse en un bálsamo para curar las heridas abiertas por la ausencia.
El acto debía continuar. La joven regresó a su lugar. El hombre tomó del brazo a la mujer (que inútilmente buscaba disimular su tensión) y bajaron. Apenas se alejaron dos pasos del estrado, el hoy retomó su lugar y siguieron por caminos diferentes.
Mi esposa sonrió al verme con los ojos bañados en llanto. Sólo alcancé a decirle -Llegó su papá, llegó su papá.-
miércoles, 13 de octubre de 2010
Irónico
miércoles, 6 de octubre de 2010
Adios mamá
-Disculpá que te llame al trabajo. Creí importante informarte que tu vieja se murió.
La están velando en la Funeraria López, cerca del Hospital General.
Rodrigo se quedó de una pieza. Santana ya había colgado pero él seguía con el auricular pegado al oído. Escuchando. Escuchaba los latidos cada vez más acelerados de su corazón. Un torrente de remordimientos aplastaba su pecho impidiéndole respirar. En vida su madre no le había hecho falta, pero ahora que la había perdido, sentía una inmensa soledad. Una soledad que amenazaba con devorarle, como aquellos agujeros negros descubiertos en el espacio.
Echó a andar por las mojadas aceras del viejo centro.
Observó a los mendigos preparando sus lechos de cartones en los pórticos abandonados de aquellos almacenes que habían emigrado a zonas más seguras. Los travestis, vestidos de vivos colores, semejaban seductoras flores nocturnas que brotaban en ramilletes en cada oscura esquina. Carros sin placas, ocupados por hombres visiblemente armados, circulaban con las luces apagadas.
Vio silencio.
Escuchó oscuridad.
Olfateó miedo.
Paladeo miseria.
Esa peligrosa mezcolanza que saturaba algunos barrios de su ciudad.
Vago sin rumbo por horas. Finalmente se encontró frente a la Funeraria López. El “Consuelo Piedrasanta” escrito en la hoja de papel pegada a la puerta confirmaba que adentro estaba su vieja, o lo que la enfermedad había dejado de ella. Se sentó en la acera a esperar. A esperar que el valor regresara a su cuerpo y le brindara su apoyo para entrar. Dieron las once, las doce de la noche… la una de la mañana. La lluvia regresó. El valor no llegaba. El empapado Rodrigo se perdió entre la niebla. Entró sin hacer ruido a su casa para no despertar a Lupita.
A la mañana siguiente se dirigió a una cantina cercana al cementerio que llevaba el sugestivo nombre de “El Último Adios”. Vio llegar el destartalado carro de Funeraria López y lo siguió hasta el nicho que guardaría los restos de su madre. Cuando todos se alejaron, se acercó al lugar. De pronto escuchó la voz a sus espaldas.
“Mi’jo no sea huevón. Míreme a mí. No fui a la escuela y nunca pasé de zope a gavilán. Su tata es estudiado. Por eso vive bien. Desgraciado. Sólo se aprovechó de mí y luego me abandonó. Que tonta fui. Mi esperanza era que usted sacara lo mejor de los dos. Mi buen corazón y su inteligencia. Pero el asunto me salió al revés. ¿Qué va a ser de usted ahora que ya he muerto? ¿Quién va a hacerle caso si no tiene cómo ganarse la vida?”
El miedo lo paralizó.
Respiró profundo y sin atreverse a voltear grito
-¡A la puta vieja, váyase ya! ¿Será que nunca me va a dejar en paz?
martes, 5 de octubre de 2010
Cutler's backyard
Jamás imaginaron que su infamia sería descubierta
Que sus experimentos con aquellos seres inferiores, con apariencia de humanos, fueran a molestar a alguien.
Ellos, que ante el mundo se habían vendido como los "luchadores por la libertad", mancillaban la de otros en nombre de la ciencia. Tenían un noble propósito: que los humanos superiores (sus semejantes que habitaban el norte) pudieran disfrutar de su sexualidad sin preocupaciones.
Para ello esos émulos de Menguele tomaron a nuestros hermanos: los loquitos, los prisioneros, las prostitutas (hermanos con quienes compartimos herencia de sangre, rechazo y marginación) y les inocularon el virus que acabó con Beethoven. Tomaron nota, en un ambiente controlado, de cómo la enfermedad los corroía por dentro. De cómo los nuevos antibióticos triunfaban o se doblegaban ante ella.
Lo que el viento se llevó fue una macabra sinfonía de sollozos y lamentos.
Sucedió hace 64 años. Pero la rabia y la impotencia no me permiten aceptar que lo dejemos en el olvido. La llamada del representante del Imperio me revuelve las entrañas. ¿Por qué?
¿Por qué siempre nos han utilizado?
¿Por qué a nosotros nos toca poner la sangre, el sudor y las lágrimas?
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