viernes, 20 de enero de 2012
Acto de Clausura
Era el acto de clausura de mi hijo y me encontré a Elizabeth. Ignoraba que tuviera un niño en el colegio aunque debí suponerlo, ambos nos graduamos allí. En aquellos tiempos ella era la diosa de la clase, la mujer con la que soñábamos todos. Mi corazón latió con fuerza al observar que con el paso del tiempo sus encantos se habían acentuado. Intenté ocultarme entre la multitud pero fue inútil. Ella se acercó, y sin importarle la presencia de mi esposa, se apretó contra mí y me dio un cálido beso en la mejilla.
―Eduardo, que gusto verte― dijo con un insinuante susurro.
Sonrojado le respondí tartamudeando.
―Hola Liz, el gusto es mío. Te, te presento a mi esposa.
Un tenso escalofrío me recorrió cuando Susana la saludó.
―Mucho gusto señora de…
―Encantada señora. Para su información no soy de nadie. Sólo hay un hombre del que me hubiera gustado ser.
Mierda, dije para mis adentros. En ese momento hubiera querido abrir un hoyo en la tierra y desaparecer por allí.
―Amor― dijo Susana ―Guayito está a punto de salir a escena y estamos muy lejos para las fotos. Acompáñame al frente.
Nos alejamos con el garfio de Susana destrozándome la piel. Nos detuvimos a un costado del escenario. Era un área que nadie ocupaba ya que no había árboles que protegieran del sol. Su tono de voz presagiaba una tormenta.
― ¿Quién es esa perra? ¿De dónde la conoces?
― ¿Cuál perra amor?
―Mira Eduardo, no te pongas chistosito o te armo una escena. Bien sabes de quién estoy hablando.
― ¡Ah! Te referías a Liz, quiero decir Elizabeth. Es una compañera de promoción.
― ¿Y qué hay entre ustedes?
― Nada. ¿Por qué siempre piensas que tengo algo que ver con todas las mujeres que me saludan?
― Porque eres un puto. Ya te advertí, si te cacho que andas con otra te mando a cortar los huevos ¡cabrón!
Entorné los ojos al cielo y abrí los brazos mostrándole las manos abiertas.
―Ese silencio lo dice todo. ¿Verdad que te estás viendo con esa puta y fingieron para tomarme el pelo? Ahora entiendo ese cuento tuyo del taller de redacción de los jueves. Al inicio dijiste que terminaba a las ocho pero la última vez llegaste casi a medianoche y con la ropa apestosa a perfume. Ya me colmaste la paciencia. Cuídate. Si te dejo te quedarás sin un centavo y jamás volverás a ver a Guayito.
Sentía que los ojos de muchos asistentes estaban clavados en mí, además tenía el traje empapado de sudor.
―Amor, ¿podemos discutir esto en la casa? La gente nos está observando.
― ¡A mí que me importa! Bien merecido lo tienes. Me avergüenzas con cualquier mujerzuela y ni siquiera tienes el valor de aceptar las consecuencias de tus actos.
― ¡Suzy! Te juro que no estoy en nada. El taller me sirve de distracción. A veces nos vamos con los muchachos a cenar después de la reunión. Este año hay varios compañeros nuevos, incluso llegó una sobrina de…
Tuve que dar un par de pasos hacia atrás para esquivar su bolso en pleno vuelo. Ella se aproximaba con la muerte reflejada en su mirada pero una salva de aplausos hizo que nos volteáramos hacia el escenario justo en el momento que Guayito, con el resto de sus compañeros, hacían una reverencia de despedida.
―Imbécil. Por culpa de tus devaneos me perdí la actuación de mi muchachito. ¡Mi vida contigo es un martirio! ¡Soy tan infeliz!
La abracé sin decir nada. Ella, entre gemidos, siguió con sus lamentaciones.
―Te he dedicado mis mejores años, he sido fiel, te amo como nadie lo hará y mira cómo me pagas.
En ese momento sentí el impacto de otra mirada. Cuando dirigí mis ojos hacia el lugar de dónde había venido, divisé la silueta de Elizabeth alejándose con ese contoneo que nos volvía locos algunos años atrás.
Al otro día Susana, con demacrado semblante, me dijo en tono conciliador:
―Perdóname bebé por lo que pasó ayer. Anoche me vino.
―No te preocupes nena. Tómalo como una prueba de amor.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para disimular mi sonrisa. Luego de quince años de casado tengo cronometrados mis días de suplicio mensuales.
El siguiente jueves, en su apartamento y entre un diluvio de besos, Liz me juró que no había presenciado la escena en el colegio. Presiento que no era cierto y que fue una gentileza suya para no avergonzarme.
martes, 17 de enero de 2012
SEÑALES
Probando, probando, 1, 2, 3… Espero que este asunto funcione bien y que puedan recuperarlo.
Desde que tengo conciencia de ser, le he tenido miedo a las alturas. Con el paso del tiempo llegué a concluir que tal vez soy descendiente de Ícaro y que no actualizaron mi programación para erradicar el temor a que mis alas se derritan con la cercanía del sol. O tal vez mi linaje se remonta a la mítica serpiente del paraíso condenada por el mandamás de entonces a arrastrarse por el suelo por haber provocado el pecado original.
Nunca imaginé que al escoger mi carrera, el paquete incluiría viajar tan a menudo en avión. Lo he venido haciendo desde hace más de treinta años, sin embargo cada vez que voy a volar, me agarra un incontenible ataque de pánico aunque le he encontrado un antídoto temporal: ahogo al maldito entre torrentes de alcohol. Casi siempre, en los días anteriores al viaje, soy víctima de una pesadilla en la que, resulta obvio decirlo, me veo dentro de un avión que está a punto de desplomarse. He pasado por incontables variantes del sueño, mi inconsciente es muy creativo construyendo escenarios que invariablemente concluyen… para qué se los digo si ya estoy temblando.
El retorno a la realidad me encuentra bañado en sudor o en otros líquidos corporales, tiritando sin control con los ojos a punto de escapar de sus órbitas, aferrado a mi cama y con el corazón galopando cual si fuera caballo desbocado. Su difunta madre me oía decir ―esto no puede pasarme a mí― También decía que me tomaba varios minutos el reconectarme con la realidad, una realidad que es demasiado dura desde que ella partió.
Hace poco me enfrenté a una disyuntiva. Debía viajar al Caribe el 21 de diciembre, este 21 de diciembre que tanta tinta ha consumido con sus apocalípticas predicciones. Era eso o no contaría con fondos para pagar su inscripción, mis hijos, en la universidad. Así que doblemente acongojado subí esta mañana al avión, rogándole a Dios que los mayas se hubieran equivocado en su conteo o que si el calendario sólo llega hasta aquí, es porque se les acabó la piedra.
La idílica fantasía de un vuelo perfecto terminó repentinamente. Cuando llevábamos casi dos horas de travesía se escuchó una explosión. Las asistentes de cabina apenas pudieron instruirnos sobre las medidas para un aterrizaje forzoso mientras el avión se precipitaba a tierra en una espiral incontrolable. La cabina llena de humo se convirtió en un pandemonio de gritos, rezos y sollozos. Sin embargo querida familia, aunque ustedes no lo crean, estrujado contra el sillón, me invadió una gran tranquilidad, espero que la perciban en mi voz.
Bueno, llegó el momento de detener esto, el océano está cada vez más cerca y debo guardar la grabadora dentro del attaché. Ignoro si alguna vez lo notaron, pero en mis viajes siempre la llevo conmigo. Este attaché es especial, lo compré a prueba de fuego, ojalá aguante el impacto. Su padre fue siempre previsor mis hijos, sólo un estúpido no hubiera tomado algunas medidas luego de pasar medio siglo recibiendo señales. Era obvio que mi viaje por la tierra terminaría así.
Lamento que no voy a estar con ustedes el resto del día, así que me llevaré al otro lado la gran interrogante de si gasté mis ahorros por gusto: ¿tendrían razón los mayas o podrán ustedes a partir de ahora darse la gran vida luego de cobrar el seguro que compré, por si acaso moría hoy?
martes, 10 de enero de 2012
La Pesca
Estaba tan concentrado tratando de esquivar al sol, que con el correr de las horas se obstinaba en invadir el cada vez más escaso territorio delimitado por la sombrilla, que salté sobresaltado al escuchar un motor a menos de diez metros de mi improvisado refugio.
El libro de Los Misterios del 2012 rodó por la arena al ponerme de pie para observar la vieja lancha, de tablas corroídas por la sal, que acababa de encallar frente a mí. Tres pescadores de edad indefinida, ojos oscuros y piel tostada, saltaron por la borda y se dirigieron presurosos a jalar la red que se perdía entre la reventazón. En sus enjutos cuerpos resaltaban los músculos, tensos por la fuerza que provocaba su lucha contra el mar. En eso escuche gritos a mi derecha y como a veinte metros observé otra pareja empeñándose en la misma tarea.
Habían transcurrido menos de cinco minutos y ya la playa estaba repleta de sorprendidos bañistas que observábamos en silencio el esfuerzo de los pescadores. Poco a poco sobre la ardiente arena se fueron acumulando metros y metros de red.
De pronto mi hijo me señaló como, después de la reventazón, justo donde una bandada de pelícanos revoloteaba a ras de las olas, los peces literalmente volaban sobre ellas en un desesperado intento de escapar de la trampa, pero su lucha fue en vano. Antes de que terminara de contarlos, el extremo de la red yacía sobre la playa.
La mayoría no resistimos la curiosidad de observar cómo la muerte se ensañaba sobre las indefensas criaturas. Incluso bromeamos al ver a algunas moviendo sus aletas insinuando un desesperado adiós. Los cuerpos inertes de cuarenta especímenes se convirtieron en trofeos de los pescadores. En algunos peces destacaban reflejos dorados o plateados, en otros las largas colas, unos mostraban cuerpos redondos, en otros eran alargados; sin embargo todos tuvieron un denominador común final: conforme fueron muriendo, sus inexpresivos ojos quedaron dirigidos hacia ese sol que parecía deseoso de derretirnos.
Llegó el turno de los niños. Dos parejas fueron recolectando la cosecha en sacos de brin. Sólo tomaron a los especímenes más grandes; los pequeños, que serían casi la mitad, quedaron tirados en la playa. Víctimas caídas sin oficio ni beneficio.
―Lástima que no lo supimos antes ―comenté con mi esposa ―tal vez hubiéramos podido devolverlos vivos al mar.
La aventura había concluido. Considerando que había visto suficiente,le di la espalda a la playa. Tampoco tenía sentido volver a la lectura de las premoniciones del 2012.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)