sábado, 20 de agosto de 2011
Sicodelia
Vagaba por el bosque siguiendo el inconfundible sonido de un manantial. Llegué al sitio donde brotaba el agua y me entregué al embeleso de observar cómo se depositaba en una poza con una exótica tonalidad esmeralda. Me sumergí hasta la cintura en ella y experimenté una extraña sensación. El agua estaba tibia. En cuestión de segundos los engranajes de mi cerebro se conectaron y brinqué de la cama.
― ¡Maldición! Me volvió a suceder murmuré con enojo mientras corría al baño.
Al traspasar la puerta y encender la luz, no esperaba encontrar a nadie, menos en esta incómoda situación. Me pareció que a ella le sucedió lo mismo, porque se quedó de una pieza. La sincronía había sido tan perfecta que la había pillado en el único lugar en donde no tenía una ruta de escape.
Di un paso hacia adelante y ella tensó las patas. También percibí una ligera vibración en sus antenas. Volteé la cabeza hacia todos lados buscando un arma, pero no localicé nada cerca. Bajé las manos en señal de impotencia, nos encontrábamos en un ridículo empate. Lo único que se me ocurrió fue encararla.
― ¿Qué hacías acá bicho inmundo?
Casi caigo de espaldas cuando escuché su aguda voz.
― ¿Cómo tienes el descaro de presentarte en esas fachas y llamarme inmunda? Ya estás grandecito para seguir orinándote en los pantalones. No me extraña, apuesto que desde pequeño has sido un irresponsable. ¿Te has visto en un espejo? Luces tan descuidado que ninguna muchacha decente te haría caso.
Estaba seguro que no era un sueño. El frío que trasmitían los pantalones empapados era demasiado real. El animal sabía que había hecho la jugada correcta. Ahora era yo el acorralado.
Esos reclamos me recordaban tanto a mi madre que, sin pensarlo dos veces, alcé el pie desnudo y lo dejé caer sobre ella. Sentí como se impregnaba con la sustancia viscosa que brotó de la cucaracha aplastada. El espejo me devolvió la imagen de una bestia peluda, empapada de sangre.
Abrí la llave de la ducha y aguantando el aliento, soporté el impacto del agua helada. Pase casi media hora restregándome el cuerpo con desesperación, aunque sabía que todo sería en vano.
Regresé a la cama pero no pude volver a dormir. Todo por culpa de aquella mujer, que me atormentaba con sus reclamos y que callé para siempre en otro de mis desdichados arrebatos.
jueves, 18 de agosto de 2011
Síndrome preelectoral
Conforme se acerca el 11 de septiembre me agarra la angustia de no poder aislarme del mundo. Por más que busco atajos para llegar al trabajo y manejo con los ojos fijos en el asfalto, es imposible evitar las docenas de caras que, colgadas de los postes de luz o brotando de las escasas áreas verdes de la ciudad, me invitan a darles mi voto.
No digamos si me toca pasar por el Obelisco o la Plaza España un fin de semana. El otro día no sabía si era mejor dárselo, el voto por supuesto, al grupo de señoras que con desgano agitaban sus banderas verdes llevando tras de ellas una marimba de patojos desnutridos, o a las porristas que con cada salto mostraban sus tanguitas naranjas con una diminuta mano empuñada, justo en donde se unen las piernas. A la fecha aún sigue esa contienda entre conciencia y hormonas.
A mis cincuenta y pico me fascinan las cancioncitas. “No te preocupes mi vida, ya vienen tiempos mejores…” es, para mí, la que se lleva el Grammy electoral chapín. Aunque digan que es el anuncio más cholero, como un día afirmó con sapiencia un letrado profesor de la Marroquín.
También confieso que me encantó la novela de la Doña. Todo el mundo hablaba del tema; que si el amor por la patria era más grande que el que se siente por un hombre, digo… Que nos invadirían hordas de menesterosos para vengarse en caso no la inscribieran; que si ella quedaba como presidenta no hubiera habido necesidad de esperar al 21 de diciembre del 2012 para que esta mierda se acabara; que la Corte no consideró su triste papel de madre soltera con cuatro hijos y le privó su derecho de ganarse la vida. Que ella, cual nueva Evita, era la única a quien le preocupaban los pobres, como su pobre hermana que cada semana mandaba paquetes de dólares a Panamá.
Siendo realista, esta campaña ha demostrado que muchos candidatos tienen una provisión de recursos sin fin para saturarnos con sus fotos y canciones y cómo dicen los gringos, en inglés por supuesto, “no hay almuerzo gratis” ni siquiera en los comedores solidarios. Quien haya puesto la plata, va a exigir un retorno. Algo he aprendido de mis amigos marroquinianos, ¿adivinen quien va a pagar esto?
Al final tenemos una decena de abnegados hombres y mujeres dispuestos a sacrificarse por nuestro bienestar. A menos de un mes del famoso 11 de septiembre, por culpa de toda esta parafernalia de rótulos, anuncios, canciones y tanguitas no tengo idea de quién tendrá un plan concreto para salvarnos, si es que podemos salvarnos.
Porque para mano dura me basta con la de mi jefe; para tener un veterano académico que a los cinco minutos ya olvidó lo que acaba de decir, me bastaba con mi padre, para promesas disparatadas o que me visen mi pasaporte al Paraíso, me basta con Cash Luna, aunque prefiero verlo en la tele para que no me saque el diezmo.
No soporto más esta invasión publicitaria, así que votaré dejándome llevar por mi sexto sentido, aplicando la sabia fórmula del tin-marín. Quien quita que, si en ese justo momento, una de las candidatas me guiña el ojo desde la papeleta, haga brotar el recuerdo de aquella chica que, con cien libras menos y a la vista del lago más bello del mundo, me hizo hombre y muestre mi agradecimiento con una tierna equis sobre su nobeleado rostro.
Sin embargo me aterroriza lo que pasará dentro de cuatro años cuando, más viejo y a causa del Alzheimer, ya ni recuerde por que es importante dirigir la atención hacia el símbolo que lleven las porristas en la tanga, justo en donde se unen sus piernas.
miércoles, 3 de agosto de 2011
6060 AÑOS
Seis mil sesenta años es casi el tiempo que, según los judíos, ha transcurrido desde aquellos fabulosos seis días cuando a “alguien” se le ocurrió la descabellada idea de poblar la tierra con esta especie de mierda. Si fue Abba o Yahvé, que me perdone, no pudo escoger una peor manera de demostrar su inefabilidad.
Porque los humanos hemos, desde siempre, hecho honor a nuestro mítico padre Caín y con una pasión digna de mejor causa, hemos dedicado ímprobos esfuerzos para acabar con nuestros hermanos, en el más aberrante de los casos, argumentando que lo hacemos en nombre del Dios del Amor.
Hemos preferido ponernos una venda en los ojos, caminar con una hipócrita sonrisa en los labios buscando no ensuciarnos los pies con los arroyos de sangre que brotan de los caídos ¡y luego clamamos al cielo reclamando que sus frutos son amargos y escasos!
Las noticias informan que cuatro acusados de la masacre de las Cuatro Erres fueron condenados a seis mil sesenta años de cárcel. Treinta años por cada uno de los doscientos un campesinos masacrados un infame siete de diciembre de mil novecientos ochenta y dos. Veo a algunos asistentes al fallo aplaudiendo y no me alegro.
No me alegro porque ni aunque retrocediéramos el reloj del tiempo hasta ese momento en que nuestro creador decidió insuflarnos la vida “a su imagen y semejanza”, podría corregirse el error de origen. Porque cada vida segada es un lucero menos que resplandece en el camino de nuestra salvación y cada vez son menos los que nos guían hacia allá. Ni siquiera sé si serán suficientes para encontrar la salida o si, como ocurrió con Sísifo, estaremos condenados a vagar eternamente perdidos en este laberinto de terror al que llamamos vida.
Por otro lado me pregunto, ¿fueron Carías y los otros tres condenados los culpables? Se dice que el hecho lo cometieron ochenta asesinos que fueron traídos de otra base con instrucciones específicas de encontrar unas armas que habían sido robadas por la guerrilla. El teniente Carías no tenía ni veinticinco años cuando, ciegamente poseído por la creencia que estaba salvando a la patria, irrigó la tierra con sangre de hombres, mujeres, ancianos y niños cuyo único pecado era ser pobres e indígenas.
Por ser el jefe, quien robó las míseras pertenencias de esa gente, su sentencia será de 6066 años. El triple seis me recuerda la marca de la bestia. Pero ¿quién fue más bestia, el que planeo o el que ejecutó? ¿Quiénes fueron los que, desde su escritorio en el Palacio Nacional o cómodamente refugiados en México, movieron las piezas de este estúpido juego de ajedrez hasta dejar a ese grupo de campesinos a merced de los depredadores?
Ayer la portada de uno de los diarios mostraba al general López Fuentes, en camilla, llegando a los tribunales. Qué lástima me dio. Lástima porque en su terror a comparecer ante nuestro remedo de justicia, no vacila en pisotear su dignidad de soldado y apela a nuestros sentimientos de piedad. Ese pobre ancianito fue el creador del Victoria 82, el plan orquestado para arrasar la tierra de nuestros antepasados. ¿No es una aceptación tácita de culpabilidad el que ahora alegue locura para no ser juzgado? ¿No está reconociendo que estaba en su sano juicio cuando concibió la idea de arrebatar el agua al pez, empleando la táctica de tierra arrasada?
Dos candidatos y sus seguidores niegan que haya habido genocidio. Un vende patria, en su afán por congraciarse con aquellos que le dan de comer, niega que acá hayan muerto cientos de miles de personas. Ante declaraciones tan cínicas me pellizco para confirmar que no estoy soñando. Deseo asegurarme que los testimonios, las fosas, las fotografías y tanta evidencia, que la madre tierra vomita hastiada, no son fantasías creadas por otros, atormentados como yo, para justificar nuestros complejos y mancillar el honor de nuestro glorioso ejército, que gallardamente derramó su sangre en defensa de la democracia y la libertad.
Cuánta razón tenía el poeta cubano que escribió las estrofas originales del himno de esta Guate-la-mala que disfruta devorando a sus hijos: “Tinta en sangre tu hermosa bandera, de mortaja al audaz servirá”. Porque aquí, desde hace muchos siglos, la audacia de pedir justicia y un trato digno se ha pagado con la vida.
Yahvé, ya me cansé de buscarte para que me aclares tantas dudas. Imagino que estás ocupado en temas más importantes, como convencer a los congresistas del Imperio para que amplíen su margen de deuda y así se rescate este maravilloso paraíso en dónde miles mueren a diario de hambre y la fabricación de armas es un jugoso negocio. Por eso busqué consuelo en ti, hoja de papel. Perdóname por mancillar tu pureza con la oscuridad de mis pensamientos.
Hoy dejaré mi casa con el disfraz de siempre. Volveré a ser un engranaje más en ésta maquinaria de indiferencia que me garantiza el sustento… siempre y cuando agache la cabeza, me porte bien y siga calladito.
Amén.
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