lunes, 27 de diciembre de 2010
Extraviado (II)
Tenía que ir al Palacio Nacional a cumplir un compromiso, como no tenía con quién dejar a Duque (mi querido gran danés), decidí llevarlo conmigo. Nos metimos a la camioneta y emprendimos el camino al centro. Mientras conducía me preguntaba en dónde podría dejar el vehículo sin exponerme al vandalismo de los indeseables merodeadores de esa área. Además me preocupaba que tuviera que dejar el perro allí porque no veía probable que me dejaran ingresar al Palacio con él. Duque es un animal inmenso, parece un pequeño caballo, pero también es la mansedumbre encarnada en un can. Jamás ha atacado a nadie. Es mi mejor y por qué no decirlo, mi único amigo con el que distraigo la soledad de mi vida.
En vista que no encontré una mejor solución decidí parquearme frente al Palacio. Tomé la octava calle y al llegar a la altura de la puerta principal, di un timonazo a la derecha, subí la acera y estacioné la camioneta justo entre dos de esos faros redondos que se erigen sobre sus bases de metal forjado. Le dirigí unas palabras de cariño a Duque y bajé. Eso sí, dejé las luces encendidas para que él no tuviera miedo.
El Palacio siempre me ha impresionado por su imponente construcción de piedra verde jade, grandes ventanas rematadas en medio arco engalanadas por vistosos vitrales y las altas torres cuadradas ubicadas en sus cuatro esquinas. Curiosamente no había guardias custodiando sus puertas y pude entrar sin que nadie reclamara mi osadía de dejar la camioneta con un perro que apenas cabía en el asiento trasero, justo enfrente de la puerta principal.
Llegué al salón en donde se celebraba la reunión a la que debía asistir. En las mesas redondas sólo vi sentadas mujeres. Todas estaban en sus treintas y se veían atareadas llenando cartones de bingo. El único hombre era yo. Al cabo de algunos minutos el juego concluyó. Todas comenzaron a despedirse. Una de ellas, de baja estatura, ojos claros y largo cabello rubio, se acercó y dijo que tenía que pagar cien quetzales. Busqué en los bolsillos, no cargaba ni un centavo. Ella tenía la mano extendida. Su mirada reflejaba impaciencia. Medio aturdido le dije que me diera unos minutos, que iría a buscar un cajero automático. Salí corriendo del lugar. Sólo me detuve un momento para cerciorarme que Duque se encontraba bien y me perdí detrás del Portal del Comercio buscando un dispensador de dinero.
Regresé con un billete de cien en la mano. Me dio lástima mi perro encerrado y ya que la primera vez nadie me había puesto reparos en ingresar, decidí llevarlo adentro conmigo. Volví a entrar, pero a pesar que me pareció que era la misma puerta, el lugar era completamente distinto. Estaba dentro de una edificación en ruinas en pleno proceso de reconstrucción. Por un momento pensé que tal vez me había confundido y había entrado por otra puerta, la que me había conducido a un sector antiguo del Palacio, así que tomé por un corredor en busca del salón en el que había estado. Caminaba de prisa, sintiendo el jadeo de Duque detrás de mí. Luego de algunos pasos el corredor terminaba en un muro. Un poco frustrado emprendí el regreso y tomé por otro… para alcanzar el mismo resultado. Estaba atrapado en un laberinto. Y lo peor es que no encontraba a nadie que me pudiera orientar. Perdí la cuenta de las veces que fuimos y volvimos. Parecía que alguien me estaba haciendo una broma de mal gusto. Al final encontré una salida abierta, pero literalmente abierta ya que el corredor no terminaba contra una pared sino en un agujero. Me detuve a la orilla, traté de avistar hacia el fondo, pero sólo vi oscuridad. Al dirigir la vista hacia los lados descubrí que un estrecho puente de tablas nos permitiría pasar al otro lado. El atravesarlo fue para nosotros más complicado que los trabajos de Hércules. Duque estaba aterrorizado, pero nada comparado con el temor que yo sentía. Cuando llegamos al otro lado ambos nos dejamos caer respirando agitadamente. Sentía la camisa empapada en sudor y las piernas temblando como luego de una maratón de baile.
Algo me tranquilizaba. Ya estábamos fuera del laberinto. De este lado todo me pareció conocido así que pronto llegué al salón. No debió parecerme extraño el encontrarlo vacío. Lo inexplicable era que no sólo no había nadie. Tampoco estaban las mesas, las sillas, los cuadros, las cortinas. Sólo cuatro paredes desnudas y frías. Esto comenzaba a ponerse extraño.
Sin embargo algo me motivaba a seguir. Tenía una deuda que saldar. No quería que mis amigas fueran a pensar que no honraría mi palabra. Así que reanudamos la búsqueda con Duque. No nos costó encontrarlas. Ahora estaban en otro salón. En éste las sillas estaban apoyadas contra las cuatro paredes, nada había en el centro. En una esquina estaba una señora de avanzada edad con unos libros. Cada una de las amigas iba pasando con ella, quien las anotaba y luego se retiraban. Mi mirada recorrió el salón buscando a la mujer de baja estatura y cabello rubio a quien debía pagarle. De pronto hasta el corazón dejó de latirme. Allí estaban todas las que habían jugado conmigo apenas una hora antes. ¡Pero ahora estaban en el umbral de la vejez! Parecía que cada una había envejecido al menos treinta años.
Como no encontré a la rubia, me dirigí a otra conocida y le pedí si podía anotarme. Ella me dijo que sí. Nos despedimos. Cuando quise darle un beso en la mejilla, ella volteó la cabeza y nuestros labios se encontraron.
Extraviado (I)
Necesitaba salir de casa, de lo contrario me ahogaría. Abrí la puerta y me despedí diciendo –iré a dar una vuelta.- Tomé la pendiente hacia la zona 14, no llevaba ningún plan en mente, sólo el caminar para relajarme. Comencé a rodear la primera manzana. Tenía forma de óvalo. Un gran muro de piedra apartaba los transeúntes de las mansiones que se erigían en lo alto. Recuerdo que una llamó mi atención. Parecía un castillo de la Alhambra, puertas y ventanas con ese particular estilo morisco. Estaba pintada de color “zapote”. Las diferentes edificaciones del conjunto, incluyendo fuentes y jardines, cubrían un área muy extensa. En algún momento me imaginé cómo sería vivir allí. De pronto el camino se estrechó tanto que ni los rayos del sol lograban penetrarlo. En la penumbra observé que en lugar de piedras, los dos muros estaban llenos de nichos mortuorios. Más que miedo, sentí curiosidad. Parecía que éste había sido un cementerio mucho antes de volverse zona residencial, pues aunque se conservaba bastante bien, eran obvios los estragos del tiempo en las lápidas y jardineras.
Comencé a cansarme, ya que por más que seguía el contorno de esa manzana, no lograba iniciar el retorno, sin embargo continuaba caminando, porque presentía que si daba la vuelta, el retorno en ese sentido sería más largo. Tenía razón. Al cabo de unos minutos mi sentido de orientación me indicó que éste ya había iniciado. De pronto llegué a un sitio en el que confluían tres calles. Me detuve a decidir por cuál tomar cuando noté que justo en dónde estaba había un lujoso restaurante de estilo francés. Asomé la cabeza y vi el mobiliario de finas maderas, unas gruesas cortinas color vino tinto y lámparas de almendrones que daban una discreta iluminación al lugar. El capitán se acercó y me invitó a entrar. Me sentí incómodo, ya que había salido de casa vistiendo ropa informal. Entonces él me ofreció otra opción. Me dijo que me podían servir –enfrente- y señaló hacia el otro lado de la calle.
Efectivamente allí había mesas al aire libre colocadas en un pequeño jardín rodeado de mausoleos.
miércoles, 8 de diciembre de 2010
HACE TREINTA AÑOS
Prometía ser otro día más previo a la Navidad. Mi hija Lourdes tenía diez meses y a causa de un accidente que sufrió su mamá, tenía su pierna enyesada. Vivíamos en una diminuta casa en la 15 calle de la zona 1. Para variar, el dinero escaseaba y me sumía en preocupaciones pues mi segunda hija estaba por venir. El trabajo abundaba. Estábamos apoyando una transacción importante (la venta de la petrolera Basic) y casi no nos quedaba tiempo para atender asuntos personales (trabajábamos los siete días de la semana, un mínimo de doce horas diarias). Era el 8 de diciembre de 1980, día de nuestra señora de la Concepción.
Lejos de acá un hombre caminaba por la calle cercana a su apartamento en New York. Años antes había conmovido al mundo con una osada declaración, que su grupo era más famoso que Jesucristo. Luego conoció a una mujer que le hizo ver que no estaba recibiendo el mérito a su talento que se merecía. De hecho, él no buscaba fama o fortuna (aunque ambas le habían abundado), él quería transformar el mundo. Él deseaba que se le diera una oportunidad a la paz, él imaginaba un mundo en el que todos fuéramos solidarios. Él expresó mejor que nadie lo que se puede sentir por una mujer.
A alguien como él le era imposible escapar al acoso de los fans. Por eso no le extrañó que uno de ellos se le aproximara para solicitar que le firmara un disco. Nadie esperaba lo que pasó después. Los disparos que acabaron con su vida terrenal lo elevaron a la inmortalidad. Desde entonces el más grande de los 4 de Liverpool sigue iluminándonos con su inspiración.
Me enteré hasta la mañana siguiente. Recuerdo que ese día se me hizo dificil concentrarme. Pasaron los años. Parece increíble que él no esté entre nosotros. El mensaje de su música sigue tan vivo como tres décadas atrás. Imagine, ese mundo ideal, se volvió una de mis canciones preferidas, no sólo por lo que dice sino por la sinceridad con la que fue escrita. John, gracias por tu legado y por todo lo que has representado en mi vida.
-I believe in God, but not as one thing, not as an old man in the sky. I believe that what people call God is something in all of us. I believe that what Jesus and Mohammed and Buddha and all the rest said was right. It's just that the translations have gone wrong.-
John Lennon
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