NOTA. Esta es una versión actualizada del cuento "Su Primer Milagro" publicado en el 2012.
I
Si te contara cuántas pesadillas me han atormentado
durante décadas. Si te contara…
He pasado momentos en los que al temor de dormir, solo lo
supera el de volver a despertarme, porque
al menos en sueños sí estás conmigo.
Si supieras cómo ansío que en una de tus apariciones me cuentes
en dónde te encuentras. Esa incertidumbre de no saber de ti, de no tener un
lugar a donde llevarte flores o una tumba que regar con mis lágrimas, me ha
destrozado por años.
Algunos días presiento que estás vivo, que volverás. Entonces
me arreglo, limpio el cuarto, plancho tu ropa, preparo los frijolitos con
cebolla y tomate picados que tanto te gustaban y consigo tortillas recién
salidas del comal. He perdido la cuenta de las noches que he pasado en vela, sentada
en nuestro viejo sofá, esperando que toques a la puerta mientras observo cómo
se va enfriando la comidita que con tanto amor preparé. Vieras cómo temo que a
tanto entusiasmo, a tanta esperanza que aún conservo, un día les pase lo mismo.
Siempre he creído que me salvé para esperarte. Si estoy
equivocada ¿Por qué no dejas de seguir viniendo en sueños a nutrir esa ilusión
de volverte a ver? ¿O será que huyes espantado al descubrir lo poco que queda
de mí?
Porque así como a ti te sigo viendo joven, lleno de
vitalidad, de mí apenas queda el espectro de una existencia que comenzó a marchitarse
desde aquel momento que no volviste. Huyo de los espejos. Reflejan la imagen de
una anciana de cabellos encanecidos, cuerpo encorvado y mirada marchita. Al
verla me pregunto, saboreando la amargura de mis lágrimas: Juventud ¿en dónde
te perdí? Conozco la respuesta, esas palabras son como hiel en mi boca y en mi
corazón.
Se esfumó en visitas a la morgue, buscando cementerios
clandestinos, en marchas de protesta exigiendo tu aparición.
Cada día incontables interrogantes me abruman: ¿Sirvió de
algo el sacrificio de cientos de soñadores como tú? ¿Sirvieron de algo los
torrentes de sangre inocente derramados? ¿Para qué me dejaron viva? ¿Por qué, habiendo
tantas personas con una fe capaz de mover montañas, escogieron a una mujer que
no sabe ni en qué creer para dar testimonio de lo que pasó?
Cuando me abruma la depresión quisiera encaramarme a la
baranda del puente que está cerca para volar a tu encuentro, sin embargo, me
detiene la esperanza de que tal vez no estés del otro lado, que quizás este sea
el día cuando te volveré a ver.
Amado Tonito, estoy cansada. Cansada de rogar, de buscar,
de esperarte y de llorar por ti. Has de estar harto de mis lamentaciones. Sé
que no es la mejor manera de conseguir que regreses o de que decidas quedarte.
Perdóname. Me pongo así cuando el dolor se vuelve insoportable.
Otra vez estoy hablando sola. ¿Qué puedo hacer si por
años la soledad ha sido mi única compañía? Prefiero eso a que se me peguen los
labios. Quiero estar preparada para decirte las palabras de bienvenida que
todos los días ensayo: “Mi negro… ¡Ay Dios! Con tantas cosas que he estado
pensando, se me olvidó el resto.
II
Un general de mente trastornada gobernaba Guate-la-mala, el
país de la eterna tiranía. En el verano de 1982 las tinieblas devoraban el
firmamento por las tardes mientras sus esbirros aniquilaban a profesores y
alumnos de la Universidad Nacional. Pero nada detenía el empuje de aquella
juventud, ávida de conocimientos, que acudía solidaria a las aulas. Antonio y
Clara eran parte de aquel grupo de soñadores que se esforzaban por construir un
futuro mejor.
Antonio, delgado, moreno, de intensa mirada, había nacido
en el altiplano. Él había emigrado a la capital con la aspiración de ser
abogado y así defender a sus paisanos del despojo que sufrían a manos de los
terratenientes. Tras cinco años de mostrar su compromiso con la causa, le habían
elegido secretario del sindicato en la fábrica de calzado en dónde trabajaba.
Clara cautivaba con la chispeante mirada de sus rasgados
ojos negros. La nariz aguileña y el mentón definido revelaban la firmeza en su
carácter. Su cabello azabache y ondulado danzaba con el viento al compás de su
caminar. Su padre era un líder sindical que había visitado la cárcel con
frecuencia.
―Le ha pasado por necio. Quien lo manda meterse a
organizar a la gente para que pida mejoras salariales ―refunfuñaba doña
Refugio, su madre.
Clara estudiaba leyes motivada por el deseo de defender a
las legiones de trabajadores ―que nunca
pasarán de zope a gavilán, como ha sucedido con tu padre ―como comentaba doña
Refugio con resignación.
Un amigo mutuo los presentó, en poco tiempo descubrieron
que sus almas, así como sus cuerpos, se complementaban a la perfección.
III
“Un día Tono me
comentó que asistiría a los festejos del patrono de su pueblo. Por más que intenté
disuadirle, no cambió de opinión, entonces le supliqué:
―Déjame acompañarte.
―Sabes que es imposible. Allá ni siquiera hay un lugar
para hospedarte.
―Podría quedarme en tu casa…
―Ni se te ocurra pensarlo. Mis padres serían los primeros
en oponerse. Los del pueblo hablarían mal de nosotros. Quédate tranquila, solo
me ausentaré una semana.
En la terminal de buses nos dimos un último beso. Era el
21 de noviembre de 1982, una fecha que jamás olvidaré.
Llegué a la estación el día convenido, pero no apareció.
Volví a esperarlo, en vano, a diario, las siguientes dos semanas. A punto de enloquecer
decidí ir a buscarlo. No llegué lejos. El ejército tenía cercada el área.
Esperé en un pueblo cercano acosando a los vecinos con mis preguntas, la sola
mención de aquel lugar les sellaba los labios. Algunos, con el terror reflejado
en el rostro, me recomendaron que ni intentara subir al sitio. Un anciano me
aclaró la razón.
―Los pintos acabaron con todo. Luego, como acostumbran,
dejaron el área en poder de los patrulleros civiles. Seño, le aconsejo que deje
de estar preguntando. Aquí está lleno de orejas. Váyase antes de que la delaten
en el destacamento. Si esos desgraciados la agarran, lo mejor que puede pasarle
es que la maten…
Regresé a la ciudad con un insoportable vacío en el
corazón y movida por un propósito: que aquel crimen no quedara impune. Confirmé
que navegaba en aguas turbulentas cuando comencé a recibir amenazas. Lejos de
amedrentarme me animaron a seguir en la lucha. Cada nota, cada llamada anónima,
eran claros indicios de que mi investigación iba por un buen camino. Una tarde,
saliendo de la universidad, escuché el rechinido producido por un frenazo y vi
que tres hombres fornidos, con las caras cubiertas, se apeaban de una panel
blanca detenida frente a mí. Sin importarles que la gente los observara,
comenzaron a golpearme y me arrastraron dentro. Perdí el sentido cuando me
taparon la cara con un trapo.
Desperté tirada sobre un colchón de paja en un frío
lugar.
Un hilillo de luz se colaba por una rendija. Cada parte
del cuerpo me dolía de una manera que jamás hubiera imaginado. Sentía las
caderas desencajadas, mi ropa interior había desaparecido, un líquido espeso de
olor desagradable resbalaba por mis piernas. Al comprender lo que habían hecho
me puse a llorar. Ignoro cuánto tiempo había transcurrido cuando un joven que
vestía uniforme verde de combate entró a la celda. En la penumbra no alcancé a
verle la cara, por la voz calculé que tendría mi edad. Su amabilidad me
desconcertó.
―Señorita, discúlpenos por lo que pasó. Algo se salió de
control, sancionaremos a los culpables. Estamos seguros que usted es una
persona razonable. Si colabora, le doy mi palabra que esta misma tarde estará
de vuelta en su casa.
Quería que delatara a los compañeros de Tono. Preguntaba
nombres, direcciones, lugares de trabajo. Aunque imaginé las consecuencias,
decidí que prefería morir antes que denunciar a los compañeros. Cuando escupí
sus relucientes botas, su puño se estrelló contra mi nariz.
Setenta y dos horas después mi resistencia había llegado
al límite. Me habían violado incontables veces, tenía la nariz quebrada, me
faltaban varios dientes, la hinchazón de los párpados no me permitía ver, mis
senos estaban cubiertos de mordidas y pellizcos, mis brazos y piernas estaban marcados
por quemaduras de cigarrillos, me habían arrancado las uñas y tenía dislocados
los dedos de la mano izquierda. La garganta me ardía luego de tres días sin
recibir una gota de agua.
El cuarto día me encontró desnuda, temblando en un rincón
de la celda. En aquellos momentos anhelaba,
más que nada, la pronta llegada de la muerte. Convencida del poco tiempo que me
quedaba, decidí utilizarlo para ponerme en paz con Dios. A menudo perdía el
hilo de las oraciones de manera que supongo que entró al calabozo en uno de mis
frecuentes desmayos porque estaba a mi lado
cuando recobré la conciencia. Tenía sus manos sobre mi cabeza y oraba en un
idioma desconocido. La oscuridad, los ojos hinchados, me impedían distinguir su
semblante. Aunque ignoraba quien era estaba segura de algo: No era una de esas
bestias disfrazadas de hombres que me habían estado martirizando. Bañada en
llanto me apoyé en su pecho. Pasó el resto de la noche reconfortándome,
limpiando mis heridas y dándome de beber. Con las primeras luces del alba me
anunció que debía marcharse. Invadida por el pánico le supliqué que se quedara,
él intentó tranquilizarme.
―No temas Clara, mientras yo esté por acá, ellos te
dejarán en paz. Voy a pedirte algo, aunque sé que será difícil, te ruego que
los perdones, solo así ayudarás a tu alma a superar este sufrimiento. Rézale a
nuestra Santa Madre, ella te protegerá.
Antes de desaparecer en la penumbra me entregó un
rosario.
Mi primera reacción al quedar de nuevo sola fue que había
tenido una alucinación, pero el rosario que apretaba en mi mano, y el bienestar
que me iba invadiendo, evidenciaban lo contrario.
El quinto día me dejaron en paz. Esa noche, cuando
regresó, pude observarlo mejor. Vestía una túnica blanca, sus rasgos me eran
familiares. Con extraño acento me comentó que había tenido un día atareado. A
pesar de su agotamiento rezamos toda la noche. A la mañana siguiente, antes
de partir, me hizo una extraña petición.
―Clara, prométeme que guardarás silencio sobre lo que ha
sucedido. Escucha a tu corazón, él te revelará cuando puedas contarlo.
Ese día me liberaron. Sin ninguna explicación me fueron a
tirar al basurero municipal. Me tomó mucho tiempo y esfuerzos el superar el trauma
de lo vivido. Cambié de nombre y de residencia, rompí todo nexo con los
compañeros de la universidad. No sé qué hubiera sido de mí sin el rosario. En
incontables días me aferré a él, como un náufrago a los restos de la nave que
lo transportaba, para no hundirme en el abismo.
El 2 de abril de 2005, con el resto del mundo, lamenté la
muerte de Juan Pablo II. Entonces
comprendí que había llegado el momento de revelar mi secreto. Porque estoy
convencida que ese santo varón fue quien me consoló cuando desfallecía en
aquella horrible mazmorra las noches del 6 y 7 de marzo de 1983, al tiempo que
visitaba mi país.”
IV
Qué extraño. Estaba sacudiendo y encontré este sobre
debajo del colchón. Se nota que las hojas llevan tiempo metidas allí, están
amarillentas y arrugadas. En el sobre también había un rosario. De seguro los
olvidó el inquilino anterior. Mejor evito problemas y dejo todo como estaba.
Es casi medianoche. Antonio López ¿En dónde andarás?
Obviamente estoy molesta. Ni siquiera hoy, en mi cumpleaños, pudiste venir
temprano. Otra vez la comida se te enfrió. Ay hombres, nunca cambian. Se
desaparecen cuando una menos lo espera.
El viejo sillón crujió, como había estado ocurriendo
durante los últimos treinta años. Un par de apagados ojos se clavó en la
puerta. Con el paso de las horas se fueron cerrando y una sonrisa se dibujó en
el avejentado rostro de Clara.
Comentario
agregado el 27 de abril de 2014:
Hace pocas horas, Juan Pablo II fue declarado santo, como
habrán leído, él es uno de los protagonistas de este cuento. Lo que en su momento no escribí fue que
estuvo inspirado en una historia que, hasta dónde puedo dar fe, realmente
ocurrió. Hace algunos años llegué a conocer a “Clara”, tal vez como una secuela
del milagro obrado en ella, en su memoria se habían borrado los recuerdos de lo
que vivió en aquellos nefastos años de la represión; sin embargo, su sobrina me
permitió leer el documento que ella escribió y en dónde contaba lo sucedido,
además, aunque no llegué a tocarlo, pude ver el rosario que se menciona en el
cuento. Según me dijeron, varias personas habían sanado luego de tenerlo en sus
manos.
“Clara” murió hace seis años. Estoy seguro que hoy su
alma celebró jubilosa la canonización del hombre que le dio fortaleza en
aquella oscura mazmorra en marzo de 1983.
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