martes, 15 de noviembre de 2011

La Reina de la Noche


Una lluviosa tarde de finales de agosto el Flaco estaba de turno, cuando le avisaron que tenía una llamada. Era el Caite, un vecino de la infancia.

―A la puta vos, cómo me costó encontrarte. Disculpá que te llame al trabajo. Sólo quería contarte que tu vieja ya pasó a mejor vida. La están velando en Funeraria López, la que queda al costado del Hospital General. Lo siento mucho mai frend.

El Flaco se quedó de una pieza. El Caite ya había colgado pero él seguía con el auricular pegado al oído, escuchando. Escuchando los latidos acelerados de su corazón. Un torrente de remordimientos aplastaba su pecho impidiéndole respirar. Siempre había considerado a su madre como un estorbo a su estilo de vivir pero ahora, que se había marchado, le invadía una inmensa soledad. Soledad que amenazaba con devorarle, como esos agujeros negros que deambulan por el espacio.

Apenas salió del trabajo echó a andar por las mojadas aceras del viejo centro. Observó a los mendigos, preparando sus lechos de cartones en los pórticos abandonados de aquellos lujosos almacenes que, con el ocaso de la zona, habían migrado a otras más seguras. En cada esquina se veían seductores cuerpos, enfundados en diminutos vestidos de vivos colores, que semejaban exóticas flores nocturnas brotando en ramilletes en la penumbra. La Güera no estaba entre ellos.

―Tal vez está ocupada ―razonó.

―No en balde la conocen como la reina de la noche.

Vagó sin rumbo por horas, finalmente sus pasos le llevaron frente a Funeraria López. El “Consuelo Piedrasanta”, escrito en la hoja de papel pegada a la puerta, confirmaba que adentro estaba su vieja, o lo que la enfermedad hubiera dejado de ella. Se sentó en la acera a esperar. A esperar que el valor regresara a su cuerpo y le brindara su apoyo para entrar. Dieron las once, las doce de la noche… la una de la mañana. La lluvia regresó. El valor no llegaba.

Con el paso del tiempo otra angustia comenzó a inquietarle. Ya tenía dos amonestaciones por llegar tarde, una más y lo echarían del trabajo; su pareja no tenía ingreso fijo y no podía darse ese lujo. Con un profundo suspiro se sacudió como perro callejero luego que lo empapan con una cubeta de agua y se perdió con pasos vacilantes entre la bruma.

Abrió la puerta del cuarto. Su pareja descansaba en la cama y ni se movió. Se tendió con cuidado al lado de la Güera, admirando esas curvas y protuberancias que tan inconfesables placeres le habían proporcionado.